Nietzsche creyó, en plena modernidad que, tras el desarrollo de las ciencias y las nacientes estructuras y organizaciones sociales y políticas, en un período conocido como de decadencia del mundo cristiano burgués o de «secularización de la esperanza», sobrevendría “una crisis como no ha habido igual en la tierra… Cuando la verdad entre en conflicto con la mentira de miles de años…”.
El deterioro actual del valor integrador de los pactos constitucionales de los Estados, mientras cada gobernante reelabora el suyo al arbitrio, o lo reescribe para hacerle decir lo que no dicen al fin de diluir los límites entre la verdad y la mentira: “la mentira política –la legalización de la ilegalidad – como instrumento normal y fisiológico del gobierno”, precisa Piero Calamandrei (1889-1956) en Il fascismo come regime della menzogna, 2014; o la misma experiencia de la libertad, que esta vez cede mientras crecen y son exacerbados – en suerte de paradoja – los derechos humanos como ríos sin cauce natural, desfigurados en su esencia y para responder de modo proselitista al deslave de identidades al detal que se observa y estimula; son, de conjunto, algunos de los síntomas demostrativos de una ruptura epistemológica que pocos alcanzan a comprender. Al desaparecer las solideces culturales e institucionales, que no se reducen a las políticas, al conjunto social se le desintegra y dispersa, se le hace migrante sin arraigo ni raíces hacia sus adentros y hacia afuera, y el lazo de afecto que le sostiene. anclado en el espacio y prorrogado en el tiempo – desaparece. Hoy, se cree, sólo restarían las identidades que a cada uno les ofrece su propio espejo y la percepción sensorial.
Lo que domina ahora es, lo repito, la liquidez. Es lo inédito. La recoge como idea Joseph Ratzinger para interpelarnos: “Se trata de elegir entre una ciudad «líquida», patria de una cultura marcada cada vez más por lo relativo y lo efímero, y una ciudad que renueva constantemente su belleza bebiendo de las fuentes benéficas del arte, del saber, de las relaciones entre los hombres y entre los pueblos”, dice a los venecianos, en 2011.
Es explicable, así, que en cada localidad y en una hora de deslocalización globalizada e instantaneidad acultural, mientras unos bregan para sobrevivir en medio de la incertidumbre, otros, confundidos, quienes no superan o no disciernen sobre el alcance de la deconstrucción en curso, apenas se afanen como indignados en la búsqueda de culpables por las inseguridades presentes; ora por desafiar o negarse estos al «culto de lo efímero» que avanza, y para llevarlos a la hoguera. Entre tanto, otros se dejan arrastrar, anestesiados, por el narcisismo digital y el mundo de los algoritmos, como religión profana de la soledad. Durante la modernidad citada, cuando menos, cada cristiano «privatiza» o reduce a cuestión estrictamente individual su relación con Dios. Esta vez, como en la cueva de Platón, lo hace con su sombra.
“Existe [para las generaciones del siglo XXI] sólo el hombre en abstracto, que después elige para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya. Se trata de una negación radical de la creaturalidad y la filialidad del hombre, que acaba en una soledad dramática”, dice Benedicto XVI en 2013. Antes, en 2010, expresa lo siguiente “Hoy no pocos jóvenes, aturdidos por las infinitas posibilidades que ofrecen las redes informáticas u otras tecnologías, entablan formas de comunicación que no contribuyen al crecimiento en humanidad, sino que corren el riesgo de aumentar el sentido de soledad y desorientación”.
El complejo adánico surge, así y lo repetimos, como obra de la amnesia colectiva establecida y dada la reescritura de la historia que se impone. Se le hace creer a cada individuo que, como pequeño dios, puede, además, moldear a su antojo a la naturaleza humana hasta hacerla mutar. De donde se viene trastornando la experiencia vital y cultural de los hombres – varones y mujeres – y cada uno, por ende, se siente libre de poder decidir sin ataduras acerca de su conducta y juzgar su corrección dentro de una realidad que deconstruye a la vez que globaliza en medio de un desierto sin referencias ni astrolabios. Se niegan el sentido del lugar y el valor del tiempo, cabe enfatizarlo. Y a la manera de un Jupiter Tonante, cada uno y cada cual señala con su dedo y al capricho a los malvados de circunstancia. Se le podría llamar a eso, entre los americanos y a riesgo de darle una relevancia que no merece, el «efecto Bukele».
No es casualidad, lo narran las crónicas de Suetonio, que Augusto pusiese al Tonante como portero al lado del Júpiter Capitolino, como para restarle adoradores a este o discernir sobre quienes o no pueden ingresar a la iglesia, en el 22 a.C. Aquél le impresionó por tener la fuerza para fulminar truenos y rayos, mientras que el Capitolino, a la par que Roma dictaba sus leyes, imperaba en cielos y tierra como “verdadero señor y protector de las ciudades libres”, según lo narra la mitología de Hermann Steuding (1850-1917).
He aquí, in extensu, una primera enseñanza de papa Ratzinger que nos lega y es apropiada para la reflexión sobre este primer conjunto de aproximaciones o de hechos o fenómenos esbozado:
“Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy aún más necesario, precisamente por la crisis de verdad en que nos encontramos. En la cultura contemporánea se tiende a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: es verdad aquello que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad porque funciona y así hace más cómoda y fácil la vida. Hoy parece que ésta es la única verdad cierta, la única que se puede compartir con otros, la única sobre la que es posible debatir y comprometerse juntos”, refiere en la encíclica que redacta y hace propia para su magisterio Francisco (Lumen Fidei, 25).
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