En una economía competitiva, las fuerzas del mercado promoverán la eficiencia. Los factores de producción se emplearán en actividades donde el valor del producto marginal sea relativamente elevado. Así las cosas, la movilidad de los factores determinará el valor dado al producto por los compradores. Se trata –como apunta J. E. Meade, premio Nobel de Economía–, “…de beneficiosas fuerzas competitivas de mercado [que] deben explotarse, siempre que sea posible, cuando de lo que se trata es de diseñar instituciones y políticas económicas…”. Más adelante, Meade se referirá a las razones fundamentales para ejercer cierto control y observación, con la finalidad de preservar el bienestar económico. En ello justifica determinadas medidas de planificación, así como también controles temporales que tendrían el propósito de estabilizar el sistema, incluso políticas de redistribución del ingreso, entre otras. Lo dicho naturalmente contrasta con el pensamiento de von Mises, para quien la intervención gubernamental en la economía –sea cual fuere la razón invocada–, acarrearía en términos generales un resultado ajeno al natural, siendo en consecuencia perjudicial para la sociedad –recordemos que su axioma traduce el liberalismo como la responsabilidad individual, la propiedad privada de los medios de producción, el libre mercado y un gobierno constitucionalmente restringido–. Ambas aproximaciones llevan razones de respaldo y –a nuestro parecer– sus fortalezas y aplicabilidad dependerán de ciertas y determinadas circunstancias de tiempo y lugar.
El caso venezolano no se inscribe en ninguna corriente de pensamiento económico. Ni liberalismo, ni planificación centralizada, ni posturas relativamente intermedias como la de Meade. Tampoco existe en el nivel gubernamental, una noción clara del significado que tiene el crecimiento económico y la confianza. Lo que hemos vivido en los años que van corriendo del siglo XXI, es una secuencia confirmada de disparates acuñados en políticas públicas, aunada a una imperdonable destrucción de valor en los ámbitos público y privado de la economía nacional. Recordemos que a finales de 2017 comenzaron a sentirse los efectos de una desenfrenada elevación de los precios de bienes y servicios en el país –aunada con la terrible pérdida acumulada del valor real de la moneda de curso legal–. Venezuela se encontraba envuelta en un acelerado ciclo inflacionario sin tendencia al equilibrio, cuyas causas están asociadas a los agobiantes controles y regulaciones de precios y a la simultánea emisión de dinero inorgánico para atender el déficit presupuestario del gobierno central –se unieron la fuerte caída de los ingresos fiscales y la empecinada exigencia de mantener el gasto público en niveles insostenibles–. Pronto tendrá lugar un proceso lento e incompleto de reformas que incluirán entre otras medidas, el levantamiento de algunos controles, una cierta reducción del gasto fiscal y la derogatoria del hasta entonces vigente Régimen Cambiario y sus Ilícitos, instaurándose la dolarización de la economía nacional como alternativa idónea para destrabar las operaciones de intercambio.
En términos generales, cuando hablamos de crecimiento económico, nos referimos al incremento experimentado por ciertos indicadores, tales como la producción de bienes y servicios, la elevación del gasto de energía, el mayor consumo per cápita, el ascenso del ahorro y de la inversión, entre otros, y a los cuales debe añadirse una balanza comercial relativamente favorable. ¿Quién puede válidamente sostener que todo eso está ocurriendo en la Venezuela de nuestros días aciagos?
Como quiera que el crecimiento económico suele medirse en porcentaje de aumento del Producto Interno Bruto ajustado por inflación, y en vista de la ligera elevación que se ha registrado en la producción petrolera y en algunos rubros agroindustriales, concluyen ciertos optimistas y creadores de narrativas imaginarias, que Venezuela últimamente ha retomado la senda del desarrollo. Cuantitativamente no hay duda de que los números han mejorado de manera muy exigua, pero el análisis cualitativo de la economía de la población venezolana deja mucho que desear. Y para ser aún más objetivos, tampoco hay duda de que las medidas adoptadas en años recientes –la dolarización y la liberalización de ciertas actividades–, han tenido un impacto favorable. Claro que los cambios en la economía sean grandes o pequeños, producen sus resultados.
Si profundizamos en el análisis cualitativo previamente referido, caeremos en cuenta del descenso que exhiben los factores del crecimiento económico, a saber, los recursos naturales, los recursos humanos, la formación de capitales, la innovación y el cambio tecnológico –esenciales al aumento de la productividad– y no se diga la estabilidad institucional y del sistema sociopolítico. Es evidente que el crecimiento económico registrado recientemente en Venezuela, no se ha traducido en bienestar para la población –hay una indiscutible correlación entre el PIB per cápita y el bienestar colectivo, aunque siempre cuestionada por el pensamiento de izquierdas–.
De igual manera, si analizamos el acontecer político de los últimos tiempos, tanto como el infortunado desplome del Estado de Derecho y de las instituciones del Sector Público, es fácil comprender el bajísimo nivel de confianza que existe en Venezuela en estos momentos. Y ello concierne no solo a la ciudadanía en general, sino especialmente a los agentes económicos y a la comunidad de naciones civilizadas. No olvidemos que la confianza como principio –en lo económico deriva esencialmente del respeto a la Ley– fomenta lazos personales y sociales que contribuyen poderosamente al desarrollo nacional y a las buenas relaciones a nivel internacional –determinantes para la entrada de capitales foráneos al país–. En otras palabras, no habrá crecimiento económico sin confianza.
Lo anteriormente expuesto, nos lleva a concluir que solo el cambio político pacífico y en democracia –eso propone la inmensa mayoría de ciudadanos con derecho al voto popular– podría devolvernos a los niveles de confianza y posibilidades de crecimiento económico existentes a vuelta de siglo –lo que Venezuela vivió alrededor de la exitosísima apertura petrolera, es muestra palmaria de confianza en la industria, en el sistema democrático, en el país que perdimos y que hoy nos es dado recuperar sin excluir a ningún grupo de pensamiento y acción–. Para ello la sociedad en pleno y su renovado liderazgo político, impulsan el gran acuerdo nacional que nos permitiría superar el actual estado de cosas, prescindiendo de la bastarda conseja de aquellos que proponen planes alternativos, para dejarlo todo como está.
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