El transcurso del tiempo puede borrar o reafirmar acciones humanas determinadas, aquellas que se manifiestan en un mundo inexorablemente cambiante y de las que pueden surgir movimientos sociales que de suyo desdoblan desavenencias ante un determinado estado de cosas. La memoria y el olvido son pues dos fundamentos consustanciales de la política, interpretada como intención y habilidad para sortear el disenso devenido en antagonismo, aunque igualmente para aprovechar la concordia y el consenso colectivo. Para comprender la dinámica y sostenibilidad de los regímenes políticos de cualquier tendencia, es preciso examinar el transcurso del tiempo y el impacto de aquellos acontecimientos que dejan huella en la sociedad, en contraste con otros que desvanecen en el extravío de la evocación emotiva.
Fernand Braudel –eximio exponente de la corriente académica de los Annales– nos habla de los movimientos sociales desenvueltos en tres planos: el más lento situado en la base del colectivo, el más rápido emplazado en lo alto, y entre ambos una serie de corrientes intermedias. En ese orden de ideas, los eventos nunca tendrán un mismo peso temporal –algunos serán fugaces, mientras que otros tendrán consecuencias más o menos acentuadas–. El intervalo breve será para Braudel “…la más caprichosa y la más engañosa de las duraciones…”. Es su crítica a la explicación de los cambios sociales basada en la noción de “acontecimiento”, en tanto y en cuanto una fecha o un suceso aislado no explican suficientemente el fenómeno. Así las cosas, los consumados asuntos de actualidad no devienen de lo espontáneo y fugaz, sino de procesos perdurables en una época determinada.
En la España decimonónica, el reinado efectivo de Isabel II comienza y termina entre los años de 1844 –el punto de partida de la era isabelina– y 1868 –cuando después de una extendida crisis final se produce la llamada revolución septembrina–. Ya para 1864 el país era otro, algo que, en su momento, muchos actores no atinaron a comprender. Ramón María Narváez, líder del Partido Liberal Moderado, había formado gobierno con el propósito de unir fuerzas y de tal manera afianzar el espíritu unionista incorporando a las robustecidas corrientes progresistas para entonces actuantes en la política española. Los convidados se negaron a participar por considerar el sistema decadente y enviciado, con lo cual se desataron las tendencias totalitarias del régimen ya entrado en crisis terminal. La Noche de San Daniel –10 de abril de 1865– escenificará la dura represión gubernamental a las protestas estudiantiles –en ellas hubo varios heridos y muertos–, motivadas en la expulsión de que fue objeto Emilio Castelar de la cátedra de Historia en la Universidad Central de Madrid, por haber publicado artículos en los que denunciaba la inaceptable liquidación de una parte del Patrimonio Real. El remedo consistente en la formación de un nuevo gobierno esta vez encabezado por el general O’Donnell, no resolvió la crisis y el grito popular de ¡Viva España con honra! terminará imponiéndose, aunque todavía años después, como registra la historia.
¿A qué viene el anterior recuento en la Venezuela de nuestros días aciagos? Pomposamente se siguen celebrando fechas desde las alturas del poder público en funciones –el 23 de enero de 1958; el 4 de febrero de 1992– sin todavía comprender las razones de fondo y sobre todo la entidad de los procesos históricos que dieron lugar al cambio político. Transformaciones de régimen o eventos que calan en la mente social colectiva, y que diferencian un estado precedente con respecto a otro sucesivo en la vida del país, realizados en forma pacífica o violenta, según los casos –el trasfondo puede igualmente ser fáctico o ideológico, como podemos observar–. Lo importante es comprender que el cambio social siempre será resultante de un proceso evolutivo que toma tiempo, no de un acontecimiento aislado ni de un día reservado para la efeméride altisonante que tanta motivación excita en ciertos exponentes de la clase política.
La crisis económica y humanitaria, la inflación que confisca el ingreso de los asalariados, la inseguridad, el desabastecimiento, las carencias en los sistemas de educación y de salud pública y la persecución de dirigentes de oposición por razones netamente políticas, han sido algunos de los motivos determinantes en el cambio de actitud del votante venezolano de cara a las elecciones. Son muchos años de corrupción rampante, desgobierno, destrucción de valor y vejaciones al ciudadano común –la miseria humana ha llegado a niveles jamás vistos en casi doscientos años de vida republicana–. Se trata pues de un manifiesto descontento en una sociedad transversal –la colectividad rural y los desposeídos de todas las parroquias a nivel nacional, han sido los primeros en rebelarse pacíficamente contra la actual situación y sus responsables–.
Pero hay algo más en este cuadro de circunstancias sobrevenidas. El pasado 22 de octubre, la oposición logró capitalizar en elecciones primarias, el enorme disgusto de los venezolanos de todos los estratos sociales. Ello confiere al liderazgo emergente un enorme poder para impulsar el cambio político y replantear el proceso de negociación y acuerdo que nos envuelve –no olvidemos que sea cual fuere el acuerdo, deben proveerse seguridades a todas las partes involucradas–. Ya no se trata de una oposición incompetente y desarticulada, sino de un movimiento que crece en su conexión esencial con las máximas aspiraciones de la sociedad venezolana. Un hecho objetivo de propensiones telúricas, que despeja incertidumbres y que alcanza todos los sectores de actividad –incluido, obviamente, el que constitucionalmente tiene a su cargo la seguridad y defensa de la nación–.
Si el régimen insiste en maquinar con el propósito de sostenerse en el poder contraviniendo el clamor popular que pide un cambio político, contraponiéndose de tal manera a la negociación y el acuerdo deseable para las mayorías –fundamental para el restablecimiento de la República Civil, la gobernabilidad y el funcionamiento de la democracia–, quedará tan descalificado como Narváez en la España isabelina de 1865 –o tan huérfano como O’Donnell, en su hora final– por no haber comprendido la nueva realidad inmanente. En nuestro caso, no hay la menor duda de que el país es otro muy distinto al que conocimos en 1998 y en años subsiguientes.
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