Como sucede con Diego Maradona, el anecdotario de Marlon Brando parece infinito y, un poco como el barón de Munchausen, él también protagonizó historias que oscilan entre lo onírico y lo absurdo, en las que se borran los límites entre lo improbable y lo imposible. Su historia oficial, esa que lo señala como un hombre obsesionado por las bromas pesadas y los rigurosos métodos de actuación, conforma apenas la cáscara de una figura apasionante. “Impriman la leyenda”, decía el periodista de Un tiro en la noche (1962), y justamente de eso se tratan estas líneas, a pocos días de celebrar los 100 años del nacimiento de Marlon Brando.
Primeros años
Su infancia no fue fácil. Nacido el 3 de abril de 1924, hijo de un padre y una madre con problemas de alcoholismo, desde una edad muy temprana Marlon pasaba demasiado tiempo solo. Su padre lo golpeaba y su mamá, Dorothy, en más de una oportunidad no podía ni mantenerse en pie, a consecuencia de su adicción. El pequeño Marlon sentía que ella prefería emborracharse en algún bar a pasar el tiempo cuidándolo, y a pesar de convivir con esa sensación de profunda angustia, “Dodie” siempre fue una enorme figura para él.
La vida escolar de Marlon estuvo lejos de ser un lecho de rosas, y los problemas de conducta eran moneda habitual. Amante de las motos y las peleas, Brando no pasaba desapercibido y llegó a ser expulsado de un colegio cuando recorrió los pasillos de ese lugar subido en su motocicleta. Dicho paseo le valió la expulsión del instituto y, decidido a encauzarlo, su padre lo anotó en un centro de educación militar. Peor idea. Brando una y otra vez estaba en el ojo de todos los conflictos. Una noche, se le ocurrió trepar a una torre y robar una campana, para luego arrastrarla casi 200 metros e incendiarla. Con la intención de cubrir sus huellas, el remate de la anécdota fue que él mismo encabezó un comité de investigación para encontrar al responsable de la quema de la campana, y aunque su astucia le permitió salir indemne de esa situación, sus constantes problemas de conducta le valieron la expulsión de esa academia. Así, en 1943 se mudó a Nueva York.
Mientras soñaba con una vida dedicada a la actuación, Brando dormía en la calle y antes de mudarse a la casa de su prima probó suerte en trabajos muy dispares. Así fue como se dedicó a cavar zanjas. También fue ascensorista, mozo, cocinero y hasta se quiso enrolar en el ejército para combatir en la Segunda Guerra Mundial (fue rechazado debido a una lesión en la rodilla). En todos esos lugares, Brando se presentaba bajo el apodo de Bud, en un intento por diferenciarse de su padre, que tenía su mismo nombre. Aun en sus últimos años, Marlon guardó siempre un fuerte rencor hacia esa figura paterna, y cuando su papá falleció, él lo recordó del siguiente modo en su autobiografía, Canciones que me enseñó mi madre: “Después de su muerte, solía pensar que me gustaría volver a verlo aunque sea durante ocho segundos, para romperle la mandíbula”.
Enfrascado en el método
En la última mitad de 1940, Brando tuvo la posibilidad de actuar de forma esporádica en unas pocas obras de teatro, aunque su nombre aún no sonaba con fuerza. Los conflictos y hasta la expulsión en el armado de varias puestas teatrales subrayaban el carácter de alguien que chocaba siempre contra las figuras de autoridad. Cuando hizo su debut oficial en 1944, en la obra I Remember Mama, el actor no podía evitar fascinarse ante la verborragia de su agente, Paul “Swifty” Lazar, que llegó a conseguirle un aumento de 10 dólares en su paga semanal. A Brando le gustaban esas negociaciones y la rapidez de las lenguas capaces de conseguir aquello que querían, él respetaba eso. “Si no hubiera tenido la buena suerte de ser actor, no sé qué habría sido de mí. Seguramente hubiera sido un estafador, porque me gusta eso de mentir y convencer a la gente”, aseguró en una oportunidad.
Cuando la obra teatral Un tranvía llamado deseo se puso en marcha, Brando forzó un casting de privilegio. En la casa de Tennessee Williams, dramaturgo creador de esa pieza, hubo un problema de electricidad, y Marlon pasó por allí y se ofreció a cambiar los fusibles. Mientras realizaba el trabajo, convenció a Tennessee de hacer una breve lectura para el papel de Stanley Kowalski. Pocos minutos después, Williams aseguraba que esa había sido “la mejor lectura que había presenciado en su vida”.
Como es sabido, la aclamada versión teatral de Un tranvía llamado deseo y su posterior adaptación cinematográfica estrenada en 1951 hicieron de Brando la punta de lanza de un recambio generacional en Hollywood. Largometrajes posteriores como Viva Zapata!, Salvaje y especialmente Nido de ratas lo consolidaron como el nombre más importante de su generación. Lejos de convivir con la vieja escuela, Marlon cuestionaba de forma incendiaria a monstruos sagrados de la industria, y de esa forma llegó a asegurar que no le gustaba para nada el estilo de Humprey Bogart, o que en todas sus películas “Gable siempre hacía Gable”. En la vereda opuesta, James Cagney o Paul Muni eran de los pocos intérpretes a los que Brando reverenciaba, por su forma orgánica de comprender la actuación. Y es que Marlon estaba encerrado en ese método interpretativo que lo llevaba a ser uno con sus personajes, y a comprender que esos roles de ficción que le tocaba interpretar los debía llevar en la piel aún cuando la cámara estaba apagada.
Su obsesión con su manera de comprender la actuación, esa intensidad ingobernable que exasperaba a los intérpretes tradicionales, le valió no pocas rivalidades. Pero para Brando no había nada sagrado, y era capaz de provocar incluso al propio Frank Sinatra, con quien compartió el film Guys and Dolls. Peyorativamente, Frank apodó a su compañero “murmullos”, y le dijo que eso del método “era pura basura”. Brando, que ya en esa época sabía que la venganza era un plato que sabía mejor frío, no lo enfrentó abiertamente sino que, a propósito, estropeó innumerables veces una escena en la que Sinatra debía comer una porción de torta. “Estos malditos actores de Nueva York, ¿¡cuántas porciones de cheesecake piensas que me puedo comer?!”, llegó a gritar un Sinatra enajenado. Brando había ganado la pulseada y no le temía ni siquiera al todopoderoso Ojos Azules.
La muerte de la actuación
Los años 50 fueron esplendorosos para Marlon, y los 60 comenzaron con el deseo de dirigir. Protagonizar y realizar un largometraje era un casillero que Marlon quería tachar, y de ese modo en 1961 se estrenó la única pieza que dirigió en su vida. El rostro impenetrable es un experimento, una película atravesada por un desparpajo fascinante, inclasificable en su forma pero encantadora en su vitalidad. “A la quinta semana e inclusive al quinto mes, seguía intentado aprender. Pensé que demoraría tres meses en hacer la película, pero ese tiempo se extendió a seis, y el costo se duplicó hasta llegar a los seis millones de dólares, algo que desde luego no gustó en Paramount, que la pagaba”, reconoció el actor en su biografía. Y aunque él aseguró que “el estudio hizo pedazos esa película”, El rostro impenetrable es una formidable manera de descubrir a Brando desde un lugar menos explorado.
En 1962, con el estreno de Rebelión a bordo, Brando se convirtió en el primer actor en recibir un millón de dólares por trabajar en una película. Al parecer no había duda alguna: su presencia alcanzaba para hacer de cualquier film un éxito arrollador. Pero en Hollywood no hay fórmulas infalibles, y cuando dicho largometraje se convirtió en un fracaso la industria tomó distancia de ese actor, que comenzaba a ser más conocido por sus actitudes problemáticas que por su (innegable) talento. Durante varios años nadie quiso contratarlo, hasta que Francis Ford Coppola lo convirtió en Vito Corleone, y una vez más, Marlon se convirtió en un tótem absoluto. Ya no importaban ni las bromas pesadas ni sus excentricidades interpretativas, la aparición de Brando era un sello de calidad indiscutible (porque solo eso puede justificar que por cuatro días de rodaje en Superman él cobrara casi cuatro millones de dólares).
Brando era el rey del mundo y hasta tenía una isla propia en la Polinesia francesa. Sin embargo, comenzó a tomar distancia de la actuación. Luego del éxito de El Padrino y de El último tango en París, ambas de 1972, en los años 70 Marlon trabajó en solo cuatro películas más (una de ellas, la imprescindible Apocalypse Now!), y durante los 80 solo hizo otros dos largometrajes. Prácticamente rechazaba todas las ofertas que le acercaban y en el camino quedaron proyectos largamente acariciados, como una biografía de Pablo Picasso.
Con su muerte a los 80 años, Brando dejó una huella imborrable en el cine, pero también una vida atravesada por la tragedia (su hijo Christian mató a su yerno, en un episodio que desencadenó un terrible efecto dominó en la familia). Su activismo político también es ampliamente conocido, y muchas de sus anécdotas jamás podrán ser comprobadas (“¿Quiere decir que le encanta tener migajas de conversación con un montón de señoras con el pelo teñido de púrpura?”, aseguró que le dijo a JFK, en su campaña presidencial). Pero es indudable que Brando es uno de los mayores íconos culturales del siglo XX, considerado el mejor actor de todos los tiempos, pero quien a su vez perdió interés en la actuación debido a la intensidad con la que comprendía su forma de arte. Irónicamente, su dura infancia fue el lugar al que volvió emocionalmente innumerables veces, cuando debía encarnar esos roles tan atravesados por el dolor, personajes inmensos que hicieron de él más que un hombre, una leyenda.
Para ver a Brando en su centenario:
- Viva Zapata! (Star+, Qubit TV)
- El padrino (Star+, Paramount+)
- Un tranvía llamado deseo (Apple TV+)
- Nido de ratas (MAX, Qubit TV)
- Último tango en París (Google Play)
- Superman (MAX)
- Salvaje (Qubit TV)
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