Abundan las interpretaciones, algunos dicen que andamos en el duro y contradictorio camino de construir un país, una república, casi recién nacida, iniciada apenas en 1958. Otros afirman que simplemente no existimos, que dejamos de ser, que éramos, que podemos vivir bajo el dominio de leyes que nos prohíben pensar.
Lo difícil es quizás comprender que estamos ante la oportunidad de cerrar un ciclo o ”proceso socio histórico”, cuyas características han sido muy claras: construcción de una sociedad donde la institución dominante, sin ambages, es el Estado, con todos sus calificativos, propietario de las fuentes de generación de riqueza, distribuidor discrecional de los beneficios generados por el patrimonio estatal, poder concentrado y centralizado derivado del control económico, inhibidor del desarrollo de instituciones distintas al Ejecutivo, el verdadero corazón del aparato del Estado. Restricción e inexistencia del equilibrio de poderes propio de las democracias, barreras a la libertad económica, desigualdad ante la ley de los ciudadanos, lo cual significa límites al Estado de derecho y en consecuencia, ejercicio de un ilimitado hiperpresidencialismo derivado del manejo sin controles de las rentas obtenidas por sus propiedades emanadas de su carácter de “Estado Patrimonialista”.
Este es el modelo que algunos parecen añorar, quizás porque vivieron en el lado dorado de esa experiencia histórica, pudieron estudiar, progresar y ejercieron cierta libertad de pensamiento. Negaban que en Venezuela existiera 60% de población en pobreza y que la posibilidad de ascenso solo llegaba a 30%, lo cual era indicador de una gran separación entre sectores sociales. Esta realidad la denunció la Copre a finales de los años ochenta, sus diagnósticos mostraron la realidad de lo que el IESA calificó como “Una ilusión de armonía”, crecían más los pobres que los beneficiarios del sistema.
Lamentablemente, la reacción no vino del camino democrático, sino todo lo contrario, el cambio que se impuso en 1999 constituyó una vez más el hundimiento en las fauces depredadoras del colectivismo.
Un liderazgo que equivocó el diagnóstico y por ende las soluciones, creyeron que la redención venía por el camino de repotenciar el Estado, eliminar el derecho a la propiedad privada, exterminar cualquier vestigio de economía de mercado, convertir el Estado de derecho en escenario tragicómico de cualquier obscenidad contra la libertad en todas sus formas, económica, política, social y jurídica. Esta orientación desgraciadamente profundizó, potenció las fallas existentes y lo logró.
Venezuela es hoy una sociedad en plena convulsión, una economía hundida, sin leyes que protejan al ciudadano, sin libertad de opinión, eliminados los vestigios de ciudadanía, bajo el poder de fuerzas sin conciencia sobre la significación existencial de la libertad, empeñadas en prohijar la imposición de un derrotado modelo político, culpable de genocidios y hambrunas en todos los territorios que se han instalado y en todas las épocas históricas que han ocurrido.
Pero, he aquí la paradoja, este duro tránsito nos ha colocado en una posición privilegiada en América Latina. Somos el único país donde sus ciudadanos tienen plena conciencia de lo nefasto de la extinción de la propiedad en su sentido amplio de propiedad de la vida, los bienes y la libertad, tal como nos enseñaba John Locke. Podemos proclamar que se ha roto la hegemonía cultural de las ideas colectivistas que tanto dolor han causado en esta región del mundo, saben lo nefasto que representa confiar en soluciones que emanen de un poder concentrado, sin equilibrios, basados en leyes y en un concepto de justicia dictado por un Estado todopoderoso, que desalienta el esfuerzo como base del crecimiento, tal como nos restriega Juan Luis Guerra “que llueva café en el campo”, creencia que existió en buena parte de Latinoamérica, pero que hoy comienza a tambalear como dominio ideológico. Pregunte a cualquier trabajador venezolano, después de haber vivido estas últimas décadas, si cree que su empresa debe pasar a manos del Estado y verá proferir el más violento rechazo que hayan llegado a sus oídos.
Después de todo este reciente transcurso histórico tenemos que enfrentar el dilema histórico ¿será una misión imposible encontrar la paz y la libertad? ¿Cuán lejos estamos de alcanzar la senda para sumergirnos en esos aún delgados territorios? En el continuo cavilar sobre los caminos para hallar estos principios, que son fines en sí mismos, J. R. Herrera nos recuerda un ensayo de Kant, algo que debíamos haber aprendido mucho tiempo atrás: “No puede haber paz perpetua si no hay justicia y no puede haber justicia si se conculca la libertad. Pero la libertad es, ante todo, responsabilidad, madurez, como la llama el propio Kant, y esta no es posible si no se abandona el modelo educativo técnico, metódico-instrumental, por una formación cultural orgánica, una educación estética, la cual, por cierto, incluye la eticidad y la espiritualidad. No bastan las organizaciones mundiales, las buenas leyes, los tratados internacionales, las conferencias mundiales, los discursos de orden, los abrazos y los apretones de mano. En estos tiempos sombríos, de ocaso, si en algo sigue teniendo vigencia el ensayo de Kant es en la necesidad de que la filosofía tome la palabra”.
Exaltar la justicia es el camino para la libertad, clave inequívoca para acercarse a la paz. Ninguno de estos ámbitos son suprimibles, podría decirse en forma muy sencilla que son los constituyentes indispensables para adelantar el camino.
La justicia es un principio moral que nos rige a todos por igual cuyos sinónimos son: rectitud, imparcialidad, equidad, neutralidad, ecuanimidad, objetividad, honradez, probidad.
Examinemos la vigencia de estos principios. ¿Acaso rigen nuestras vidas? Lo que se intenta imponer como proyecto de vida son rectos e imparciales objetivos, el fin es construir un sistema basado en la probidad o es el predominio de la visión contraria , concentrar, dominar, imponer modos de pensar, prohibir.
Sabemos como experiencia histórica de las últimas décadas que si no hay justicia no hay paz, comprendido como un estado de armonía donde pueden convivir ideas distintas y hasta complementarse, sin enfrentamientos ni decretos de exterminio de unos contra otros. La libertad no está sola, se entroniza sobre la justicia que nos iguala y la paz que no une y separa sin violencia. La libertad es el estado o condición de quien no es esclavo. Una facultad que tiene el ser humano de obrar de una manera o de otra como individuo responsable ante sí mismo y ante los otros.
Hoy, la gran ganancia y es lo que nos constituye en la esperanza en América Latina, son los venezolanos en todos los niveles, en la ciudad, en el campo y en el mar, saben lo que vale la ética en la vida, en el trabajo, valoran las oportunidades para aprender y con ello tener capacidades, ser responsables y como tal impedir que el Estado aplaste, robe, los suplante en sus responsabilidades bajo las falsas promesas populistas de siempre: Acepta lo que te ofrezco y cállate.
En realidad, somos un país que ha aprendido a palos que no podemos dejar que nos arrebaten nuestras obligaciones, es claro como la luz que estas son las únicas bases legítimas de los “derechos”, ellos no llueven como café en el campo.
Nuestro éxodo seguramente volverá en su gran mayoría, seguros de poder ejercer derechos, de trabajar duro, capacitarse y desplegar un control ciudadano sobre cualquier sector que pretenda revivir la concentración de poder, la pérdida de la justicia, la libertad y la paz.
Esto, sencillamente nos convertirá en el gran país que siempre hemos soñado, pero para lograrlo es imprescindible que la filosofía tome la palabra.
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