Celebramos este lunes la Navidad, que es la fiesta más desorbitada del mundo, porque en ella celebramos algo tan subversivo de todas las categorías mentales como que Dios asuma una naturaleza humana, para lograr nuestra salvación. Allá por el siglo IV, san Gregorio de Nisa explicaba este misterio de un modo hermosísimo: «Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?».
El caso es que bajó. A este abajamiento divino lo llama Chesterton «trastorno del universo». Adorar a Dios significaba, antes de la Navidad, elevar los ojos a un cielo que nos sobrecogía con su inmensidad; pero, tras la Navidad, significa volver los ojos al suelo, para reparar en la fragilidad de un niño que gimotea entre las pajas de un pesebre. Las manos que habían modelado las estrellas se convierten, de súbito, en unas manecitas desvalidas y diminutas; la grandeza infinita de Dios se torna fragilidad de un niño recién nacido que se amamanta a los pechos de su Madre. Divinidad y debilidad, que hasta entonces eran conceptos antitéticos, forman una amalgama única.
Y, todavía más impresionantemente, para pasearse entre los hombres, Dios les pide permiso. Así completa su abajamiento de una manera, en verdad, apabullante y bellísima. Para poder nacer como un niño, Dios necesita la aquiescencia de la libertad humana, el «sí» voluntario de María, una humilde virgen de Nazaret, desposada con un hombre justo llamado José, cuya confianza plena en Dios lo empujará a acogerla en su casa, embarazada. Dios no habría podido hacerse hombre sin el consentimiento sin reticencias de una mujer y de un hombre; y, en compañía de María y José, pasará los primeros años de su vida, en el seno de una familia humildísima, como demuestra que, en la presentación de Jesús en el templo, María y José entregaran en oblación dos pichones, que era la modesta ofrenda que la Ley preceptuaba para los pobres. Con la sumisión a su madre y a su padre putativo, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento y se sujeta a la patria potestad de María y José, se somete a la obediencia de dos pobres mortales, compartiendo sus quehaceres cotidianos, seguramente empleado en la carpintería familiar.
Por cosas tan vertiginosas como la que celebramos en Navidad nunca podré dejar de ser católico. Una vida a la que se le arrebata la belleza inmensa de este misterio se me antoja una vida mostrenca, más parecida a la vida de las bestias que a una vida plenamente humana.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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