Mi amigo Benito, fotógrafo castizo que se fogueó en el desaparecido diario Pueblo y seguía dando guerra en este siglo XXI, fue un pionero en detectar las soledades que paradójicamente provocan las llamadas «redes sociales». Al ver a su familia cada vez más abismada en sus móviles y ordenadores, colocó un post it irónico en la puerta de la nevera, que rezaba así: «Soy Benito, vuestro padre, ¡podéis encontrarme en Facebook!».
El peor de los teléfonos móviles actuales supera en 134 millones de veces la memoria de la computadora del Apolo 11, el cohete que llevó al hombre a la Luna en 1969. El móvil es una bendición en algunos aspectos. Liquida el aburrimiento de las esperas, pues podemos leer lo que queramos, o ver videos. Portamos el conocimiento universal en la palma de la mano. El teléfono nos informa también del tiempo, las rutas y mapas, nos ofrecen mensajería, pagamos con él, hacemos fotos… Todo es además aparentemente gratuito (aunque abonamos un precio oculto muy alto: la minería de datos de los gigantes tecnológicos monopolísticos, que mercadean con nuestra intimidad, nos conocen mejor que nuestras parejas y hasta venden nuestros hábitos de consumo a futuro).
El móvil ha cambiado nuestras vidas y ha provocado un efecto psicológico imprevisto: una epidemia de déficit de atención galopante y una dependencia que cada vez se parece más a una forma de adicción. Hace unos días salí apurado de casa y se me olvidó el teléfono. No tuve oportunidad de regresar a recogerlo hasta tres horas más tarde. Durante ese tiempo de descompresión digital la sensación era como si me hubiesen amputado un apéndice. Estamos como el difunto Shane MacGowan y la botella: enganchados. Algunos estudios señalan que los españoles nos pasamos casi 6 horas de cada jornada dándole al móvil (35% del día). La media mundial es de 6 horas y 37 minutos.
Lo que ocurre en el móvil es ahora nuestra vida. A veces más que la propia vida real. Los adolescentes se muestran alérgicos a telefonear –a llamar y hablar–, prefieren los mensajes. Personas de todas las edades son incapaces de centrarse más de un minuto o dos en la conversación con el interlocutor cuyo careto tienen enfrente. Enseguida nuestra mano se desliza subrepticiamente hacia el teléfono y su pantalla, donde puede palpitar alguna novedad.
En casa somos incapaces de ver una película del tirón, o de leer un libro un buen rato sin hacer paraditas para ojear el teléfono, no vaya a haber entrado un mensaje. Pensaba que era un tic vinculado al oficio periodístico, que en esta era de taquicardia informativa obliga a estar siempre conectado. Pero le ocurre a todo el mundo. El móvil también provoca formas de descortesía –o flagrante mala educación– en comidas y cenas, donde no suele faltar un comensal que está en la berza con su teléfono, despreciando de manera ostensible la conversación de los demás. Si hay adolescentes en la mesa, pierdan toda esperanza: a los tres minutos estarán zapateados en sus asientos, con el tenedor en una mano y el móvil en la otra, observando de reojo el universo de los adultos con mueca de hastío infinito.
Capítulo aparte merece el suplicio de los profesores, que hoy han de ser prodigios de la puesta en escena para lograr captar la atención de sus alumnos. Y aún así, si hay teléfonos u ordenadores en el aula, a los pocos minutos gran parte de los chavales se les fugan de modo inexorable (además, de propina, ChatGPT empieza a encargarse de los deberes).
Todo esto no es inocuo. El viejo Cela, que tras su fachada tonante para vender libros era un hombre agudo, educado y templado, solía comentar que nada grande se construye sin el silencio, el trabajo y unas gotas de aburrimiento. Es verdad. La creatividad se dispara cuando la cabeza se concentra y se repliega sobre sí misma. ¿Sería Einstein capaz de repetir la proeza de escribir con solo 26 años su Teoría de la Relatividad, mientras trabajaba en la oficina de Patentes de Berna, si tuviese un móvil y cada diez minutos lo sobresaltase un whatsapp? ¿Puede haber pensamiento profundo cuando en las pantallas nos cuesta leer todo aquello que supera las 400 palabras? ¿Aportan algo los ordenadores en las aulas, o son un trampolín al despiste colectivo? ¿Deberían relajarse los políticos, pensar más y dejar de mirar su móvil compulsivamente para ver qué dicen de ellos en las redes y los medios? ¿Estamos creando unas sociedades de ansiosos, que necesitan novedades constantes de las que se aburren al instante?
Y aquí lo dejo, no vaya a ser que me haya entrado algún mensaje.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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