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La feroz modernidad de La Celestina

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La Celestina, obra de Pablo Picasso

Permítanme que comience un artículo sobre La Celestina ocupándome de Tocqueville. Entre 1831 y 1832 Tocqueville realiza un viaje por los Estados Unidos en compañía de su amigo Gustave de Beaumont. Ambos se proponen elaborar un informe sobre el sistema penitenciario norteamericano con vistas a su posible aplicación en Francia. Sin embargo, Tocqueville se queda tan impresionado por lo que encuentra en aquellas tierras, por la estructura comunitaria, la idiosincrasia individual y la fisonomía política de la sociedad americana, que decide escribir una obra que abarque el análisis de la totalidad de los aspectos que descubre. El fruto de sus reflexiones es La democracia en América, un impresionante fresco sociológico y una disección pormenorizada del sistema político bajo el que los norteamericanos organizan su recién adquirida libertad.

Sin embargo, si la obra alcanza la categoría de hito indiscutible en la historia de las ideas no es únicamente por lo que describe, sino por lo que anticipa. Tocqueville comprende que el futuro pertenece a la democracia. Semejante constatación le lleva a apreciar las bondades del nuevo sistema, pero también le insta a un examen, tan minucioso como cauto, de los peligros que podría acarrear. Es en ese esfuerzo predictivo donde Tocqueville exhibe un talento deslumbrante. Al fijar por escrito sus intuiciones acerca de cómo los ideales democráticos pueden degenerar en una modalidad de despotismo desconocida hasta ese momento de la historia, lo que está haciendo es describir, casi punto por punto, la realidad de ahora mismo.

Pues bien, así como el genio visionario de Alexis de Tocqueville acertó a anticipar algunos de los rasgos predominantes de nuestro tiempo, otro tanto podría afirmarse de Fernando de Rojas, el autor de La Celestina. El modo en que aparecen esbozados en esta obra de una antigüedad de más de quinientos años (la primera edición data de 1499) algunos de los atributos más significativos del mundo moderno hacen de ella, amén de un monumento literario, un testimonio social de primera magnitud.

En sus aspectos periféricos, La Celestina muestra una condición hasta cierto punto anómala. Es una obra de teatro pero, debido a su extensión, su representación sobre un escenario, si se respeta la integridad del texto original, se antoja inviable. Su antecedente literario más claro sería la comedia humanística, un género concebido para ser leído en voz alta. Además, resulta rocambolesca la manera en que Rojas decide comenzar a escribirla. En realidad, no se trataría de un comienzo, sino de una continuación, pues en el prólogo de la obra Rojas confiesa haber encontrado por azar el primer acto ya escrito, de la pluma de un autor desconocido. Tanto le gustaron aquellas páginas iniciales, que, según su propio testimonio, tomó la resolución de continuar la historia desde el punto en que la había hallado empezada. El resultado es un prodigio creativo merecedor de contarse, junto con el Lazarillo y el Quijote, entre las cumbres de nuestra prosa literaria.

Pero ¿qué elementos hay en La Celestina que la conviertan en una obra tan ferozmente actual? Sin duda, el acierto en la brutal descripción de la llegada de un tiempo que removía las bases en las que se había venido asentando el orden medieval. La relación de Calisto y Melibea hace las veces de telón de fondo sobre el que se despliega toda una cosmovisión revolucionaria caracterizada por la transmutación de los valores precedentes en otros de signo muy distinto. De manera análoga a como Tocqueville identificó en la democracia una fuerza destinada a dislocar las jerarquías que habían configurado el mundo aristocrático anterior, Fernando de Rojas se percata de que las pasiones humanas, ahora que ya no rigen las trabas inherentes a una concepción teocéntrica de la sociedad, están destinadas a provocar, tanto en la intimidad psicológica del hombre como en el tejido de sus relaciones sociales, una sacudida de consecuencias devastadoras.

Lo que en Tocqueville cristaliza en una reflexión teórica, traspasada por el relámpago incesante de su lucidez, en La Celestina aparece representado a través de la encarnadura de unos personajes que sorprenden por la energía y viveza de sus caracteres. En la obra se describe un mundo cuya fuerza motriz es el interés de cada cual. La desaparición de todo atisbo de solidaridad entre los sujetos que pueblan la trama constituye el síntoma incontrovertible de que hemos ingresado en una nueva era. La pasión por la igualdad, que para Tocqueville representaba el componente definitorio de la democracia y, a la vez, la más temible amenaza para la libertad individual, queda acreditada aquí mediante el rasero de una mirada, la de Rojas, que no encuentra diferencias sustanciales entre amos y criados, prostitutas y señoras: todos son iguales en su egoísmo y su hipocresía; todos se sitúan en un idéntico nivel de indignidad en razón de su entrega a las pasiones más bajas.

Los vínculos de lealtad entre señor y vasallo, que habían actuado como uno de los fundamentos del universo antiguo, ahora carecen de vigencia. Sempronio y Pármeno, los criados de Calisto, no dudan en aprovecharse de la obsesión amorosa en la que se ha dejado atrapar su amo para obtener de él todo el beneficio posible. Lo desprecian, se burlan a sus espaldas. A sus ojos, Calisto es débil y caprichoso, y carece de la legitimidad moral que a los señores feudales les confería su determinación de arriesgar la vida en defensa de sus siervos. Por su parte, el mismo Calisto no hace nada por desmentir esa imagen. En su actitud hacia la joven Melibea se muestra como alguien sin traza alguna de honor: una parodia del héroe clásico decidido a echar mano de las malas artes de la vieja alcahueta para satisfacer la pasión que lo domina.

Pero, sin duda, el personaje que impresiona por la enérgica descripción de su talante, por su personalidad vitalista y su fe en sí misma y en los medios de que se vale para sobrevivir en el seno de una sociedad que la desprecia es Celestina. Con Celestina irrumpe en la obra el elemento de subversión definitivo contra las categorías que compartimentan el mundo social en espacios clausurados. Su aliento corruptor alcanza hasta los últimos recovecos de su entorno. Nadie escapa a su hechizo. Como el erizo de Arquíloco, Celestina sabe ante todo una cosa, pero la sabe muy bien: que todos estamos siempre a una distancia mínima de corrompernos. Basta que alguien que conozca nuestras debilidades nos susurre al oído las palabras adecuadas para que, sin detenernos a pensar en las consecuencias ulteriores, nos precipitemos en la tentación.

Para Celestina, la naturaleza humana no esconde secretos. Dicha naturaleza se halla, en el momento que a Rojas le toca vivir, en el trance de una crisis profunda. No aparece por ninguna parte el optimismo que los humanistas del Renacimiento italiano habían empezado a difundir por Europa. La alcahueta, docta en gramática parda, manipula a su antojo la psicología de unos seres cuyos deseos y flaquezas demuestra conocer mejor que ellos mismos. El lenguaje es la única herramienta de que dispone, pero le basta. Su astucia diabólica la vierte en el manejo de unas palabras que se infiltran en la psique de cada personaje hasta tocar las zonas más recónditas de su ser. ¿No es esta facultad -la de manipular la voluntad del prójimo a través de un uso tóxico de las palabras- una destreza genuinamente moderna? ¿No estaría entonces Celestina anticipando un tiempo en el que la demagogia política y los espejismos de la publicidad nos convierten en los dóciles destinatarios de formas de sometimiento inéditas?

Celestina está orgullosa de lo que es porque tiene conciencia de vivir en una sociedad donde los principios de nobleza y virtud han sido desmantelados. Nadie, por tanto, está en situación de juzgarla. Conoce la podredumbre que anida bajo la capa de respetabilidad de una emergente clase burguesa cuya supremacía se basa exclusivamente en el dinero. Hay en este punto, de manera implícita, una denuncia del mercantilismo que, desde la particular visión del autor, corroe todo lo que de bueno y desinteresado pueda haber en la persona. En ese mismo sentido, resulta coherente con el trasfondo último de la historia que la religión apenas juegue un papel destacable. Cuando Sempronio le pregunta a Calisto: «¿Tú no eres cristiano?», la respuesta del joven resulta de una contundencia herética, casi blasfema: «¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo». No puede haber expresión más nítida del oscurecimiento de un mundo y del amanecer de otro de índole opuesta al anterior.

Por último, el rencor social es otro de los aspectos que inscriben la obra en el contexto de la modernidad más temprana. Disipadas las virtudes caballerescas (honor, valor, lealtad, espíritu de sacrificio), los personajes quedan todos uniformemente retratados en su fijación por la riqueza y el sexo. Es natural, pues, que en las clases más bajas se despierte una oleada de resentimiento hacia quienes, sin esgrimir otro mérito que la riqueza heredada, ocupan los lugares más prominentes de la escala social. Por eso, cuando Elicia y Areúsa, las prostitutas a las que Celestina protege, se quedan desamparadas tras la muerte de la alcahueta a manos de sus respectivos amantes, Sempronio y Pármeno, su ira no se dirige hacia los autores del crimen, quienes a su vez han muerto ajusticiados. En el centro de su furia vengativa, contraviniendo la realidad de los hechos, sitúan a Calisto y Melibea, cuya culpa no procede de su responsabilidad en las muertes de Celestina y los criados, sino de algo que en la mentalidad de las muchachas representa un crimen mayor: su pertenencia a una clase social más alta.

Queda así retratado un tiempo que, en esencia, es el nuestro. Un tiempo definido, en sus contornos más sombríos, por una concepción materialista de la existencia e impregnado por un venenoso aire de nihilismo. Lujuria, envidia, codicia, afán de dominio y violencia son ahora los ejes sobre los que gira un mundo que ha extraviado su centro. Fuera de ese centro –como al final de la obra razona el padre de Melibea ante el cadáver reciente de su hija- sólo hay lugar para el caos. Nuestro caos. Fernando de Rojas fue el genio llamado a describirlo.

Artículo publicado en el diario El Debate de España

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