La escena transcurre en Barcelona, en 2016, durante una retrospectiva del cineasta colombiano Sergio Cabrera.
En el restaurante de la filmoteca, Cabrera y Raúl, su hijo de 18 años, ojean lo que cada quien ha encontrado en la librería del centro cultural.
El joven lee una novela gráfica, El club de la lucha, de Chuck Palahniuk. El padre, sesentón ya, ha encontrado en las estanterías un ejemplar de Mitologías, de Roland Barthes y tarda un rato en aislar un pasaje que desea compartir con el joven. Es parte de un ensayo titulado Marcianos.
Cabrera lo lee en voz alta en obsequio de su hijo y lo que copio aquí abajo es fragmento, apenas un cachito, del capítulo VII de Volver la vista atrás, la novela de Juan Gabriel cuya figura central es Cabrera:
“El misterio de los platillos voladores – escribe Barthes— ha sido, ante todo, totalmente terrestre: se suponía que el plato venìa de lo desconocido soviético, de ese mundo con intenciones tan poco claras como otro planeta. Y ya esta forma del mito contenía en germen su desarrollo planetario; si el plato dejó tan fácilmente de ser un artefacto soviético para convertirse en artefacto marciano, es porque, en realidad, la mitología occidental atribuye al mundo comunista la alteridad de un planeta: la URSS es un mundo intermedio entre la Tierra y Marte”.
«Eso era China entonces», dijo Sergio. Para nosotros, quiero decir. La mitología occidental atribuye al mundo comunista la alteridad de un planeta…Está bien, ¿no? Yo tendría uno veinte años cuando descubrí este libro. Y pensé que sí, que así era. Así era estar en China en esa época».
«Todos marcianos», dijo Raúl.
«Un poco, sí».
«Pues yo tenía otra impresión», dijo Raúl. «Me habías hablado de otra cosa».
«¿Otra cosa?»
«No sé. Me has hablado de China como si fuera tu propia tierra».
En su libro Breviario de saberes inútiles, el historiador y sinólogo belga Simon Leys afirmó, ya en 1990, que Mao y su brutal Revolución Cultural fueron a Karl Marx lo que el vudú al cristianismo. Leys se hizo célebre en los años setenta cuando, en su libro Los trajes nuevos del presidente Mao, denunció, volando en solitario, la catástrofe humana que trajeron consigo los años de la Revolución Cultural que causó la muerte a 2 millones de personas. Pues bien, ese fue el mundo marciano en que Sergio se hizo adulto y del que hablaba a su hijo.
Juan Gabriel Vásquez advierte en un breve posfacio que su libro “es una obra de ficción, pero no hay en ella episodios imaginarios”. Explica que no se trata de una paradoja porque su estrategia narrativa sigue la admonición de Ford Madox Ford que brinda como epígrafe: “Pues, según nuestra visión, una novela debería ser la biografía de un hombre o de un caso, y toda biografía de un hombre o un caso debería ser una novela”.
Cuando cerré al fin esta novela, luego de tenderme a mí mismo infinidad de pueriles celadas solo por prolongar el deleite lector durante el confinamiento que impuso la pandemia, pensé en la venturosa afinidad electiva de Vásquez con Joseph Conrad y, transitivamente, con Ford Madox Ford, socio literario del autor de Nostromo y autor de El buen soldado, una de las más perfectas novelas escritas en cualquier idioma durante el siglo pasado.
En Historia secreta de Costaguana (2007), Vásquez recuperó paródicamente, con arrojo y brillo estilístico, los orígenes no tan solo literarios sino también metafísicos del país de embuste creado por Joseph Conrad y en el que venezolanos y colombianos tenemos un espejo implacable.
Vásquez se propuso hace años escribir la biografía de su amigo Sergio Cabrera (Medellín, 1950), uno de los más singulares cineastas de nuestra América, con la restricción estilística de hacerlo tal como quiere Ford, imprimiéndole al proceso un extremado celo por las misteriosas y severas reglas del arte de novelar. El resultado ha sido la novela de las distopías del siglo XX que solo un escritor latinoamericano de admirables ambiciones podía componer.
Las semillas del tiempo que Vásquez examina son las de una familia de refugiados de la guerra civil española, llegados a República Dominicana a fines de los años treinta. Un desprendimiento del clan, encabezado por Fausto Cabrera, padre de Sergio, llega a Colombia a tiempo de hacerse un lugar destacado como actor en la naciente televisión local.
Fausto alcanza a ser un pater familias atrabiliario, fanático de la versión china del marxismo-leninismo que, a mediados de los años sesenta, es invitado a ser lector de español en la mejor academia de idiomas de la República Popular China. La familia se aloja en una especie de hotel Overlook pequinés.
Vásquez despliega en aquellos días de Pekín el artefacto de un conmovedor bildungsroman. Sergio y, su hermana, Marianella, aún adolescentes, aprenden el chino y se hacen guardias rojos. Eventualmente, viven solos en la desierta vastedad de una especie de hotel Overlook pequinés, pues sus padres han regresado a Colombia para unirse a la guerrilla —maoísta, desde luego— del EPL colombiano. El argumento se desarrolla, arbórea y brillantemente, hasta nuestros días pero hasta Pekín no más les cuento.
Un buen libro de ficción es un curso con meandros y recodos en los que fulguraciones de tus más queridas lecturas te aguardan y te saludan al pasar. Sabes que libro es verdaderamente grande cuando esos ribazos, esos afluentes, no son necesariamente calculadas deliberaciones del autor: él no tiene nada que ver en el asunto, las depara tu memoria lectora y suelen ser de orígenes enigmáticamente dispares.
Las andanzas de Sergio y Marianella en Pekín, por ejemplo, me hablaron a un tiempo de Sofía y Carlos, los huérfanos adolescentes de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, seducidos hasta el arrebato por el revolucionario Víctor Hughes en La Habana de 1790. Y también de Jim Graham, el niño huérfano y realengo del Shanghai ocupado por los japoneses en El imperio del sol de J. G. Ballard.
Volver la vista atrás es una gran novela porque es una biografía y es una biografía extraordinaria porque es una novela. Las últimas cincuenta páginas son sencillamente atenazantes.
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