Una cosa es tener cultura política o ser incluso graduado en ciencias sociales y otra cosa es ser político. A la hora de llegar a encrucijadas importantes en su devenir, un político se aparta de libros y asesores (si es que alguna vez los ha tenido) y suele confiar más en su intuición para definir el rumbo. Para ese momento, prefieren la soledad y, si se trata del líder, nadie más influye en su decisión.
Por supuesto que el trabajo puede ser más fácil si se trata de alguien con una formación cultural sólida y conocimientos más allá de los básicos en las ciencias sociales. No es poca cosa prescindir de la información y ventajas que pueden darle el conocimiento de la historia del país y demás ciencias sociales, aunque pueda pasar sin ellos. Lo que no puede dejar de tener, porque estará condenado a cometer errores garrafales que van a afectar la vida de muchos, es escuela política. Esa que se cursa militando en los partidos desde joven, comenzando la carrera en estructuras juveniles. Aprendiendo el oficio de la forma más antigua.
Una de las mayores deficiencias de la oposición ha sido precisamente la falta de oficio, de escuela política democrática en muchos de sus dirigentes. Son inteligentes, están muy bien formados, pasaron por universidades e hicieron posgrados en el país y fuera de él, pero jamás militaron en partidos ni hicieron política en las universidades.
No solo pasa con los opositores, es peor del lado de quienes ejercen el poder. Hugo Chávez y sus militares son una muestra de las enormes calamidades que una élite sin escuela partidista democrática puede causar a un país. Su entrenamiento, fundado en identificar al enemigo y destruirlo, contrasta con el de políticos preparados para buscar consensos y negociar acuerdos en un parlamento. La primera consecuencia desastrosa del ascenso de Chávez al poder fue precisamente la polarización inmediata del sistema político. Los venezolanos que no lo acompañaban eran el enemigo. Estaban en tercera base para ser traidores a la patria. Y en esa cultura destructiva permanecen.
Esto viene al caso por el aguacero torrencial de denuestos e insultos que han caído sobre Manuel Rosales por su inscripción como candidato presidencial. Buena parte de ellos por su falta de academia y “cultura”. Hasta un mote sarcástico tienen para él: “El filósofo del Zulia”. A pesar de que Rosales no ha hecho nunca alarde de ser un académico u hombre culto.
De lo que sí podría hacer alarde es de su escuela política. Es, sin duda, el mejor preparado en ese ámbito, entre quienes ahora aparecen como candidatos. Quienes no lo crean que miren la entrevista con Vladimir Villegas de hace un par de semanas. O revisen desde un punto de vista racional su decisión de inscribirse, a minutos del cierre del lapso del CNE. Cierto que lo hizo sin esperar un acuerdo (que podría darse o no luego) con la PUD y María Corina. Ya se verá el resultado en los próximos días. Pero la pregunta cabe: ¿Si no se hubiera inscrito, la oposición estaría en mejor situación?
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