Apóyanos

RCZ, equilibrista

“El semiólogo salvaje. Roland Barthes y la semiología”, el libro que Rafael Castillo Zapata dedica a la obra del teórico francés Roland Barthes, Premio Fundarte de ensayo, contó con una primera edición en 1997. Veinte años después, es reeditado por El Estilete, con nuevo prólogo de María Fernanda Palacios, del cual presentamos algunos fragmentos 

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Los buenos libros nunca terminan de escribirse, los buenos lectores nunca terminan de leerlos. Este libro es una reedición. Los libros agotados se reeditan porque nuevos lectores los reclaman –pero también porque en los buenos libros hay algo inagotable que cada reedición pone de manifiesto y reclama ser releído. El semiólogo salvaje es uno de esos libros. Rafael Castillo Zapata lo terminó de escribir en 1996, Fundarte lo publicó en 1997. Lo leí entonces, lo releo ahora: no se le ha añadido o suprimido ni una sola frase y sin embargo es otro libro. Por supuesto, el tiempo –los veinte años que nos separan de aquella edición– acarrea cambios: su asunto, su autor, nosotros, ya no somos los mismos. Este libro es un ensayo crítico y la crítica, lo sabemos, es un diálogo que se impulsa y se sostiene en una tensa conexión con la hora presente y en esa actualidad se afincan tanto su autoridad como su caducidad; y entonces damos por descontado que las ideas, los puntos de vista, los criterios críticos pierden la frescura con que irrumpieron por primera vez, damos por descontado que envejecen rápidamente, transformándose en curiosidades históricas que interesan solo a los especialistas, perdiendo parte de su razón de ser original. Pero no hay que dar estas cosas por descontado. En algunos casos el tiempo también pudo estar corriendo a favor, en otro sentido, poniendo de relieve ahora lo que ayer apenas se insinuaba.

(…)

En 1997 Rafael Castillo era, como diría Barthes, el que va a escribir, pero en 2017, después de veinte años entregado a “ese género que la escritura le disputa al análisis”, es el que ya ha escrito. Y a espaldas del trabajo destructor del tiempo, avanza aquí hacia el lector la mano que el nombre de Barthes sujetaba, una mano que ya entonces recorría el territorio infinito de la tentación de escribir. Llámese Estación de tránsito o Estancias, Escrituras, Espirales… Travesías o Tratados; ya sean poemas, ensayos, clases, diarios o collages… una misma mano se muestra ahora con claridad y nos invita a seguirlo: es la mano que pulsa, lanza o enlaza humores, nombres, conceptos, hechos y desechos que giran sin descanso en una problemática y errática modernidad para seguir la pista de un salvajismo singular: “yo no soy más que el contemporáneo imaginario de mi propio presente” –dijo Barthes, y Rafael Castillo contempla en esa reticencia el despliegue dramático de las utopías de postguerra en la más antigua de las pasiones humanas: la pregunta por el sentido.

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Por debajo de la intención explícita de El semiólogo salvaje –la de desnudar el funcionamiento de la maquinaria deseante que impulsa la obra de Barthes– se abre paso otra que la dilata (es decir: la amplifica y la demora). Basta con que desplacemos el acento que ponemos en Barthes al deseo que anima con un ímpetu propio cada frase que vamos leyendo para que en ese giro, sin salirnos de la curva bartheana, quedemos envueltos en la espiral incesante donde unos años después RCZ ensartará la poética lezamiana. Este es un texto reiterativo, como lo será su libro lezamiano. En uno y en otro, en Barthes como en Lezama, resuena esta deseante, deseosa, reiteración de la escritura, repercutiendo con la vibrante y tensa claridad de un contrapunto en el territorio de las recónditas intenciones donde una vez Benjamin localizó la tarea crítica: la crítica que no critica la obra, la crítica que al reiterarla la realiza desplegando las intenciones y tensiones que la habitan.

Al optar por la verdad del deseo, Rafael Castillo Zapata, como Barthes, como Lezama, como Benjamin (nombro apenas tres de sus maestros), se ha condenado felizmente a la periferia del saber, a los vertiginosos meandros, desvíos, tangencias y arabescos de un sentido nunca recto y nunca incorrecto –como el deseo mismo: siempre y nunca satisfecho.

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Antes que un método, RCZ comienza por situar al lector en la zona de flujo. Configura entonces algo así como una estación central donde su lector es un pasajero siempre en vilo, a la espera de un último vagón que no termina de llegar, que no llegará nunca, mientras presencia la simultaneidad de arribos y partidas, las demoras y deshoras con que circulan los trenes sin andenes de un pensamiento inconstante, plural y frugal. En este libro no es la escritura como noción lo que interesa (sobran trabajos que la definen –definir es cenizar, decía Lezama). La escritura como estación es el engranaje donde giran todas las piezas que ponen en marcha el relato: el compromiso político, la tentación científica, la utopía semiológica y la felicidad de escribir.

El semiólogo salvaje es, por supuesto, un ensayo, este sería su género, y su tema: Barthes, la semiología, lo ubica dentro de los estudios literarios. Pero también forma parte de una familia extensa que sin formar escuela, sin vínculos ideológicos, se reconoce, como nota Roberto Calasso, por “una cierta vibración o luminosidad de la frase (o del párrafo, de la página, del capítulo o del libro entero)”. Este libro es así. Lo comprendo a medida que leo. Se me olvida comprender. Mi atención se ha desplazado a otra zona del entendimiento porque me entiendo con lo que leo sin necesidad de comprenderlo. RCZ se desliza sobre la trayectoria intelectual de Barthes sosteniendo las formulaciones teóricas como el equilibrista sostiene su pértiga de apoyo aéreo en suspenso para aplomar el paso, acentuando la tensión y la vibración de cada frase en cada paso, y así avanza; y en cada frase, en cada paso, deja constancia de la gravedad y la ligereza de sus movimientos: allí la gracia y el esfuerzo se tutean, la cuerda oscila y cuando llega al otro lado ya no hay nada más que ver. La ejecución ha terminado y todo lo que podíamos entender y saber ya ha sido comprendido. Como el pianista que al ejecutar una pieza, al tocarla, la realiza, la consuma y penetra en su enigma sin agotarla. Esta manera de asumir la actividad crítica no puede detenerse para justificar lo que afirma, no plantea ni resuelve “problemas”, ni aspira a obtener conclusiones.

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Entonces, ¿qué es finalmente este libro?, ¿una reflexión sobre la obra semiológica de Barthes, una crítica de la semiología a partir de la obra de uno de sus fundadores, o una biografía intelectual? Quien lo abra movido por alguna de estas expectativas no quedará defraudado, pero un buen lector seguramente notará, después de leerlo, que había algo más, algo que le impide satisfacer plenamente cualquiera de ellas, y eso demás no está de más porque, precisamente, es lo único que únicamente este libro puede ofrecerle: una singularidad que el propio Barthes no le proporcionaría y que, no obstante, sin Barthes no habría sido posible.

(…)

Cuando Rafael Castillo Zapata cierra las páginas de su obertura y nos invita a entrar en el territorio salvaje de su libro, advierte que es un territorio “movedizo, sin fronteras netas, sin agrimensura alguna que no sea provisional o contingente”. El crítico que llega a esta zona no tiene nombre, RCZ es nuestro agrimensor. Como K. no sabemos exactamente qué debe medir ni quién lo llama, ni cuál es el sentido de su trabajo, puesto que la verdad del deseo no es mensurable. Aquí solo nos guía la perturbadora llamada del deseoso… y ya sabemos que “deseoso es el huidizo”.

Diciembre, 2017

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