«Bienvenidas de nuevo a Kirguistán», dice Shukur Shermatov al hablar ante una clase de 20 mujeres.
Lleva un gorro de felpa tradicional, pero esta escuela no tiene nada de tradicional: se encuentra protegida por dos anillos de seguridad militar y las alumnas son mujeres que han sido traídas desde diversos campos de Siria, donde terminaron luego de vivir con miembros del grupo Estado Islámico (EI).
El centro de rehabilitación está en las montañas del norte de Kirguistán y es donde las esposas y los hijos de presuntos reclutas del EI pasan sus primeras seis semanas después de ser repatriados.
Un equipo del Servicio Mundial de la BBC se encuentra entre los primeros en visitarlas. Al igual que los locales, todo lo que decimos y hacemos está estrechamente vigilado por la agencia estatal de inteligencia.
Las mujeres escuchan atentamente a Shukur, que les da la primera clase. El curso trata de ciudadanía, ética religiosa y control de la ira. En la pared hay carteles con consejos para controlar las emociones.
Además del programa de reeducación, las familias reciben tratamiento médico, apoyo psicológico y —por primera vez en años para muchos— comida, agua y cobijo suficientes.
Nos conducen a un sencillo dormitorio con cuatro camas individuales, donde nos encontramos con una mujer que viste un hiyab morado. La llamamos Fátima por su seguridad, pues no es su nombre. A través de una pequeña ventana, el paisaje nevado a orillas del lago no podría ser más diferente del campamento sirio que ha dejado atrás.
«Lo principal aquí es que hay calma. Todo el mundo lo agradece. A los niños les encanta», asegura. Hace una pausa y aprecia el silencio. Repite: «La calma».
Fátima siguió a su marido a Turquía en 2013 cuando le dijo que quería trabajar en ese país. Se fue toda la familia, incluidos tres hijos y un nieto de Fátima. Dice que solo se dio cuenta de que estaban en Siria cuando oyó el rugido de los aviones sobre su cabeza y vio a los guardias de EI.
Le preguntamos si realmente no tenía ni idea de adónde iban y, como muchas de las mujeres que conocimos, insistió en que no lo sabía y que era normal que una mujer siguiera a su marido.
Pocos días después de llegar a Siria, él murió calcinado tras estallar una bomba en su vehículo y uno de los hijos de Fátima fue asesinado por un francotirador. Su otro hijo enfermó y murió poco después.
Sin poder marcharse, las mujeres pasaron casi seis años bajo el brutal dominio de EI en Irak y Siria, donde la hija de Fátima tuvo más hijos.
El campo de Al Hol
Cuando los milicianos fueron expulsados de Siria, Fátima, su hija y sus cuatro nietos acabaron en Al Hol, el mayor campo de detención de Siria para presuntos combatientes de EI y sus familias.
Allí pasaron cuatro años, desesperados por volver a casa.
«Las mujeres estaban enfermas y los niños lloraban todo el tiempo. Les rogábamos que nos dejaran marchar», cuenta. «Apenas sobrevivíamos. Cuando la gente de Kirguistán vino a recoger al primer grupo, todo el mundo estaba conmocionado».
En octubre, su hija y sus nietos recibieron la noticia de que iban a ser repatriados, pero sin Fátima, que tuvo que esperar un poco más.
«Lloré cuando me dijeron que no estaba en la lista. ¿Cómo que no estaba en la lista? Soy su madre», rogaba. «Pero ahora que estoy aquí y que pronto volveré con mi familia, estoy muy contenta. Me alegro de que mis nietos puedan tener una educación. Quiero que estudien ciencias, que entiendan mejor el mundo».
A sus 57 años, Fátima es la persona de más edad en el centro de rehabilitación y fue una de las 110 madres y 229 niños que Kirguistán sacó de Siria en 2023, como parte de una nueva operación de repatriación. De hecho, Kirguistán liberó el año pasado a más personas que ningún otro país, excepto Irak.
Tras años de campaña de los familiares de las personas atrapadas en Siria, Kirguistán tiene previsto repatriar al menos a otras 260 mujeres y niños. El objetivo es dar una segunda oportunidad a personas que el gobierno considera que pueden haber sido víctimas.
Aun así, todos los retornados son interrogados y, cuando terminan el curso de reintegración y vuelven a casa, permanecen bajo vigilancia constante.
El jefe del Consejo de Seguridad Nacional de Kirguistán nos dijo que nueve de cada diez mujeres se enfrentan a investigaciones, ya que su equipo trata de establecer exactamente cuándo salieron de Kirguistán, con quién estaban y si pueden ser culpables de ayudar al terrorismo o del cargo menor de transportar niños a una zona de guerra.
Nadie ha sido acusado ni condenado todavía, pero la pena máxima es de 11 años de cárcel.
El caso de Elmira
Conocimos a otra mujer, Elmira, que ha pasado por el centro de rehabilitación y ahora está rehaciendo su vida en un pueblo a las afueras de la capital, Bishkek.
El Comité Internacional de la Cruz Roja la visita regularmente y le proporciona ayuda económica.
Poco después de concertar la cita, su asistente social nos llamó por teléfono para avisarnos que ella también estaría presente en la entrevista. Cuando llegamos, dos agentes de la policía antiterrorista, a quienes la familia reconoció, también estaban allí. Tras discutirlo, aceptaron esperar fuera.
La vigilancia y las posibles acusaciones hacen que las mujeres sean a menudo reacias a hablar de su estancia en Siria. Y para la mayoría, fue una experiencia traumática que quieren dejar atrás.
Elmira afirma que un hombre que conoció por Internet la engañó para que fuera a Siria. La convenció para que se uniera con él en Turquía y, pensando que serían felices juntos, cuatro días después de cumplir 18 años viajó para encontrarse.
Pero cuando llegó allí, la recibió otro hombre que dijo ser su amigo y la llevó en un viaje de 17 horas a través de la frontera siria. Afirma que, cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.
Se casó dos veces. Su primer marido murió al cabo de un par de meses, luego se casó con un hombre de Daguestán y tuvo un hijo suyo. No quiere decir nada más sobre lo que él hacía en Siria, pero explica que estaban buscando una salida antes de que él muriera en un ataque con misiles.
Elmira cuenta que el momento más duro fue cuando pensó que su hija podía estar muerta. Había salido de casa, sin la niña, cuando los misiles cayeron en su barrio. Aterrorizada por su hija, Elmira corrió a buscarla llorando.
«Luego alguien la sacó, viva, sana, y ella solo estaba asustada. La casa del vecino había sido impactada y otros niños que estaban cerca murieron».
Al igual que Fátima, Elmira y su hija acabaron en el campo de Al Hol.
«Todavía estoy incrédula. A veces me despierto por la noche y no sé si estoy soñando«, nos dice. «Estoy muy agradecida a todos los que nos ayudaron a salir de allí y no nos abandonaron. Sabemos que no todos los países hacen eso».
“Solo somos personas”
Elmira, que ahora estudia para costurera, también nos pidió que no reveláramos su verdadero nombre. Tras ver la respuesta a las repatriaciones de algunos kirguises en las redes sociales, ha decidido no hablar con nadie de su pasado.
«No es agradable», dice. «Muchos de nosotros no entendemos por qué nos tienen miedo. Nosotros les tenemos miedo. La gente cree que hemos vuelto con ametralladoras y cinturones suicidas. No es así. Solo somos personas, como ellos. También tenemos familia. También tenemos hijos. Y también queremos llevar una vida pacífica y feliz.
«¿Y por qué contarle [de su pasado] a la gente, cuando yo misma quiero olvidarlo?», añade Elmira. «Entonces tenía 18 años. Ahora tengo 27. He aprendido a no ser tan ingenua».
La hija de Elmira, de 9 años, es rubia, con ojos azules y una risita pícara. La niña ha pasado la mayor parte de su vida en el campo de Al Hol. Nos enseña sus dibujos con las palabras «Queremos ir a Kirguistán» y «Rescátenos».
La madre de Elmira, Hamida Yusupova, se pasó la última década suplicando a las autoridades kirguisas que le devolvieran a su hija y a su nieta. Fundó un grupo para padres de niñas que fueron a Siria.
«Sabemos que Siria puede ser un viaje de ida sin retorno. Empiezas a darte cuenta de que puede que tu hija nunca vuelva a casa», afirma.
«Doy gracias a Dios porque ha vuelto a casa y, por fin, he conocido a mi nieta». Pero Elmira ha perdido nueve años de su juventud. Es mucho tiempo».
Cuando Hamida vino a recogerlas al centro de rehabilitación, su reencuentro estuvo lleno de más lágrimas que palabras.
«Elmira se había convertido en madre. Entendía lo duro que es cuando crías a un hijo durante 18 años y, un día, te dice que ‘se va a trabajar’, cierra la puerta y desaparece en Siria. No se lo desearía a ninguna madre», afirma Hamida.
«Todo lo que Elmira podía decir era: ‘Mamá, perdóname, perdóname’. Nada más. Luego me dijo lo mucho que había envejecido».
El temor a los repatriados
Elmira y Hamida son muy conscientes de que no todos a su alrededor serán benévolos.
Como muchos de sus vecinos centroasiáticos, Kirguistán —donde 90% de la población se identifica como musulmana— fue una importante fuente de reclutas para Estado Islámico durante su época de ascenso.
Hamida cree que su hija fue víctima de hombres manipuladores, aunque se culpa de ser crédula. Sin embargo, hablamos con mujeres kirguisas de la misma edad que Elmira, que nos dijeron que temían que los repatriados radicalizaran a otros, sobre todo después de ver cómo los talibanes retomaban Afganistán.
«Como madre, he oído muchos insultos y calumnias. No quiero que mi hijo tenga que oír eso. No quiero que la gente señale a mi hija y la llame terrorista», afirma Hamida.
El viceprimer ministro, Edil Baisalov, quiere mostrar la política de repatriación como prueba de que Kirguistán es una democracia tolerante que cuida de todos sus ciudadanos.
«Creo que lo mejor es que olviden la pesadilla por la que han pasado, y que nadie en sus familias y comunidades recuerde esta situación. Que todo el mundo sea solo un buen ciudadano de Kirguistán», nos dice.
Baisalov sabe que se trata de un tema polémico, sobre todo en algunos países occidentales.
Exembajador en Reino Unido, ocupó su cargo poco después de que se revocara la nacionalidad británica a Shamima Begum, una de las tres colegialas londinenses que partieron para unirse a EI.
Baisalov también quería enviar un mensaje político. Los grupos de derechos humanos han cuestionado la reputación de Kirguistán como democracia en Asia central desde las disputadas elecciones de 2020 y la introducción de nuevas leyes.
«Para Kirguistán, esta no fue una decisión fácil», dijo. «Por supuesto, nuestro tipo de islam no es radical. Es un islam muy tolerante, respetuoso con otras religiones. Somos una nación pequeña que debe cuidarse mutuamente. Incluso de los que cometen errores».
El plan cuenta con el apoyo de Unicef, la agencia de la ONU para la infancia, y Sylvi Hill, quien dirige los esfuerzos de repatriación en Kirguistán, lo califica de «encomiable».
Unicef pide a «todos los gobiernos que faciliten el retorno, la rehabilitación y la reintegración de los niños afectados por el conflicto», explica.
Las mujeres con las que hablamos dicen estar agradecidas de que se les haya ofrecido esta segunda oportunidad.
Pero también son muy conscientes de que hay casi 50.000 personas de todo el mundo que siguen atrapadas en los campos del norte de Siria, sin salida.
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