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El valor de una monarquía

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He aprovechado estos días de descanso para terminar de ver la serie The Crown, que se ha desarrollado a lo largo de seis temporadas, la última dividida en dos partes de cinco capítulos cada una. En conjunto me ha parecido de una factura desigual. Excepcionales las dos o tres primeras temporadas y más flojas las que dieron protagonismo a Diana, Princesa de Gales, a la que como es costumbre muy extendida se presenta como la víctima del sistema y no como la que tanto daño le hizo. Pero no es ésa la cuestión que quiero abordar hoy.

En estos cinco capítulos finales que se acaban de estrenar ha habido dos que me han llamado poderosamente la atención. En uno de ellos Tony Blair, en el apogeo de su poder, propone a la Reina modernizar la institución con varios pasos que claramente no atraen a Isabel II. Pero el aspecto que mejor desarrolla el guionista de la serie es cuando Blair llega a la «pompa y circunstancia»: «¿Es necesario un gran halconero hereditario? –pregunta Blair– Tal vez si fuera por mérito…»; apunta también al Lavador de las Manos del Soberano y la Reina replica que lo es sólo una vez en el reinado; al Guardián de los Faisanes… «Es un rol del siglo XII» –replica la Reina–. Cuidamos de ellos, de sus heridas, de su medio ambiente…». Blair no se rinde ante la Reina y sigue enumerando: «Y lo más anacrónico de todo: la apertura del Parlamento. ¿De verdad necesitamos diez Heraldos incluyendo uno que es el Perseguidor del Dragón Rojo? La Vara de Oro al Acecho y la Vara de Plata al Acecho, el Portador de la Espada del Estado…».

Lo fascinante de este pasaje es que la Reina atiende con cara de escepticismo y promete considerarlo detalladamente. Y de repente casi todos esos cargos son llamados a rendir cuentas de sus actividades en palacio. Uno a uno se les escucha y en algunos casos realmente se aprende lo que hacen. En el caso del Guardián de los Faisanes se descubre que es un cargo que ha estado en la misma familia durante siglos y que es enseñado de padres a hijos. Y no es un gran negocio; es un servicio a la Corona del que están muy orgullosos quienes lo realizan. La Reina mantuvo prácticamente todos los cargos tradicionales y Blair no se atrevió a cambiarlo porque no podía discutir la autoridad de su Soberana de quien él era un «simple» primer ministro. Recuerden en cambio cómo se cargó la Cámara de los Lores hereditaria convirtiéndola en el «quiero y no puedo» que es ahora. Con la excepción de 90 lores hereditarios que se van renovando, los demás miembros de esa Cámara son vitalicios y son nombrados por el primer ministro, que puede llenar la Cámara de afines. Y eso es al final, menos plural que los lores hereditarios –en mi modesta opinión.

El otro capítulo muy notable de esta parte final de The Crown es la lógica tensión entre Carlos de Inglaterra y sus hijos. Ellos le culpabilizan de la muerte de su madre. Y ahí tiene un papel muy notable en resolver el problema el Duque de Edimburgo, que restaura la relación entre el príncipe Guillermo y su padre. A lo largo de toda la serie se ha podido ver el valor que tuvo el papel del príncipe Felipe.

La serie está hecha con una exquisitez deslumbrante y explica bastante bien el peso de esta institución y cómo Isabel II supo mantenerlo guardando una coherencia histórica. Cuánto acertó al preocuparse por la histeria colectiva a la muerte de Diana, pero lo bien visto que fue no precipitarse a hacer cambios que, como vimos a la muerte de Isabel II, no eran lo que esperaba la mayoría de los británicos. Esa pompa y circunstancia que Blair quería reducir fue una imagen que apasionó alrededor del mundo entero y que resultó incontestada en el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte y sus otros reinos.

Por lo que pueda valer.

Artículo publicado en el diario El Debate de España

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