El primer ministro de uno de los países más grandes del Caribe viaja a África oriental para pedir ayuda policial contra la violencia de las pandillas, que hace poco atacaron la penitenciaría nacional y liberaron a 4.000 presos. Fracasado el intento, sobrevuela otra vez el Atlántico, pero su avión no puede aterrizar porque las bandas tomaron el control del aeropuerto.
Un país vecino le niega permiso de aterrizaje y termina en un tercer país, mientras el sanguinario jefe de una de las principales pandillas exige su renuncia. Potencias extranjeras expresan preocupación, pero el desafortunado primer ministro queda librado a su suerte. La disolución estatal y la creciente agitación civil impiden hasta las actividades más básicas, y crece el temor a la hambruna. Al final, el primer ministro desterrado acepta renunciar en cuanto se forme un consejo de transición; pero los jefes de las bandas ahora exigen tener presencia permanente en cualquier nuevo gobierno.
Puede parecer la trama improbable de una telenovela barata, pero es exactamente lo que está sucediendo en Haití, la primera república negra del mundo, el primer país independiente de América Latina, y el lugar de la primera rebelión de esclavos exitosa en el Nuevo Mundo (1791-1804). Desde el asesinato de su presidente Jovenel Moïse en julio de 2021, el país más pobre del hemisferio occidental (y uno de los más pobres del mundo) está sumido en el caos, mientras el gobierno es incapaz de imponer algún orden. Hace ya muchos años que no hay elecciones, y el primer ministro no electo, Ariel Henry, carece de legitimidad. Pero había podido contar con el pleno respaldo del gobierno estadounidense, hasta ahora.
Hace algunos años, las autoridades haitianas hicieron un intento serio de crear una fuerza de policía profesional. Pero la Policía Nacional de Haití, diezmada en choques con las pandillas y desmoralizada por la falta de apoyo del gobierno, se ha convertido en la sombra de lo que fue. Las fuerzas armadas, que eran más conocidas por su propensión a derrocar gobiernos que por sus hazañas militares, han sido disueltas hace tiempo. El gobierno haitiano lleva más de un año buscando desesperadamente ayuda de la comunidad internacional, sin éxito.
Naciones Unidas calcula que sólo en 2023 unas cuatro mil personas murieron en actos de violencia relacionados con las pandillas y otras tres mil fueron secuestradas. Y sin embargo, ningún país del hemisferio occidental ha querido involucrarse en forma directa. Estados Unidos, por su parte, ofreció doscientos millones de dólares para cubrir los costos del despliegue de mil policías kenianos, propuesta avalada por el Consejo de Seguridad de la ONU. La idea de que tenga que ser un país de África oriental el que intervenga en el Caribe es un desafío a la credulidad, pero así de absurda es la triste situación de Haití. En cualquier caso, la oposición interna frustró el despliegue, y el Tribunal Supremo de Kenia emitió un fallo contra el plan.
Mientras Haití arde, periodistas y analistas han vertido un sinnúmero de razones por las que la comunidad internacional no debería intervenir. Sus argumentos se basan en el recuerdo de la ocupación estadounidense de Haití entre 1915 y 1934, y la crisis más reciente de los noventa, cuando Estados Unidos intervino para sacar del poder a una junta militar encabezada por el general Raoul Cédras. Como dijo en aquel momento el entonces senador Joe Biden, «Si Haití (Dios no lo quiera) se hundiera en el Caribe sin dejar rastros, o se alzara trescientos pies, no haría mucha diferencia en cuanto a nuestros intereses». Otros comentaristas ponen el acento en los aparentes fracasos de Minustah, la misión que la ONU envió a estabilizar Haití entre 2004 y 2017.
Pero la mala prensa es en gran medida infundada. Entre 2004 y 2010 (cuando Haití padeció un terremoto devastador), Minustah consiguió estabilizar el país, y lo ayudó a recuperar cierto sentido de propósito, después de la transición bastante traumática a la democracia que siguió a la caída de la dinastía Duvalier en 1986.
Estados Unidos y Canadá no son los únicos que se niegan a hacer lo necesario en Haití. Lo mismo vale para los países latinoamericanos que antes tuvieron una actuación central en Minustah: Brasil, Chile, Argentina y Uruguay. De hecho, Minustah fue la primera operación en la historia de la ONU con mayoría de tropas latinoamericanas. Ahora que la región pierde relevancia en la escena internacional, le vendría muy bien intervenir para dar respuesta a la crisis más urgente de su vecindario. ¿Quién mejor para rescatar a millones de haitianos inocentes antes de que se hundan otra vez en la violencia, la disfunción y el hambre?
Pero si el argumento moral para dar ayuda al país más pobre y más sumido en crisis del hemisferio no tiene mucho peso en el clima político internacional de estos días, tal vez sirva apelar al más puro interés propio. Dejar que los haitianos «se cuezan en su propio caldo» (mi paráfrasis de la situación actual) no sólo es cínico y éticamente indefendible; es simplemente estúpido. Los estados fallidos tienen propensión a convertirse en centros del delito internacional organizado, el terrorismo y el narcotráfico.
¿De veras queremos una Somalia en el Caribe?
Jorge Heine, profesor investigador en la Escuela Frederick S. Pardee de Estudios Globales de la Universidad de Boston, es el editor de Fixing Haiti: MINUSTAH and Beyond (United Nations University Press, 2011).
Copyright: Project Syndicate, 2024.
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