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El síndrome de Tom Ripley engloba a la cultura de la estafa del milenio, basándose en el arquetipo definido por la novela de Patricia Highsmith, adaptada al cine con fortuna entre el pasado y el presente, amén de las versiones de Alain Delon, Minghella y Fenell.

Llega ahora la lograda interpretación del guionista Steven Zaillian, primero patrocinada por el canal Showtime y luego transmitida por el gigante Netflix, donde alcanzó números bajos de rating para la calidad de su contenido.

Problema del algoritmo, de su poca habituación al blanco y negro, con tono minimalista y abstracto. Un fallo en la Matrix que Netflix debe corregir.

El primer capítulo deja en evidencia las deudas con los clásicos de la edad dorada, de los thrillers seriales, al rendir tributo al perfil neonoir y posmoderno de independientes como David Lynch en Twin Peaks” y de los hermanos Coen en el kafkiano ejercicio de estilo de El hombre que nunca estuvo.

Si la paleta expresionista revive en el lienzo de Ripley, gracias a una fotografía inspirada, el diseño artístico de la producción merece un comentario aparte, por su rica densidad simbólica.

La serie compagina la corrupción moral del personaje, con una mirada oscura al campo de las vanguardias, contrastando la miseria de un falsificador de cuadros con la grandeza de pintores como Picasso y Caravaggio.

Ripley carece del talento de ellos, de los titanes del cubismo y el barroco.

Lo mismo su círculo vicioso de una especie de aristocracia decadente del siglo XX, cuyo vacío se compensa con una saturación de distinciones, distracciones y adquisiciones de obras maestras en el mercado negro.

Ripley aprovecha una oportunidad de oro, para viajar en primera con el fin de buscar al hijo perdido de un magnate en crisis de familia disfuncional.

En Nueva York, Ripley es una sombra acusada por su aura trágica, por su mala reputación de hombre de callejón, por su escasa empatía, por vivir en un tugurio, cometiendo pequeños delitos de robo de identidad, un fenómeno en alza, desde la pandemia y el apogeo de los avatares de la red social.

En Europa todo cambia para el protagonista, pero su imagen sigue en duda. Se plantea un diálogo, un conflicto entre Estados Unidos y Europa.

Por tanto, en un planeta Barnum, en un mundo de plagiadores, Ripley parece ser el rey de nuestro baile de máscaras, de una realidad de apariencias digitales legitimadas por el contexto populista de la web antisocial, guarida de impostores y charlatanes como Ripley.

De pronto el escaso éxito de la serie, su aparente condena en los algoritmos, tendrá algo que ver con falta de concesiones y venta de recetas para los que buscan dar un golpe, cazar fortuna, retirarse después de cometer un crimen perfecto.

En parte puede que la serie no gratifique semejante aplicación, retratando la absoluta mezquindad y soledad del hombre gris. Pero sobre todo elude glorificar la manipulación, como vemos en múltiples vehículos para el blanqueamiento de almas corrompidas.

En cualquier caso, Ripley funciona como espejo para los narcisos de vano ayer y de una actualidad de copycats que saquean narrativas, con los recursos de la inteligencia artificial.

También la serie guarda una reflexión acerca del propio estado replicante del género neonoir, encerrado en su cuarto de reflejos rotos y semblantes de sospechosos habituales.

En tal sentido, rememora la filmografía de Orson Welles en los castillos de Kane, Proceso y F for Fake.

Además, la escritura dice presente de la mano de una tradición epistolar, de una nostalgia romántica por las máquinas de antes, por los envíos de postales. Una mujer redacta un libro turístico en virtud de sus experiencias en Atrani. Un detective cumple con investigar, al paso de tortuga que lo permite la burocracia, el sensacionalismo mediático de los tabloides, la vulnerabilidad de los sistemas analógicos.

Por ahí entra Ripley a jugar una trama de suplantación que busca aliviar su complejo de inferioridad, al creerse un sucesor de Caravaggio, tomando el puesto de herederos de poder que eliminó.

De repente, por eso y más, es una de las series del año. Su factura eleva una lectura elocuente de las trampas maquiavélicas que nos rodean, de los enunciados que se proponen con rostro de inocente embaucador, de encantador de serpientes.

En la época de la posverdad, Ripley constituye un aporte sustantivo, para protegerse, para saber diferenciar al genio del sofista, al amigo del hipócrita, al storytelling del fraude.

No sea usted la próxima víctima del Ripley que toca a su puerta con un llamado engañoso a la aventura, a la épica, a la receta de autoayuda.

Observamos el ocaso, el crepúsculo de un timador que suele prometer más de lo que cumple.

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