Apóyanos

La sangre de los profetas

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Por ANTOLÍN SÁNCHEZ LANCHO

Torre Eiffel = París; Puerta de Brandenburgo = Berlín; Taj Mahal = India. La representación visual de ciudades y países utilizando una edificación emblemática es una práctica extendida. En esos casos, la obra se convierte en un ícono universal. ¿Qué determina que una construcción sea así reconocida? No hay una respuesta única. En algunos casos la importancia histórica es el factor determinante (Coliseo = Roma), en otros su singularidad arquitectónica (Opera House = Sidney), también puede ser su identificación con el poder (Capitolio = Washington). Además, pesa la facilidad con que la silueta o el volumen de esa edificación puede sintetizarse en forma gráfica. En todo caso, una vez establecido un ícono es difícil desplazarlo. Por más que durante las últimas décadas Londres se llenó de rascacielos, ninguno ha podido destronar al Big Ben (oficialmente nunca se denominó así, antes fue la Torre del reloj y desde 2012, Torre de Isabel) y al Puente de la Torre, eternas referencias de la capital británica.

En el caso de Caracas, recuerdo que en los años de mi infancia y adolescencia (década de los 60 y 70) la urbe era representada por las Torres de El Silencio, denominación que los caraqueños usábamos antes que la oficial Centro Simón Bolívar. Se trataba de un ícono reciente considerando que data de 1954. En publicaciones anteriores a esa fecha se puede apreciar que la ciudad fue representada mediante la torre de la Catedral, la estatua ecuestre de Bolívar en la plaza homónima, el Panteón Nacional y el Congreso Nacional, pero ignoro cuál de estas alternativas gozaba de primacía sobre las otras.

Hacia final de los años setenta, el conjunto de Parque Central parecía destinado a convertirse en el nuevo ícono caraqueño. Conformado por ocho edificios de viviendas, dos torres de oficinas y amplias zonas adicionales, era promocionado como el futuro de la ciudad. Con 225 metros de elevación, las dos torres se convirtieron en las edificaciones más altas de América Latina (título que conservaron por más de dos décadas) y también en la obra en concreto de mayor altura en el mundo. El total de la superficie de las zonas comerciales, recreativas, residenciales (más de 2.000 apartamentos), culturales y de oficinas del conjunto ronda el millón de metros cuadrados, cantidad que solo alcanzan unas pocas construcciones en todo el mundo. Más allá de la escala, albergar el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (luego Maccsi), Fundarte, el Museo del teclado, el Ballet Internacional de Caracas, el Museo de los niños y otras instituciones lo convirtió en una referencia cultural y recreativa. Los jardines ubicados en sus terrazas fueron diseñados por el arquitecto brasileño Roberto Burle Marx, considerado el gran maestro del paisajismo del siglo XX. En las áreas comerciales se establecieron refinados restaurantes y sucursales de tiendas lujosas. La Universidad Simón Bolívar instaló allí la coordinación de estudios a distancia. Por un tiempo, residir en Parque Central se consideró un privilegio. El evento de la ONU más importante celebrado en Venezuela, la III Conferencia sobre el Derecho del Mar, sirvió para estrenar los auditorios del conjunto en 1974. Con motivo de esta actividad, uno de los edificios residenciales se transformó en el Anauco Hilton.

Como han apuntado varios autores, existía interés político para que Parque Central sustituyese a las Torres del Silencio como ícono debido a que estas fueron edificadas durante la dictadura de Pérez Jiménez. Sin embargo, décadas después de su culminación, el gigantesco desarrollo no logró esa categoría.  ¿Qué pasó para que no fuese reconocido con esa condición?

La respuesta es compleja y obliga a revisar la historia reciente. Durante el período 1958-1998, Venezuela logró una significativa mejora en casi todos los indicadores sociales como esperanza de vida, alimentación, alfabetización, nivel de instrucción, servicios médicos y renta per cápita. Sin embargo, dos plagas fueron carcomiendo el andamiaje de la nación: gracias a la descomunal renta petrolera el Estado se convirtió en un monstruo hipertrofiado y derrochador. La sociedad en su conjunto se recostó sobre ese ogro disfuncional y le cedió casi todas las iniciativas. Por otra parte, la violencia criminal, baja al inicio de la democracia, se iría incrementando en forma dispareja: lentamente hasta los ochenta para luego explotar.

El año de la culminación de las obras de Parque Central, 1983, se produjo la primera señal de una debacle latente, el famoso viernes negro (18 de febrero). Las reservas monetarias del país no pudieron respaldar la relación cambiaria del bolívar frente al dólar y se inició el primero de la nefasta serie de controles cambiarios que Venezuela ha padecido desde entonces. Sin embargo, este campanazo fue ignorado y todo siguió más o menos igual.  En esos días inicié la serie fotográfica La caída de Babilonia, historias públicas y privadas. Se trató de una visión tenebrosa de Caracas conformada por fotomontajes e inspirada en el capítulo XVIII del Apocalipsis. Una ciudad, hasta poco antes amable con sus ciudadanos, empezaba a mutar en peligrosa y violenta. La primera imagen que compuse fue precisamente una vista de Parque Central. El conjunto, parcialmente destruido, es amenazado por un gigantesco dedo que emerge de un cielo negro.

Otros avisos de un futuro incierto se manifestaron en Caracas durante 1989 (Caracazo) y 1992 (intentos de golpe militar de febrero y noviembre). La violencia cotidiana aumentó tras estos eventos. Mientras, la administración de Parque Central era manejada desde su construcción por un ente estatal que excluyó de esta función a los propietarios de apartamentos, comercios y oficinas, situación que se mantiene hasta el presente. Existe en este hecho un perverso paralelismo con el país: un estado ineficiente acapara los recursos y castra la iniciativa privada. Como era previsible, la decadencia del conjunto empezó a manifestarse rápidamente: áreas sin iluminación, ascensores dañados, estacionamientos inundados, áreas comunes vandalizadas. En definitiva, una ruina precoz.

En este contexto, durante 1993 se expone en la Galería de la Universidad Simón Bolívar la muestra colectiva Caracas utópica, organizada por Ricardo Benaim. Nelson Garrido participó con Caracas sangrante, una fotografía intervenida digitalmente con la primera versión de Photoshop, para lo cual el autor contó con la colaboración de María Clara Fernández. Debe mencionarse que entonces se producía en todo el mundo una intensa polémica en el medio fotográfico sobre la validez del uso de la tecnología digital en la disciplina. Apelando a las célebres categorías de Umberto Eco en clave de lucha libre, se enfrentaban los Apocalípticos del Cuarto Oscuro con los Integrados del Pixel. Hoy sonroja leer los argumentos esgrimidos, o mejor sería decir excretados, en algunas de esas diatribas.

Regresando a la imagen de Garrido, se trata de una panorámica aérea de Parque Central. Sobre los edificios del conjunto, también sobre otras construcciones, aparecen líneas rojas que sugieren chorros de sangre escurriendo hacia las calles y autopistas.  La luz es amable y en la lejanía se observa el Ávila, que también mana sangre. Considero que aquí reside la fuerza de esta fotografía: la tragedia sucede en un hermoso día tropical característico de la supuesta eterna primavera caraqueña. Veo esta foto y oigo la voz del eterno patriota optimista: “Sí, hay mucho muerto, pero vivimos en el mejor país del mundo”. Tras la exposición, la foto circuló en formato de tarjeta postal.

En 1999, una de esas postales llegaría a manos del escritor José Balza y este le dedica el texto Imágenes sangrantes, aparecido en la revista española Quimera (1). El escrito valora la foto de Garrido en dos vertientes: como símbolo de la violencia que sufría Venezuela y a la vez la contrapone, junto al resto de la obra de Garrido, con el complaciente arte postmodernista en auge durante esos años.

Sin embargo, ni Garrido ni Balza ni nadie más podía imaginarse que Caracas sangrante, más que representar la violencia de los años noventa, vaticinaba un escenario mucho peor. Si alguien duda, basta revisar las estadísticas criminales de Venezuela. Para no abarrotar este texto de números y de desaliento, resumiré las cifras de asesinatos acaecidos en el país en el período 1981-2020 indicando el total por quinquenios (2). 1981-1985: 8.835; 1986-1990: 9.682; 1991-1995: 19.374; 1996-2000: 27.743; 2001-2005: 48.189; 2006-2010: 73.902; 2011-2015: 118.676; 2016-2020: 106.557.

Así, el paso del tiempo ha permitido descubrir el carácter profético de Caracas sangrante. Este drama responde la pregunta que quedó antes sin respuesta: Parque Central no llegó a ser el ícono de Caracas pues sintetiza la decadencia y las esperanzas rotas de una nación: primero de una democracia que se trunca, luego de una fracasada revolución que se transforma en dictadura. La sangre que brota en la foto de Garrido bien podría ser la que menciona el versículo final del capítulo XVIII del Apocalipsis refiriéndose a Babilonia: “Y en ella fue hallada la sangre de los profetas y de los santos, y de todos los que han sido muertos en la tierra”.


Notas

1 Número 180, mayo de 1999.

2 Datos extraídos de: BRICEÑO-LEÓN, ROBERTO. La gramática social de la paz y la violencia en Venezuela. Ensayo incluido en ¿Latinoamérica y paz? Propuestas para pensar y afrontar la crisis de la violencia. Hatzky, Christine; Martínez Fernández, Joachim; Wagner, Heike (coordinadores). Editorial Teseo 2020, Buenos Aires, Argentina.


Caracas sangrante

Por IGOR BARRETO

“En el manifiesto publicado por Glauber Rocha en los tiempos del Cinema Novo, se decía que la cultura del hambre era la violencia. La afirmación legitimaba un informalismo cinematográfico que en otros ámbitos de la época encontraría su consonancia en la lucha armada de los agitados años sesenta. Pero este no es el caso de la fotografía de Nelson Garrido, titulada: Caracas sangrante, aunque guarde una leve relación con el mencionado principio estético del Cinema Novo. Garrido pareciera abordar el tema de la violencia desde un ángulo más libre, más abierto, que permite ver la totalidad de la ciudad como un cuerpo agredido. Es una mirada sin parcialidades ideológicas. La fotografía no celebra la violencia, como sí lo hacía el cine de Glauber Rocha. La imagen fotográfica se queja de una ola gigante de saña y rabia que se ha apoderado de la ciudad. Lo urbano dio paso a las expresiones del mundo marginal, caotizando la vida de la urbe. Si para Cabré, el Ávila fue un símbolo natural que definía a Caracas, para Garrido «la violencia» tomó el lugar de esa naturaleza exuberante. La sangre y su color rojizo suplantaron el verde de la montaña. Porque hoy día la violencia es un gesto que nos pertenece a todos, aunque solo tendamos a verla tras los muros de la vida menesterosa”.

*Texto copiado de la página web de El Archivo, publicado el 25 de junio de 2020.

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional