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La patética e irresponsable farsa de Maduro en la disputa territorial con Guyana

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Nicolás Maduro e Irfaan Ali se reunieron en San Vicente el 14 de diciembre

No recuerdo otro caso en la historia de las relaciones internacionales en América Latina que haya alcanzado las cotas de patetismo y ridiculez como el protagonizado por Nicolás Maduro y su fallido intento por embarcar al país en un camino de una crisis masiva, que impidiera las elecciones presidenciales de 2024.

En los primeros días de esta farsa -en octubre, inmediatamente después de las elecciones primarias de la oposición democrática, cuando en un gesto delirante se le ocurrió convocar a un referéndum consultivo- algún analista muy, pero muy desorientado, comparó la acción de Maduro con la de los militares argentinos en 1982, cuando estos ocuparon las Falklands (Las Malvinas), sugiriendo que ambas eran acciones en contra del imperialismo. El solo intento de atribuir a un pequeño país como Guyana un carácter imperialista es absurdo. Ni en términos históricos, ni políticos ni históricos se puede hacer una afirmación semejante. Al contrario, es un país que apenas obtuvo su independencia en 1966, que ha vivido crónicamente en condiciones de pobreza y que desde 2015 ha experimentado un cambio de perspectivas económicas, tras el famoso descubrimiento de yacimientos petroleros costa afuera.

Es fundamental insistir en que las aspiraciones venezolanas sobre una parte del territorio de Guyana son legítimas. Y en tanto que legítimas, obligaban y obligan a una decisión de Estado (no como una burda maniobra política), que debe consistir en tomar el camino también legítimo y no del uso desproporcionado de la fuerza: disputar en el terreno jurídico internacional, con sólidos argumentos históricos y legales, y equipos profesionales del más alto nivel. Al escoger la vía del circo militarista y gritón, lo que Maduro hizo fue debilitar, erosionar, quitarle solidez a los firmes, claros y evidentes argumentos venezolanos.

Durante más de 20 años, por decisión de Chávez, la política gubernamental consistió en adormecer la controversia territorial. Dejar que el asunto pasara a un segundo o tercer plano. Por años, solo los especialistas y algunas voces opositoras hablaban del caso. Y ocurrió que, de un día para otro, sin esfuerzo por ocultar el descaro y desatino de la operación, dijeron al país, hay que recuperar el Esequibo. Y a esa Venezuela desconectada del tema le prepararon cinco preguntas mal redactadas y plagadas de fallos conceptuales, algunos de ellos graves errores contrarios a la Constitución, y la convocaron a un referéndum consultivo que es, sin lugar a dudas, la más flagrante derrota política del chavismo-madurismo desde 1999 hasta ahora.

Detenerse en lo sucedido es fundamental: al convertir una causa que es de la nación venezolana, en un costoso y evidente truco politiquero, el país no participó en el proceso. No compró boletos para el circo. Le dio la espalda, pero no de manera activa, sino propinándole el peor de los castigos: el castigo de la indiferencia. Una demostración inequívoca, de que la inmensa mayoría de los venezolanos no escucha al régimen, no le cree, no confía, lo desprecia.

Lo que me interesa recordar hoy, por la enorme significación que tiene, es que desde el momento en que Maduro anuncia el referéndum -me parece que fue uno o dos días después del tortazo en la cara que fue para el régimen el éxito de las elecciones primarias de la oposición-, hasta el 3 de diciembre, durante esos 40 días, el poder, con todos los recursos del Estado a su disposición, realizó una gigantesca movilización, que involucró a los ministerios, los institutos, las empresas y a la totalidad de los entes partidistas o seudopartidistas con que cuenta el régimen, para crear un ambiente, una sensibilidad, un contagio que convirtiera el reclamo territorial en un agente movilizador de la sociedad.

Se hicieron marchas, concentraciones, recitales y conciertos, reuniones culturales en bibliotecas, se dictaron conferencias a cargo de personas sin ningún conocimiento del tema. Se convocaron reuniones en los entes públicos, para insistir a los trabajadores del Estado que ir a votar era obligatorio. Ordenaron, desde la cúpula del Ministerio de Educación, que en todas las escuelas públicas -en ese campo derruido y donde se está desangrando el futuro de la nación venezolana- se hicieran actividades para estimular el peor de los patriotismos: el patriotismo de la ignorancia, que consiste en repetir que “el Esequibo es nuestro” y no poder, ni siquiera, responder a la pregunta de dónde está localizado. En el festival de declaraciones altisonantes, que se prolongó por 40 días, no solo tomaron los micrófonos los jerarcas del régimen, también los miembros de las distintas familias de alacranes que operan a partir de alianzas con el poder.

El resultado de ese esfuerzo descomunal, improvisado, costoso, apurado y meramente propagandístico, lo vimos todos, inocultable y patético: la participación en la jornada electoral fue mínima. No alcanzó el millón de electores. No importa las mentiras -que ya no persuaden a nadie, que ya ni siquiera producen irritación- que dijeron y que ya ni siquiera se atreven a repetir: el referéndum resultó un fracaso. La campaña previa resultó un fracaso. Y el plan de crear una crisis para evitar las elecciones de 2024, también: no logró fructificar. El Maduro que se reunió con Irfaan Ali, el presidente de Guyana, era un sujeto con una vergonzosa derrota política encima de su cabeza: la de no haber logrado el apoyo de la sociedad venezolana a su jugarreta.

Pero hay otra cuestión todavía más gravosa, cuyas consecuencias no se han analizado de forma suficiente: el resquebrajamiento de la confianza que el Maduro vociferante y amenazador produjo en sus socios. En Lula, en Petro, en López Obrador, en los cubanos, en la Comunidad de Estados del Caribe -Caricom-, en los chinos y en la Rusia bajo el feroz dominio de Putin, todos, de forma unánime, salvo algunas variaciones en el tono, le dijeron lo mismo: retrocede, olvida la opción de la ocupación militar del territorio, siéntate a negociar porque no tienes otra alternativa, a menos que quieras un enfrentamiento, no con Guyana, sino con países y regímenes amigos.

 

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