Pablo Iglesias ha abierto un bar en Lavapiés, buen barrio y buen consejo, de nombre Garibaldi, lo que encierra una paradoja: por muy partisano que lo vea, es uno de los protagonistas de la unificación de Italia: un nacido en Niza peleó por cohesionar a su país, sin visitar al Junqueras de la época en la cárcel y sin alimentar, como hace ahora el empresario de la hostelería, a los Otegi y Bildu de la época.
La contradicción es muy típica de la izquierda universitaria con poca calle y mucho despacho, que va a las marchas del Orgullo con camisetas del Che Guevara, notable homófobo como Fidel, leales ambos a la definición germinal del gay de José Martí en su ensayo Nuestra América: «Es un ser afeminado incapaz de construir una nación» o «inservible detritus del materialismo moderno». Luego vas y los cascas, amigo arco iris.
Pero más allá de las espantosas sentinas donde abreva el neocomunismo español, blanqueador del caciquismo hispanoamericano, adalid del independentismo xenófobo y devoto del estalinismo genocida, un respeto para el civil Iglesias.
Y no es ironía. Que su mejor servicio a la política haya sido dejar la política y ayudar a retratar a Pedro Sánchez y a su sucesora a título de traidora, Yolanda Díaz, ya fue un buen primer paso para compensar todos los daños que hizo en activo, menores a los de su padrino político, José Luis Rodríguez Zapatero y a los de su socio ocasional, el actual presidente, pero en todo caso inmensos.
A partir de ahí, todo han sido gestos respetables: crear una televisión privada que no se financia con las subvenciones encubiertas de tantas otras corporaciones mediáticas, desde la que glosa las vergüenzas infinitas del yolandismo y del sanchismo y ahora una taberna, desde la que lanzará productos infantiles para rojos de salón, pero pagándoselo ellos.
Nada que objetar a que sirva el «Fidel Mojito», el «Che Daiquirí» o el vegano «No me llamen Ternera» para revolucionarios de pilates, con la condición de que el usuario de las pócimas se las sufrague de su bolsillo y el receptor de su dinero genere un poco de empleo digno, algo de ingresos a las arcas públicas y un poco de iluminación y limpieza a la calle.
No hay ironía en las palabras: con no ir a Garibaldi ni ver Canal Red tiene uno solventado el asunto. Con entender que una democracia se consolida en la comprensión de la disidencia, en el combate democrático a ella y en el reconocimiento de la libertad del mercado, es suficiente.
Una lección de primero de demócrata que no abunda en las actuales letrinas del poder ni en la práctica totalidad de la izquierda española, convencida de que su supuesta autoridad moral legitima la persecución, el rechazo y la abolición de toda alternativa política, mediática, ciudadana y económica a sus catecismos infalibles.
El número de exministros que se ha buscado una embajada, un observatorio o un Consejo de Administración sin saber idiomas ni contar, con las neuronas justas para no mearse encima y la lealtad ovina al Patrón como único mérito, es infinito.
Y llega uno, el más efímero y presuntamente dañino de todos ellos, y al dejarlo se mete a empresario, con sus nóminas, sus declaraciones de IVA y de impuesto de sociedades, sus licencias comerciales, sus retenciones y el atraco fiscal que, si le va medio bien, tendrá que sufrir para que Sánchez pueda llenar de queroseno hasta las trancas el depósito del Falcon y marcharse a la República Dominicana con su Begoña.
Si en el pecado está la penitencia, la de Pablo Iglesias está siendo ejemplar. Cualquier día le ficha la CEOE para que dirija la sección «Baretos y economía circular: la perroflautez como nuevo nicho de empoderamiento». Un respeto, un aplauso y, venga, unos mojitos de ésos, camarada, a la salud de Fidel, el de Aída, que también tiene un trago.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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