Muchos lectores recordarán la época en que Cúcuta –su nombre oficial es San José de Cúcuta–, capital del Departamento de Norte de Santander de Colombia, atraía a los viajeros venezolanos como destino de compras: bastaba con cruzar la frontera para encontrar la más amplia variedad de mercancías a precios competitivos. La fortaleza de la moneda venezolana de entonces así lo permitía.
Cúcuta, y las ciudades de Ureña y San Antonio, en el estado Táchira, conforman un triángulo de carácter histórico, un mundo fronterizo vivo, que implica intercambios culturales, lingüísticos, económicos y comerciales que han fluido a lo largo de las décadas, incluso en los momentos en que las relaciones diplomáticas entre los dos países estuvieron afectadas por tensiones.
Cúcuta tiene ahora una población aproximada de 660.000 habitantes. A diario, 30.000 venezolanos cruzan el Puente Internacional Simón Bolívar, signados por la desesperación. Son, y esto es esencial, personas que escapan, que huyen en busca de alguna solución para sus existencias destruidas. San Antonio, en otro tiempo una ciudad vibrante y en movimiento, es una especie de ciudadela fantasma, de comercios cerrados y personas desempleadas.
Estuve en Cúcuta varios días: conversé con muchos venezolanos y conocí sus historias; escuché las opiniones de cucuteños; tuve la ocasión de intercambiar con autoridades colombianas, en las que encontré una actitud de amplia comprensión hacia la crisis venezolana. En la televisión colombiana apareció la dueña de un pequeño abasto de Cúcuta. Cuando le preguntaron su opinión sobre la presencia de venezolanos en la ciudad, su respuesta fue: “A mí no me importa que vengan aquí, lo que me importa es el sufrimiento que viven en su país”.
Mi percepción es que esa actitud de solidaridad y comprensión es predominante. Hay autoridades e instituciones haciendo extraordinarios esfuerzos por controlar una situación que es de enorme complejidad. Una parte de esos visitantes regresa a Venezuela el mismo día: compran alimentos, o buscan remesas que familiares les envían a agencias bancarias en Cúcuta, y hay quienes venden productos provenientes de las bolsas CLAP –que tienen precios subsidiados– para obtener un poco más de dinero y, así, disponer de dinero adicional para realizar otras compras.
Una parte de esos visitantes busca trabajo en Cúcuta o en sus alrededores. Huelga decirlo: a veces lo logran, a cambio de salarios y condiciones laborales de extrema precariedad. Hay grupos que siguen a Bucaramanga a pie: son casi 200 kilómetros, que exigen no menos de 50 horas de marcha. Muchos son los que acampan al lado de las carreteras, durmiendo a la intemperie y en situaciones de mucho riesgo. Otro porcentaje de venezolanos hacen largas colas y adquieren boletos de bus para ir por tierra a Ecuador, Perú, Chile o Argentina. Eso significa nada menos que días y días de viajes que pueden prologarse hasta por toda una semana.
Tal como ocurre en otras partes del planeta con refugiados y exiliados, las más diversas mafias acechan al caudal venezolano: las que intentan captar a las jóvenes para la prostitución; a los hombres jóvenes para la guerrilla o los grupos paramilitares; los que buscan apropiarse de los niños para la industria ilegal de adopción; los que compran adornos y joyas; los que cuidan maletas; los que portan maletas; los que asaltan a viajeros que, en la práctica, viajan al límite de sus recursos; los que venden llamadas telefónicas; los que venden dinero falsificado; los que alquilan habitaciones en pensiones que no existen. Los que ofrecen protección ante las mafias, es decir, ante ellos mismos.
La lista de asedios es todavía más numerosa y riesgosa: desde el estado Táchira, emisoras de radio de la guerrilla del ELN, que apoyan a Maduro, transmiten sin que Conatel haga nada al respecto. Hay refugiados que narran incursiones del Sebin, que se interna en territorio colombiano en búsqueda de opositores que han logrado escapar de Venezuela. Los relatos de cómo la Guardia Nacional Bolivariana asalta a los venezolanos que regresan y los despojan de una parte de la comida o los medicamentos que llevan a sus familiares son recurrentes.
En Cúcuta y en Colombia hay una preocupación constante: que las cosas empeoren. Han ocurrido episodios de violencia, por fortuna aislados, que podrían volverse crónicos. El Nacional publicó el 19 de abril una información que daba cuenta de unos panfletos que aparecieron en parques de Cúcuta, en los que se amenazaba a supuestos delincuentes venezolanos. El conflicto armado entre el Ejército Paramilitar del Norte –EPN– y el ELN contiene el potencial de la intensificación. Hay preocupación por la cuestión del incremento de las lluvias y del impacto que podrían tener en la disponibilidad de alimentos. Estas y muchas otras cuestiones forman parte de los factores de conflictividad que persisten en la zona.
Pero hay todavía otra cuestión, que está en el núcleo de las preocupaciones de todos los involucrados: que, tras las elecciones fraudulentas del 20 de mayo, la huida de los venezolanos alcance proporciones todavía mayores: 40.000, 50.000 personas que, a diario, cruzarían el Puente Internacional Simón Bolívar. Si ello llegase a ocurrir, entonces la cuestión adquiriría el carácter de una crisis humanitaria, ya no limitada al territorio venezolano, sino ramificada hacia el territorio de la República de Colombia.
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