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Las pequeñas dictaduras

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Emigrar es como salir de la pecera para meterse dentro del pez. No solo es nostalgia, ni desarraigo, ni victimización ciega. También es mirar un poco con los ojos de un forense, sin dramas, mientras vamos descubriendo el asombro de nuestra propia belleza interior, y también la naturaleza de nuestras peores deformaciones.

Según cifras recientes de Acnur, 7,7 millones de venezolanos han buscado refugio o mejores vidas fuera del país. No hay sesgo en esto. Solo sentido común. En realidad, uno puede estar de acuerdo con esta cifra cuando percibes la sensación de abandono que hay en las calles, como si todos los días fueran domingos y la ausencia pintara las casas de desolación. No es un reporte de Acnur, es la impresión de pecera vacía, o medio llena, lo que nos dice que algo se evaporó a nuestro alrededor.

Como millones, fui parte, junto a mi familia, de ese éxodo de seis cifras. Viví lo que tuve que vivir. Ni más, ni menos. Sin lástima, sin heroísmos, sin convertir pollos empanizados y pizzas en estados de Whatsapp; con valentía o sin ella; con los dientes, con las uñas, y con momentos felices, todo lo que viví como emigrante me ha ayudado a comprender un poco lo que soy. Y comprender lo que soy implica reconocer que vengo de un lugar, y que ese lugar es mi espejo, aunque me rompa la cara.

¿Qué implica verse en el espejo que rompió tu propia imagen? ¿Cambiamos el espejo o nos dedicamos a ser menos terribles? Los antiguos decían: “Una sola gota del gran océano contiene todos los ríos que desembocan en él”. Ver nuestra belleza en otras tierras, tanto como nuestras miserias, en mi caso, ha sido como observar las gotas de un gran océano en lugar de contemplarlo en su totalidad. Soy una gota y tú otra; millones como nosotros hacemos posible el océano.

¿Qué corrientes nos constituyen? ¿Qué ríos han alimentado palmo a palmo el país que somos ahora?

Hoy quiero hablar de uno de estos ríos. Preguntar, por ejemplo, de dónde nos viene la extraña costumbre de andar jodidos, o de permitir que nos jodan, mientras derrochamos inmovilidad e indiferencia, en la misma proporción en que mostramos indignación. Parece un chiste, pero es como si una sociedad, horrorizada por los abusos de una empresa ferroviaria, se sentara en los rieles con un teléfono móvil en las manos, mientras espera, orgullosamente indignada, a que el tren la parta en mil pedazos.

Contra esa indignación inútil, sumisa y casi arrogante, tengo mis propias sospechas. Son parciales. Quizá sean producto de un proceso de contemplación muy íntimo y fugaz, pero regurgitan como intuiciones que sólo pueden validarse con el asombro y la estupefacción de las pequeñas historias que la realidad nos cuenta a diario.

Repito que es solo una sospecha, no una verdad. Y es esta: sospecho que el país que tenemos ahora, nuestro océano, ha sido alimentado durante décadas por los ríos invisibles de un tipo particular de autoritarismo. Hay una reproducción permanente de la violencia y el sometimiento que define nuestro propio tejido social. Esto nos conforma, nos hace, y ha permitido trazar lo que somos en este momento y tener el país defectuoso que tenemos ahora.

No quisiera hablar del autoritarismo explícito del régimen venezolano, sino de las pequeñas salpicaduras que lo han alimentado durante décadas. Quiero hablar, en cambio, de tu dictadura, de la mía; de tu represión y la mía; de nuestras propias violaciones a la dignidad humana. No quiero hablar de los abusos de un militar o de un político, sino de tus abusos… de ese militar y de ese político que también vive dentro ti y de mí, y de lo muy hipócritas que suelen ser muchos cuando se espantan al ver los abusos de una autoridad, pero en casa abofetean a sus hijos, los humillan, los maldicen, los reducen a nada, y los condenan a reproducir el mismo esquema de atropellos y sumisión por generaciones.

Tengo que decirlo: durante los años que viví fuera del país, nunca fui testigo de un acto de crueldad de una madre o un padre (de esos países) contra sus hijos. No digo que esto no ocurra, todos los países de América Latina y del mundo entero tienen problemas y muchos, tienen violencia y mucha, pero al menos en mi caso, nunca vi de ellos la violencia que sí pude observar de muchas familias venezolanas.

Vi a un padre venezolano insultar, humillar y golpear a su hijo por el simple hecho de encontrar corazones y flores dibujadas en la portada de uno de sus cuadernos escolares. Durante meses escuché a una abuela y a una madre triturar psicológicamente a sus nietos, reduciendo a cenizas su autoestima, su niñez, la memoria de su infancia. En las calles, en las avenidas, en los parques, abundaban abusos de esta índole, como si estuviéramos enfermos de odio, de una violencia muy íntima, de una rabia indescifrable, una violencia de palabra y acción que en contraste con las familias nativas, nos hacía muy obvios, muy característicos, muy nosotros.

No eran casos aislados. Tampoco nuevos ni coyunturales. Durante décadas hemos practicado el abuso de autoridad en el seno de nuestras familias. El abuso de madres y padres, de hermanos y abuelos. El abuso contra esos niños y niñas que son y serán adultos, y que tienen y tendrán el miedo de ser libres, independientes; de ser ellos, de pensar con libertad y de defenderse contra cualquier atropello.

La familia siembra el sometimiento que gusta a las dictaduras. No solo las familias, también el sistema educativo que tenemos ahora es un caldo de cultivo para gobiernos autocráticos. Una dictadura es en última instancia el resultado de pequeñas dictaduras. Un cántaro que se llena. Un riachuelo que toma fuerza con cada llovizna. Un país cuyos niños, acostumbrados a los abusos de poder, serán futuros militantes del bofetón y del miedo que este produce.

La madre o el padre que golpea al hijo porque este a su vez golpea a otros niños en la escuela, funda un nuevo bucle. Esa familia será un gif que reproducirá una y otra vez su propia violencia. Acostumbrado al bofetón y a los abusos de poder, ese niño será con los años un abusador confeso o un devoto más del miedo que éste produce. Construir este país, amarlo, cambiarlo, implica cuidar al niño.

Pensar en escala nos permite jerarquizar criterios. Nos permite descifrar el océano a cuentagotas, y reconocer que lo grande es consecuencia de lo pequeño. Si multiplicamos esas pequeñas e invisibles autocracias, por millones, tendríamos en parte la razón del autoritarismo a gran escala que tenemos ahora.

¿Hay alguna diferencia entre el salvajismo de una madre o un padre, con el de políticos y militares que gobiernan a sangre y fuego? La diferencia principal reposa en la investidura, pero en términos del ejercicio de la autoridad, arrastramos prácticas generacionales que pudieron conducirnos a ejercer el poder como se está ejerciendo ahora, y a percibirlo como la percibimos ahora: con sumisión, resignación, apatía, desamor, rabia, e incapacidad para construir un país social e institucionalmente más amigable. Cuando el cuerpo se acostumbra a no comer, el hambre se naturaliza. Lo mismo ocurre con la violencia.

La pregunta es: ¿queremos cambiar el país o solo el régimen autocrático que nos gobierna? Imaginemos que la dictadura de grupo que ocupa Miraflores cae mañana. Bien, entramos en una fase de transición, negociación y reinstitucionalización del país. Perfecto. Por la noche, llegas a casa después de un largo día de caravanas y celebraciones. Llegas feliz porque el oscurantismo ha cesado, porque se abren nuevas expectativas, porque al menos es un comienzo más esperanzador. Al entrar, te encuentras con que tu hijo salió mal en matemáticas. Y entonces, le caes a palazos. O lo pulverizas psicológicamente. O simplemente no te importa y lo abandonas a su suerte.

¿Estás cambiando el país o solo aplaudes la caída de un dictador?

¿Qué pasa con tu hijo, si de pronto, con el pasar de los años decide ser militar, albañil, abogado, delivery o, en el peor de los casos, político? ¿Qué ocurre si multiplicas tu noche por la noche de millones de niños? ¿Cuál es el océano que te sentarás a contemplar en tu vejez? ¿Habrá océano?

Hay familias que rompen este bucle. Al parecer, con conciencia o no, saben que la forma en que han sido educados no es la más adecuada para educar a sus hijos. No hay nada más prospectivo que la forma en que fabricamos monstruos o buenas personas en la infancia.

Termino con un dato curioso: después de 7 años consecutivos, Finlandia sigue siendo el país más feliz del mundo (World Hapiness Report, 2024). Es que la sociedad finlandesa derrocha sentido común: para ellos los niños son el centro y la profesión docente es la más prestigiosa. ¿En qué andamos nosotros?

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