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La corrupción en el socialismo de Estado

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Diego Gambetta (Turín, Italia, 1952) es sociólogo y doctor en Ciencias Políticas y Sociales egresado de la Universidad de Cambridge (1983). Es profesor en el Nuffield College de la Universidad de Oxford, Inglaterra. Sus trabajos tratan el tema de la comunicación criminal y el sistema de señales que los delincuentes emplean para comunicarse entre sí o confundir a otros; están encuadrados en la Teoría de los Signos que analiza en qué condiciones las señales pueden reconocerse racionalmente como verdaderas.

Gambetta define una mafia como un grupo, de variado tamaño, de crimen organizado que proporciona servicios de protección que sustituyen a los que proporciona el Estado en las sociedades ordinarias. En sociedades autoritarias o dictatoriales –como Venezuela– el Estado y la mafia comparten los negocios de protección y, en particular, tienen servicios que se solapan. Esta protección no se refiere al ciudadano, sino a la que se brindan recíprocamente el Estado y la mafia que, en este tipo de sociedades, crece y se desarrolla en colusión con el Estado. En este contexto, el poder del gobierno corrupto extorsiona a una parte de las ganancias de la mafia, y tiene muy poco interés en controlar la influencia criminal.

En los gobiernos autoritarios o dictatoriales –totalitarios o no– estas “instituciones” se solapan, se protegen entre sí y se retroalimentan usando todas las formas imaginables de corrupción: pagos para obtener grandes contratos y concesiones (como el caso Odebrecht), sobornos, extorsión, regalos, clientelismo, peculado… De manera simulada o, según la relación política entre los clientes, pueden aparecer culpables, especialmente entre los funcionarios de cúpula. En la base de la pirámide, campea la corrupción. Las negociaciones ilegales, generalmente políticas, parecen funcionar con seguridad pagando a la policía, a la guardia nacional o civil, a políticos encumbrados largo tiempo en el poder.

En el Poder Judicial, las autoridades que deben hacer cumplir la ley –desde la policía judicial, fiscales, jueces, y magistrados de las cortes o tribunales supremos, cabeza de la pirámide de corrupción–, pueden o suelen exigir pagos para pasar por alto infracciones o, lo que es más grave, por liberar a un detenido en algún disturbio callejero. Pasados los detenidos al tribunal, pasan a ser denominados “privados de libertad” para lograr su liberación condicional. En dictaduras, suelen exigirse altos pagos. Sigue un régimen de presentación, semanal o quincenal, que puede durar hasta un año, al cabo del cual el caso pasa al Palacio de Justicia para la sentencia.

El tener de la sentencia varía, según capricho del tribunal y su presidente. La tipificación de los delitos es colocada en un orden de gravedad ascendente, con el fin de que el pago que se le exige al privado de libertad, sea lo más alto posible. Se abre un mercadeo entre el presidente del tribunal, el “privado de libertad” y el intermediario, un abogado adepto a la corte. Llegados a un acuerdo sobre el precio, el grueso de la extorsión va al presidente del tribunal, y una pequeña parte (digamos, $ 500.000) al abogado intermediario. Se pasa el caso al “archivo fiscal”, previa advertencia terminante de que el caso puede ser reabierto en cualquier momento y sin requisito alguno. El así “liberado” es convertido, sí, en perseguido político.

Si estamos, como suponemos, en una sociedad dictatorial o autoritaria, donde las instituciones públicas fundamentales (los Poderes Públicos) están bajo control absoluto del Ejecutivo (una tiranía, diría Montesquieu), entonces Estado y mafia no solo se solapan sino que se superponen, aunque conservan sus intereses particulares, que son sus instrumentos de negociación.

Esta lacra fue característica en la ex URSS, sus satélites, aún predomina en China, Rusia, Norcorea y Cuba. ¿Cabe aquí la Venezuela de los días que corren? Una pregunta de la patria boba.

Llegamos así al concepto de Estado mafioso, donde mafia y Estado se protegen mutuamente. Esta situación se ve con frecuencia en países subdesarrollados que viven de la renta generada por la exportación de uno o dos productos. El caso paradigmático es el de los países petroleros, en los cuales el gobierno no es democrático y, por tanto, no tiene contrapeso alguno a sus acciones, cualesquiera ellas sean.

Como las decisiones judiciales ayudan a determinar la distribución del ingreso, la riqueza y el poder, los jueces pueden explotar su posición en beneficio personal. Una judicatura corrupta o políticamente dependiente puede facilitar un alto nivel de corrupción, socavar las normas sociales y las legales. La corrupción puede ser controlada directamente mediante límites impuestos al poder político. Para lograr este importante fin, nada mejor, todavía, que la forma democrática de gobierno en la que el pueblo soberano, mediante el sufragio universal, secreto y periódico, toma libremente la decisión de imponer estos límites en la carta magna.

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