Hace un cuarto de siglo, Venezuela se encontraba en un momento de transición histórica. El modelo de democracia civil conocido como el Pacto de Puntofijo se acercaba a sus cuatro décadas de vigencia. Con ello, llegaba a un innegable deterioro, más allá de las numerosas cosas positivas que también aportó al país.
Al electorado se le presentaron en aquel entonces toda una oferta de candidatos presidenciales de los más diversos matices y edades. Superaban la docena. Desde representantes del sistema establecido hasta generaciones más jóvenes que querían avanzar e incluso, quienes querían romper con todo lo anterior e intentar un salto al vacío.
Para aquel momento, la imagen del país era muy diferente a la que conocemos hoy en día. Recordar cómo era Venezuela hace un cuarto de siglo nos lleva a una época de relativa estabilidad económica y social, en la que el país gozaba de una posición privilegiada en América Latina.
En aquellos días, las bolsas de comida no eran una necesidad, ya que el ciudadano promedio tenía suficiente ingreso para hacer su mercado; la gasolina se obtenía sin colas de ningún tipo; las escuelas funcionaban con normalidad durante los cinco días de la semana, los pensionados podían adquirir sus medicamentos en cualquier farmacia y el crédito bancario estaba al alcance de la población. Venezuela era reconocida por una economía próspera, sustentada en su ya entonces consolidada industria petrolera, y por su sistema democrático relativamente estable.
Sin embargo, en aquellas elecciones del 6 de diciembre de 1998 se decidió apostar por algo nuevo y distinto. Una propuesta que estaba por fuera de las ofertas tradicionales de las cuatro décadas previas. Un exmilitar carismático que prometía arreglar las falencias de quienes habían gobernado en los últimos tiempos y que decía a la gente lo que esta quería escuchar.
El destino se selló. Se implosionó todo lo que se había hecho anteriormente. Tanto lo bueno como lo malo. El país se reseteó. Borrón y cuenta nueva. Nos precipitamos desde una época de relativa estabilidad económica y social hasta una profunda crisis sin precedentes, que incluso trajo enfrentamientos nunca vistos entre venezolanos.
A medida que avanzaron los años y se consolidó el nuevo gobierno, el panorama del país comenzó a transformarse. A partir de 2013, la economía venezolana empezó a sufrir un fuerte deterioro, con una caída dramática del producto interno bruto (PIB) y una hiperinflación desenfrenada que ha erosionado el poder adquisitivo de los ciudadanos.
Según estimaciones del Fondo Monetario Internacional, en 2018 Venezuela habría vivido su tercer año consecutivo con una reducción superior al 10% de su producto interno bruto, catalogando esta situación como «una de las peores crisis económicas de la historia».
Esta situación ha impactado profundamente en la calidad de vida de los venezolanos. La dificultad para acceder a alimentos y medicinas se ha convertido en una realidad cotidiana, mientras que los servicios básicos como la electricidad y el agua han visto un deterioro en su funcionamiento, que se ha profundizado con el paso del tiempo.
En líneas generales, se ha cambiado del todo la cotidianidad nacional. El ciudadano siente que es más cuesta arriba el simple hecho de existir; mientras las generaciones más jóvenes preguntan si siempre ha sido así y quieren escuchar los cuentos del pasado de sus padres y abuelos.
La globalización lleva a tener acceso a contenidos que llegan de otras latitudes y también allí se compara lo que se vive aquí con lo que se puede ver en distintos lugares.
En el ámbito cultural, Venezuela ha perdido buena parte de su esplendor pasado. Festivales de teatro, exposiciones artísticas y promoción de la literatura han sido relegados en medio del prolongado revés que atraviesa el país.
Al hacer un balance de estos veinticinco años surge la pregunta inevitable: ¿estamos mejor ahora que antes? Las cifras y la realidad cotidiana sugieren que la respuesta es negativa. Si bien es cierto que el haber enarbolado la bandera de los avances sociales fue una gran promesa electoral y creó conciencia al respecto, la situación actual de Venezuela refleja un deterioro significativo en todos los aspectos de la vida cotidiana.
Un pésimo manejo de las numerosas oportunidades de prosperidad y desarrollo que ofrece la nación, ha desembocado en tiempos sombríos, que convierten en esquivo el desarrollo, la prosperidad, el progreso y la paz.
Estos cinco lustros han dejado un sabor amargo en la historia del país, tras un comienzo marcado por la esperanza del progreso, que terminó desembocando en una profunda crisis crónica.
Es hora de reflexionar sobre el camino recorrido y buscar soluciones que conduzcan a una Venezuela abundante, democrática y justa para todos sus ciudadanos. La Venezuela del futuro debe aspirar a volver a ser el faro de esperanza y progreso que alguna vez fue.
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