«Tenemos una clase política cínica, irresponsable y envenenada por el poder, que no trabaja para unirnos sino para separarnos, que considera el engaño un instrumento legítimo, y pueril la mínima exigencia ética. Hemos tocado fondo». Estas palabras extraídas de «Un llamado a la rebelión», artículo publicado en El País por el escritor español Javier Cercas – el mismo autor de esa obra excepcional que lleva por título Los soldados de Salamina–, señalan un fenómeno que no es exclusivo de la madre patria y con el que nos topamos hoy en día en casi todos los países del orbe. En la mayoría de ellos, la política ha dejado de ser aquella actividad que trataba de gestionar los conflictos sociales y que perseguía idealmente la justicia y el bien común, para convertirse en una profesión lucrativa como la que más, mediante la cual los que la practican, sin la posesión de títulos o méritos y provistos sólo con un discurso artificioso, buscan el enriquecimiento y el bien propio.
Dos ideas destacan, sin embargo, en la columna de Cercas. Una, que volver a la vieja lotocracia sería tal vez el mejor antídoto para combatir este progresivo divorcio entre la ética y la política que tanto mal ha traído a nuestras sociedades actuales. Como es sabido, para los antiguos atenienses el hecho de que los cargos públicos se sortearan era la forma más sana de elegir a los líderes políticos. Según señala Aristóteles en su Política, lo contrario se presta a chantajes y corruptelas, y conlleva a una demagogia que termina destruyendo la misma República. No es casualidad que en aquella sociedad donde se intercambian los roles y la defensa de la ciudad era una de las mayores virtudes, el epitafio de Esquilo haga mención no a su carrera como dramaturgo, creador de ochenta y pico de obras, o a sus triunfos en los festivales consagrados a Dionisio, sino al arrojo mostrado en las guerras médicas: “Esta tumba esconde –se dice allí– el polvo de Esquilo, hijo de Euforio y orgullo de la fértil Gela. De su valor Maratón fue testigo, y los medos de larga cabellera, que tuvieron demasiado de él”.
La otra idea sostenida por Cercas, también asertivamente, es que no sólo es antipolítica (ese concepto recurrente e introducido muchas veces de forma interesada en la arena pública por las elites políticas) la hostilidad esgrimida por candidatos y organizaciones electorales hacia la política existente y el sistema democrático, sino que se puede tildar igualmente de antipolítica al proceder mencionado más arriba, que pervierte y degenera el sistema democrático. “Señoras y señores políticos: esto no es antipolítica; antipolítica es lo que están haciendo ustedes”, dice Cercas. Pues, como él mismo señala: “…primero nos engañaron los otros, ahora nos engañan éstos, y ya no queda nadie que nos pueda engañar”.
Cuando Max Weber escribió su famoso texto Politik als Beruf (La Política como profesión, o La Política como vocación) – una versión ampliada de la conferencia que había dictado ante una asociación de estudiantes en el Munich revolucionario de 1919–, trató de compaginar allí las dos éticas que deben guiar al líder político: la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción (o de fines últimos). En aquellos momentos convulsos, la entrega a la causa y la pasión del político por conquistar los ideales que lo guiaban, debía estar acompañada igualmente por la mesura y la tranquila reflexión sobre las consecuencias que pudieran producir éstos. Dicho lo cual, habría que señalar que los líderes políticos actuales parecen carecer no sólo de una de las éticas mencionadas, sino incluso de ambas. Más que fines políticos (aceptables o no) nuestros líderes son movidos por sus propias metas personales, convirtiéndose así en seres faltos de responsabilidad con ellos mismos y con toda la sociedad. De ahí que la práctica más común a la que nos tienen acostumbrados es a lo que los norteamericanos han llamado el gaslighting; aquella actividad mediante la cual se nos manipula haciéndonos dudar de nuestras percepciones, de que, por ejemplo, no hemos oído ni visto lo que hemos oído y visto sobradamente.
En fin, en esta antipolítica profesional el político ya no busca sintonizar con el electorado, sino, por el contrario, combatirlo si se opone a sus designios, para lo cual se utilizará cualquier tipo de estratagema. Todo muy al estilo de los fascios italianos y las “camisas pardas” alemanas.
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