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Después de Putin

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El atentado terrorista perpetrado por una organización islamista contra una sala de conciertos cerca de Moscú, en Rusia, es un recordatorio de la llegada de Putin al poder. Se convirtió en la encarnación de la «virilidad» rusa cuando, como primer ministro, lanzó en 1999 una violenta guerra contra los chechenos musulmanes que exigían la independencia. La guerra fue el conflicto más mortífero desde 1945; una cuarta parte de la población chechena fue asesinada. Los musulmanes de esta parte del mundo nunca lo han olvidado: desde entonces, son la némesis de Putin y se han vengado con varios atentados terroristas contra su régimen, sobre todo el que tuvo lugar en el teatro Dubrovka de Moscú en 2002, y el que llevaron a cabo en una escuela de Beslán en 2004. Desde que el Ejército de Putin ocupó Chechenia, sigue activa en el Cáucaso una guerrilla musulmana permanente que nunca ha interrumpido sus operaciones. No es de extrañar que el reciente atentado tenga lugar días después de la supuesta reelección de Putin. La guerrilla musulmana pretendía recordarle de esta manera al presidente ruso cuándo y cómo empezó todo.

Putin preferiría olvidar y seguir fingiendo que todo es normal y está bajo control en el país. Pretendiendo someterse a unas elecciones que en realidad fueron poco más que una farsa, intenta hacer creer a la gente que Rusia es una democracia. Puede que incluso él mismo se crea esta fantasía. Sin embargo, la verdadera ideología de Rusia no es la democracia, sino el potemkinismo. Cuentan que Grigory Potemkin, ministro de Catalina II en 1787, instaló modelos de pueblos prósperos a lo largo de la ruta de la emperatriz por los asentamientos rusos. Puede que estas afirmaciones estén más cerca de la leyenda que de la verdad, pero son significativas. ¿Se deja engañar el pueblo ruso por estos montajes? No lo sabemos. Las elecciones son ficticias, los medios de comunicación están bajo control y los disidentes, como Boris Nemtsov y Alexei Navalny, han sido asesinados.

Muchos europeos y estadounidenses quieren creer que el destino de Rusia es permanecer en las garras de los tiranos, sin esperanza de unirse nunca al campo de la democracia liberal. Según los autoproclamados expertos en esta Rusia eterna, la tiranía es el régimen natural de Rusia, adecuado a su alma única. Para apoyar esta tesis relativista y despectiva del pueblo ruso, citan a varios escritores, preferentemente a Fiódor Dostoyevski. En su época, fue el portavoz de lo que se conoce como eslavofilia. Putin ha hecho suya esta mitología, según la cual los rusos no son como nosotros: el alma rusa no es como la nuestra, el ruso es indiferente al individualismo y a la libertad, un súbdito voluntarioso de una civilización anclada en el ritual sin parangón de la ortodoxia rusa. Pero los amantes falsamente ilustrados o hipócritas de esta tesis eslavófila seleccionan cuidadosamente los hechos y los autores. Porque, aparte de Dostoievski, podrían citar a varios grandes escritores, filósofos y poetas para quienes el destino de Rusia debería ser el individualismo liberal y la democracia. Podemos mencionar a Antón Chéjov, el humanista, o a Tolstoi, el pacifista, o más cercanos, Vassili Grossmann, los poetas Anna Ajmátova, Evgueny Evtouchenko y el Premio Nobel de la Paz de 2022, Dimtri Mouratov. Todos ellos, honra de la literatura rusa, no han cesado de denunciar la impostura de la eslavofilia y la servidumbre voluntaria.

Y si releemos la historia de Rusia, tampoco es una historia de continuidad despótica. A finales del siglo XIX, cuando el zar Alejandro III abolió la servidumbre, y más tarde, cuando el jefe de gobierno Piotr Stolypin, desde 1906 hasta 1911, se dedicó a modernizar el país, Rusia no parecía diferente ni atrasada. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, la opinión común en Rusia y en Europa era que el país se uniría al bando europeo; su desarrollo económico era comparable al de Alemania. La revolución de 1917 estuvo dirigida por Kerensky, un socialdemócrata abierto a las ideas occidentales, antes de ser derrocado por el sanguinario Lenin. A partir de 1986, cuando Mijaíl Gorbachov se propuso fundar un socialismo humanista, todo Moscú se enzarzó en un debate sin ningún tipo de restricciones; la gente discutía día y noche en las plazas, así como en la radio y la televisión. Esta esperanza liberal casi se cumplió con la presidencia de Boris Yeltsin, a quien se atribuye la abolición de la Unión Soviética, el restablecimiento de la independencia de los pueblos que habían sido anexionados, la privatización de la economía y la liberación de los medios de comunicación. Cuando se escriba la verdadera historia del pueblo ruso, habrá que devolver a Yeltsin el lugar eminente que le corresponde. Por desgracia, eligió mal a su sucesor, Vladimir Putin. Al principio, Putin nos hizo caer en la ilusión, dando a entender que Rusia se uniría a Europa. Yo le vi en aquel entonces y me lo creí. Pero fue para anestesiarnos: a lo largo de 25 años, ha desmantelado todas las instituciones de la sociedad civil, asesinando por el camino a empresarios, periodistas y activistas democráticos.

Como Putin no va a durar eternamente, hay que empezar a pensar en su sucesión. El tópico en Rusia, como en Europa, es predecir que será sucedido por otro hombre fuerte, del Ejército o de la policía secreta, que utilizará los mismos instrumentos tiránicos. En realidad, no lo sabemos. Nadie habría predicho en 1986 que Gorbachov destruiría el Partido Comunista o que Yeltsin aboliría la Unión Soviética. La hipótesis de una Rusia eternamente eslavófila es tan infundada como otra ideología de moda en la década de 1990, la del homo sovieticus. Los mejores escritores europeos imaginaban que, tras varias generaciones de dominación por el Partido Comunista, se había moldeado un hombre nuevo, el homo sovieticus, incapaz de mostrar autonomía e iniciativa personal. Esta tesis fue pronto relegada al basurero de las ideas falsas, ya que muchos rusos se lanzaron con entusiasmo a la aventura de la empresa privada a partir de 1990.

La paradoja definitiva del régimen de Putin es que ni sus propios dirigentes creen en su futuro. En los tiempos de la Unión Soviética, los apparatchiks tenían una ideología más o menos comunista. No tenían planes de enviar a sus hijos a estudiar a Estados Unidos. No compraban propiedades en Nueva York, Marbella o Londres. Ahora que Putin está en el poder, sus cómplices invierten masivamente sus riquezas obtenidas fraudulentamente en propiedades en Europa y Estados Unidos. Mi conclusión es que los putinistas son más escépticos respecto a la durabilidad del despotismo que los occidentales. No estoy afirmando que después de Putin vaya a haber una democracia liberal, pero tampoco que después de él vaya a continuar la tiranía policial y bélica.

En esta indecisión entre tiranía y democracia, los europeos y los estadounidenses desempeñarán un papel decisivo. Si realmente boicotean los intercambios económicos con Rusia y si contribuyen de veras a una victoria de Ucrania, los dos pilares del putinismo, la guerra y el terrorismo, se derrumbarán durante su vida. Los rusos reconocerán, con nuestra contribución, que la tiranía solo les conduce a la pobreza y al derramamiento de sangre. Mientras tanto, preguntémonos: entre Putin y Navalny, ¿quién es el más ruso de los dos?

Artículo publicado en el diario ABC de España

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