Si por Cristina Guzmán fuera, habría que decir que ella nació por generación espontánea. La muchacha que a los 21 años de edad manejaba una librería, famosa por su clientela política de izquierda, que entre los 20 y 30 años tuvo su actuación política izquierdosa y acudía a manifestaciones callejeras, que organizó la primera exposición seria sobre los orígenes de la fotografía en Venezuela, que editó a Reinaldo Arenas, que ahora no tiene ningún interés en la actividad política, que está como salida de la realidad, nunca ha querido hablar con nadie de sus antepasados. Se siente distante de su familia, a veces como avergonzada de ella. Ha roto con los moldes tradicionales de la familia. Ella ha querido ser ella, no la esmirriada niñita bien del colegio San José de Tarbes que llegaba a clases y la llevaban de vuelta a su casa en el enorme Cadillac negro de un ministro del gobierno, su padre.
La nostalgia que siempre acompaña a Cristina Guzmán apenas logra hacerle evocar el retrato desvaído de su abuelo, el general Vincencio Pérez Soto, perteneciente al escogido círculo gobernante durante la dictadura gomecista; y la enorme biblioteca atestada de fascinantes libros de su padre, el doctor Pedro Guzmán, ministro de Hacienda durante la dictadura perezjimenista.
“De niña, de adolescente, la lectura era mi diversión favorita, la llave que me abría el mundo. Me anunciaba mi porvenir. Yo presentía mi destino a través de las heroínas de las novelas, con quienes me identificaba a plenitud. Influyó poderosamente el hecho de que mis padres eran grandes lectores. La habitación más importante y cuidada de la casa siempre fue la biblioteca, toda de madera, silenciosa y oscura, sin duda el sitio preferido por mí. En los momentos ingratos de la juventud, la lectura me salvó de la soledad. Más tarde, me sirvió para ampliar mis conocimientos, para multiplicar mis experiencias, para abrir los ojos a través del ancho mundo que sentía tan cerca y tan lejos y, sobre todo, para comprender mejor la condición de ser humano. Debo confesar que, hoy en día, aunque leo mucho menos, no dejo de tener alrededor mío, en gran desorden, libros, libros y más libros. Cuando me despierto, o antes de dormir, o estando de viaje, en cualquier ciudad, siempre trato de encontrar un rato para leer. Ninguna ocupación me parece más natural. La alegría que me proporciona la lectura no se ha embotado en mí. Desde pequeña me maravillaban esos pequeños signos negros que me precipitaban al mundo y me hacían pensar que salía de mis cuatro paredes. Los libros fueron, en realidad, mis grandes compañeros. Aparte de leerlos, siempre sentía la tentación de ordenarlos, no sabía cómo: las interrogantes del autor, el título o el tema persistían en mí. Para leer, me gusta anularme un poco. En muchos casos leo solo por el placer de leer, más que por lo leído. Sucede con frecuencia que mi primera lectura es demasiado rápida y no bien termino el texto tengo que recomenzarlo. Hoy no leo con tanta variedad. La lectura meramente informativa no me interesa para nada. Leo, básicamente, la lectura que podríamos llamar de comunicación, la que ‘echa el cuento’, en la cual el autor no pretende trasmitir ningún saber misterioso y profundo, sino dar a través de su universo, el sentido de su ser en el mundo y, así, durante la lectura siento que vivo en la piel del otro. También, hago lecturas por mera diversión: de espionaje, policíacas… Me resigno, pues, a ignorar muchas cosas”.
“Llegué a ser dueña de la librería Cruz del Sur, por una serie de nostalgias. La nostalgia siempre está en mis actos. Cruz del Sur era una de las más antiguas de Caracas, había durado mucho en el centro y luego se había mudado a Sabana Grande. Era una gran cosa para mí, y la compré, a Violeta Roffé. Mi ocupación de librera vino, por lógica, derivada de todo esto. No puedo dejar de recordar que cuando viví en Madrid de adolescente, veía en el famoso Paseo de la Castellana, en el mes de abril, con el más bello inicio de la primavera, cómo la hermosa avenida se llenaba de stands de las más conocidas casas editoriales. Era la Feria del Libro Español, y yo la paseaba de arriba abajo con una suerte de nostalgia y atracción por el oficio de todas aquellas personas que se ocupaban de esto. En esa época, leía cualquier cosa que me caía en las manos: Hesse, Kafka… Entendía muy poco, pero no me preocupaba. De repente, llegó un verano en que mi hermana mayor me mandó varios libros de autores venezolanos, Gallegos, Uslar Pietri… Sentí que estaban más cerca de mí. Muchos años después, ya viviendo en Caracas, una tarde paseaba por Sabana Grande comprando libros, viendo las vitrinas y, de repente, me encontré frente al escaparate de una librería con los libros dispuestos de una manera muy especial, y con un logotipo maravilloso (luego supe que fue diseñado por Gert Leufert) y entré a registrar. La sorpresa fue mayor cuando detrás de un escritorio estaba sentada mi prima Mimina Carrero, y de inmediato me surgió la idea de pedirle que me dejara estar allí, trabajar en algo, estar cerca de los libros. La atmósfera de esa librería poseía algo que nunca olvidaré. Su existencia fue corta, pero no creo que habrá en Caracas una librería con el encanto de El Búho. Al cerrar El Búho, estuve un corto tiempo trabajando en una galería de arte. La pintura suscita en mí alegrías análogas, pero los datos pequeños, sensibles, desempeñan un papel inmediato más importante. Luego, apareció el proyecto de una librería especializada en arte en la sala de exposiciones de la Fundación Mendoza. El proyecto al punto me conquistó, y estuve allí cerca de dos años, hasta Cruz del Sur. Cruz del Sur es una librería particular. Casi todo su material es especializado. De pronto, pueden aparecer en sus estantes seis libros distintos sobre el mismo tema. Se complementaba con numerosas actividades al margen. Quizás parecerá un poco vanidoso de mi parte, pero en Cruz del Sur han sucedido cantidades de cosas muy importantes y maravillosas, desde impulsar la fotografía en Venezuela, con exposiciones y libros, antes del momento en que surgió la Fototeca; hasta conferencias sobre ecología (las primeras fuera de la universidad), sobre teatro, cine; presentaciones de libros y revistas, exposiciones de jóvenes artistas, quienes luego de exponer en Cruz del Sur era frecuente que se destacaran en algún salón. También, en Cruz del Sur ocurrieron miles de debates, y funcionaba con horario nocturno, como en las grandes ciudades”.
Le preguntamos: ¿por qué no te has dedicado a ser periodista o novelista?
“Nunca se me ha ocurrido estudiar periodismo. Una vez, estudié sociología, pero luego me dediqué a mi librería, nada más. No creo que mi imaginación llegue a tanto como para escribir una novela, pero en cambio he escrito reportajes, y libros”.
“Edité dos libros: La vieja rosa, de Reinaldo Arenas, y El libro de la salsa, de César Miguel Rondón, pero no me siento editora. Y reconozco que el peor de mis defectos como librera es que no me gusta vender libros. Los quiero tener junto a mí, prefiero regalarlos y saber que van a ser igualmente apreciados. El libro tiene algo de sensual, tocar sus páginas, ver cómo están colocadas las fotos, las ilustraciones. A veces pido a Suiza o a Italia unos libros hermosísimos, con papel finísimo, raros, de calidad. Traigo dos o tres, porque no hay muchos compradores, y entonces no quiero salir de ellos, me los llevo a mi casa, que está repleta de libros. Una vez mi hijo me dijo: ‘Mamá, no me sigas regalando libros. Cómprame un avioncito…’”.
Y ¿qué harás ahora?
“En la actualidad, la librería no da pérdidas ni ganancias. Subsiste, quizás sea porque ahora Cruz del Sur es más especializada. Además de la literatura grata a la izquierda y a los políticos, tiene mucho material de arte. Hay librerías que dan ganancias, y no son pocas. Lo que pasa también es que aquí no hay un hábito extendido de comprar libros. Tengo amigos que van a Le Club, que tienen apartamento en Miami, pero que no le ves ningún libro andando por su casa. En una primera etapa pensé que la librería sería para mí un negocio; luego, fue una proyección de mi personalidad al convertirla en sitio de exposiciones de arte y de fotos. Y hay una tercera etapa en que estoy alejada de la librería; prefiero escribir para El Diario, por ejemplo, que estar sentada allá”.
“Hago contacto con los libreros y librerías del exterior viajando y a través de los catálogos y revistas especializadas en la materia. Solo me interesó algo hacer la diagramación de un libro con La vieja rosa. Y en cuanto a los clientes, hay algunos que buscan un best seller, y hay el cliente viejo con quien uno conversa, y hasta bebemos un café. A una muchacha de 18 años le recomendaría la lectura de Herman Hesse”.
Y, ¿la política?
“Estoy ausente de la política, ni siquiera leo a quien está muy metido en ella, a pesar de estar cerca, muy cerca de mí. Cuando tenía 20 años, salía a la calle a manifestar incluso, pero ahora estoy como fuera de la realidad. De los periódicos solo leo sus espacios de cultura, y estoy por completo al margen de las luchas feministas. Creo en la lucha individual como mujer, fui librera independiente a los 21 años, sola. Claro, me siento limitadísima como mujer, lo veo en mi trabajo, en la forma como me tratan los clientes, en tantas cosas”.
Y, ¿la moda?
“En relación con la moda, compro al azar, a veces cosas caras, a veces baratas. No me guío por patrones. Me ayuda mi tipo y es fácil encontrar los trajes que me quedan bien. Nunca compro aquí nada. No puedo permitirme ese lujo: el ta barato existe. Me maquillo como me da la gana. Voy a la peluquería sólo a cortarme las puntas. Tengo mis canas al aire, no las oculto. Como la comida que quiero, no sigo dietas, tengo una debilidad absoluta por los hombres, me fascinan, con tal que sean más altos que yo”.
Cristina Guzmán mide 1,56 metros.
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