En uno de mis viajes junto a los afluentes, caminaba cabizbaja con el corazón corrugado, viendo e intentando entender cómo en la senda de la vida variados padecimientos se apoderan de los cuerpos como tormentos o querellas que ralentizan el migrar de los individuos. Todos los hemos padecido en la propia piel, algunos palidecen hasta fallecer y otros logran reponerse con dificultad, recuperando el rosáceo de sus mejillas y encontrando favor a su paso.
Transitaba y cavilaba en tantas cosas, cuando de repente noté una pequeña aldea escondida en la espesura del bosque, me acerqué con curiosidad y pude advertir una dinámica comercial poco convencional. A priori no vi ninguna rareza, me mezclé entre ellos sin ser percibida, como quien se infiltra para descubrir algo, y para sorpresa de mis sentidos una importante moneda de cambio sostenía lo referente a lo comercial. Se trataba de pequeños granos de color blanco amarillento, con un diminuto tamaño y un mágico poder que me costó descubrir.
A medida que pasaban los días noté que los habitantes de aquel lugar se relacionaban de manera muy similar a cualquier pueblo, sufrían algunos calvarios bien peculiares como encorves, dificultades de motoras y mentes dispersas. Aprecié que aquella moneda tan peculiar nadie la podía acuñar, y también les era muy útil para mitigar fatigas o tratar dolencias. Tenían puntos de encuentro al aire libre donde las personas compartían momentos de extrema sinceridad, vi quienes lloraban, reían o se sonrojaban juntos. Luego, intercambiaban un puñado de semillas conservadas en bolsas porosas y continuaban su camino.
Cada intercambio de semillas parecía natural, pero después de mirar con detenimiento y algo de prudencia noté que aquellos que llegaban encorvados se enderezaban al levantarse y avanzar a posteriori del encuentro donde recibieron semillas nuevas. El que tenía problemas motores cogía pujanza y agilidad para continuar la calzada; y aquellos con dispersión mental eran embebidos en entendimiento para proseguir sus pasos con denuedo y gran determinación.
Al ver todo aquello, mis pensamientos despegaron expelidos a alta presión y con el universo entero disponible para navegar. Me pregunté: ¿acaso las semillas son mágicas y valen tanto para tratos materiales como inmateriales? ¿Me será lícito asirme de unos cuantos puñados de las mismas? ¿Cómo podré salir de esta comunidad sin experimentar en carne propia lo que tienen? Sería perderse de la mejor porción que puede tenerse.
Sin duda, tomé una oportunidad fortuita de conversar con un anciano muy joven por así decirlo, cuya sabiduría era inmensurable, me arropó con el gabán que cargaba, mientras contaba una historia que parecía vaticinar eventos inimaginables. De momento sentí no comprender la profundidad de lo que me compartía, pero tenía una certeza en mi corazón de que hablaba verdad. Fracciones de su conversación fueron en un papiamento que no conocía, pero definitivamente entendí el mensaje en alguna dimensión, como si llegado el momento me sería revelado conscientemente el contenido de sus palabras.
Cuando se cumplió mí tiempo, tomó una brillante bolsa repleta de semillas de mostaza y me dijo: ¡ve, no temas, no te faltarán, reparte a quien sepas que las necesitan y en el camino sabrás cómo obtener más! Mis ojos se llenaron de lágrimas, y conmovida por la experiencia, retomé mi camino a casa, mientras las fuerzas peregrinas me fueron aumentadas.
@alelinssey20
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