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1999-2024: cómo cambiaron nuestras vidas

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César Miguel Rondón

Si me atengo a la frase orteguiana: “Yo soy yo y mis circunstancias”; y si éstas han cambiado radicalmente en las últimas décadas, debería concluir que yo, mi vida, ha cambiado radicalmente. Difícil decir lo contrario: de nuevo, como en el día de mi nacimiento, estoy en el exilio. Aquella vez a mis padres una dictadura militar los expulsó de Venezuela, ahora, una de nuevo cuño y distinta tesitura, pero igual de cruel, hace lo propio conmigo y con mi familia. ¿Mas he cambiado? Mi vida, sin duda. Y así respondo a tu pregunta, Nelson. Pero no sé responder por mí, por quien esto teclea. De una casa amplia con varios cuartos y jardín, ahora me limito a un pequeño apartamento de dos cuartos y un estrecho balcón. Pero me bastan, ese acoplamiento no me resultó difícil. Tampoco la cotidianidad: sigo en mi oficio haciendo programas periodísticos de radio y televisión; y con una ventaja importante, nadie me limita ni me censura, digo lo que siento y debo decir. A la nostalgia, como cantaría Serrat, la mandé de paseo: no tengo retrovisor en mi andar cotidiano, no añoro lo que tuve o lo que fui. El Ávila está fresco, inmenso y multicolor en mi memoria, no suspiro por él. La Caracas que me marcó y me hizo hombre está aquí, conmigo. Y no es frase, no hago literatura: el grueso de mis amigos está aquí en Miami, en esta nueva ciudad que hemos asumido como propia, y los que no están patean las calles de otros refugios semejantes, Ciudad de México o Madrid, por ejemplo, por no hablar de Bogotá o Lima. Si volviera a Caracas, descubro que serían muy pocos los panas a los que podría visitar o convidar. El abandono también es una forma de unión. Pero vuelvo a la pregunta que me obliga a estas letras: ¿he cambiado? NO. Y lo escribo en mayúsculas porque es casi una súplica de fe: soy el mismo, queridos amigos, y no he cambiado ni quiero que ustedes me cambien. Evidentemente, es una frase —vale— dicha desde la angustia del que está aferrado a la última rama antes del precipicio.


César Rodríguez Barazarte

Atacama: tres momentos, un sólo recuerdo

«Mi único patrimonio es la libertad»

Fito Páez

Primer momento: la primera vez que presté debida  atención al desierto de Atacama fue a finales de los años 70, en un salón de clases en la universidad. Un modesto profesor quien, años antes, había llegado al país huyendo de una férrea dictadura, se refirió a su país y especialmente al desierto de Atacama donde se habían enclavado no menos de doce cárceles y centros de tortura. Centenas, miles de hombres y mujeres habían pasado por allí. Ellos sólo expiaban el pecado de haber sido obstinados profesores, políticos románticos, atormentados artistas, escritores de guiones inconclusos, librepensadores sin fronteras, en fin, animales terriblemente críticos. Muchos conocieron la muerte en sus extremos: unos, fueron lanzados al mar o al desierto; otros, desaparecieron calcinados por el sol y luego reducidos sólo a un polvo rupestre que viajó a voluntad del viento sobre las dunas y el salitre.

Segundo momento: algunas décadas después volví a tropezarme con el desierto y supe cómo legiones de infatigables mujeres buscaron en el desierto durante días, meses, años y décadas, tan sólo una pista, una señal, un hueso. Trataron de encontrar, en el mejor de los casos, las osamentas de sus padres, de sus hijos, de sus esposos, de sus amantes, asesinados por la prolongada dictadura militar de aquel estrecho país. No habrá bota alguna que pueda con la insistencia de una mujer.

Tercer momento: hoy, Atacama es locus múltiple: origen, destino y tránsito. Es origen en el enclave del telescopio más potente del mundo, desde donde podrán explorarse exoplanetas y el espacio insondable con ínfimos márgenes de error: sin duda, será el ojo del mundo. Es destino para miles de toneladas de prendas de vestir, usadas o no, que son depositadas allí transmutando el desierto en decadentes montículos de ropa de conocidas marcas. Por último, es tránsito para millares de migrantes venezolanos, hombres, mujeres y niños, que lo atraviesan permanentemente con el deseo de llegar a centros poblados donde rehacer su vida, huyendo del hambre, el pavor y el irrespeto. Muchos desistieron en el camino; otros, lograron llegar a destino no sin antes enfrentarse a la sed, al hambre, a las inclemencias y, en algunos casos, a bestias xenófobas solitarias con cuyas fauces marcaron territorio, mientras sus ojos siempre expresaban un miedo arquetipal y posdatado. Los migrantes no huyen, sólo desandan el camino de la barbarie a la civilización.


Corina Yoris-Villasana

¡Estelas en la mar!

Recordando Cantares de Antonio Machado: «Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar», al hablar de los últimos veinticinco años vividos y en este país, de lo que creo se puede hablar es, justamente, sobre las huellas que se grabaron en los meandros.

Veinticinco años es mucho tiempo, representan más de una cuarto de vida de alguien con mucha longevidad; mientras, que esos veinticinco años en la vida de un país, son un suspiro, doloroso, lacerante, pero un instante, al que no se le puede invocar el verso inmortal del Fausto de Goethe, ¡detente instante, eres tan bello! Al contrario, es el grito que ha brotado de nuestras entrañas pidiendo un ¡basta ya!, como el de Príamo ante la desmesura del gran Aquiles, arrastrando el cadáver de Héctor frente a las murallas de Troya.  ¡Basta ya de la ignominia! ¡Basta ya de la infamia! ¡Basta ya del deshonor!

Mientras que, en el caso de la vida individual, a pesar de estar inmersos en este lodazal, cuando hemos gritado bajo la lluvia de bombas lacrimógenas, gases y persecución, ¡Basta Ya!, también se han vivido momentos durante los cuales hemos querido evocar a Goethe para decir, ¡Detente, instante, eres tan bello!

Ese verso inmortal es un intento de apresar, no en un único segundo, en un nanosegundo, acaso cada uno, quizás la totalidad de esos relámpagos que nos han iluminado algún momento de nuestra efímera existencia.

Por eso, también me viene a la mente Proust, quien cree que es un tiempo perdido intentar revivir los años vividos, porque termina siendo infructuoso cada esfuerzo de nuestra propia comprensión del sendero recorrido, hemos, tan solo, dejado estelas en la mar, a lo Machado.

Sin embargo, ante la solicitud de este mago de la narración, Nelson Rivera, le diría que ese ¡detente instante! lo he vivido este último año cada vez que hemos avanzado en un paso más en la liberación de país. Que lo he vivido en cada ser lleno de amor que se nos ha acercado a brindar apoyo, y que obraron el milagro de concretar una fugaz reminiscencia en algo tangible. Y se logró, además, que surgiera de cada rincón de esta Tierra de Gracia, esa magia que brota del corazón de la selva, donde nacen esas tempestuosas aguas que te llenan de fuerzas para saber que no eres tan contingente, que eres parte indisoluble de la memoria de un país.


Daniela Jaimes Borges

A mis estudiantes y a los que lo fueron, 

a los jubilados, 

a los que tuvieron que dejar la Universidad. 

A todos.

Con el totalitarismo, el discurso de la brecha social y de la salvación, también llegaron mis cds de las Spice Girls. Prefería tener unas pop imperiales que las debacles rápidas y de mucha violencia que estaban ya en el Pedagógico de Caracas cuando apenas comenzaba mi pregrado en el 98. Ha pasado el tiempo, la muerte de mi madre y con ello, haber tenido que pedir dinero para los gastos funerarios. Lo logré gracias a amigos, anónimos y ex estudiantes. No es poco ni se escribe sin temblor.

Comencé a dar clases a los 21 en colegios y desde el 2007, estoy en la UCV. La primera misión fue ¡pulverizarnos!, pues para nosotros es esencial dar y recibir conocimientos. (Nada más pavoroso para estos socialistas) Investigamos, creemos en lo plural del pensamiento crítico. (Un mísil para ellos)

Por decir algo, a un profesor le conmueve más el comentario de una cita, que la cita en sí, la reflexión con la que la acompañas, ese cómo y desde dónde lees, y eso está muy cerca de lo humano, de la vida. ¡Estamos! y eso hace ruido entre las armas por pensar: arrasarnos el sueldo, el seguro, cualquier aire. Y sí, somos menos en el campus.

Desde el 2007 ha sido el exilio en el Caribe, mi tema de investigación. Nunca pensé que lo viviría de maneras tan complejas, como diría el cubano Virgilio Piñera: “Ladra un ave celeste por el cielo/ para alejar la muerte.” Y él no salió de la isla. Escribo desde Caracas con miedo, mi nevera y mi situación habitacional no son estables, pero el espíritu, este que me hace no dejar la Universidad, es más poderoso. Escucho, ante cada deriva, a las Spice Girls, porque la música que me salvó de adolescente, lo hace hoy. Hay almas inquebrantables, solemnes, como la de los estudiantes que insisten en sacar su carrera. Y los profes que donan su trabajo.

Memoria, ante todo, Memoria. Materia necesaria en todos los niveles.

Sin embargo, nuestra docencia no es heroica, es mucho más:  una respuesta contundente y de larga data al opresor. Un lugar a pesar de todas las miserias. Las más viles, matando a jóvenes que nunca estudiarán.

Este 2024 sabremos si el lema de las Spice… Girl Power, será parte de nuestro bienestar.

Say you¨ll be there/ Ah, won’t you sing it with me?


Diego Arroyo Gil

Un cuarto de siglo

A Martha y Emilia

El llanto de mi madre delante del televisor por la tragedia de Vargas. La esperanza y el desengaño ensangrentados aquel funesto abril. Los viernes por la tarde en la biblioteca de la logia rosacruz para leer libros de ocultismo. Los verdes días en la Universidad Central. Una crisis pasional devoradora. La poesía y la presencia de Rafael Cadenas y los sucesivos bienes de la literatura. El orgullo de escribir para El Nacional. Aprender lo que significa ser un ciudadano gracias al ejemplo de Simón Alberto Consalvi. La mudanza de mi familia al extranjero. París en invierno con María Fernanda Palacios y Chacao todo el año con Jaime López-Sanz. El nacimiento de mi primer sobrino y el descubrimiento de un amor y de un miedo desconocidos: el amor de amarlo y el miedo de que ese amor no baste para evitarle los inevitables sufrimientos del vivir. Mi amistad con Sofía Imber y con Elisa Lerner. La incesante conversación con Edgar como un canto a la diosa. La muerte de mi tía Soraya en la plenitud de sus cincuenta años. Depositar las cenizas de mi abuelo en el jardín donde sus nietos correteábamos de niños y ver cómo de inmediato empezaba a llover. Querer a España como la tierra donde echa raíces una raíz de mi sangre. La marca de oro en el pecho de mi hermano. La insustituible epifanía de George en cada encuentro. El hartazgo de la historia y el goce de los sueños. La llama de una vela amansando las tinieblas. Ver hacerse la noche una escena de Rembrandt. Ustedes, amigos míos. Si mi padre ha caído, todo puede caer y aun así estar en pie la vida, y como una oración pongo una rosa sobre el corazón del tiempo.

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