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La diplomacia de EE UU: secretos con Venezuela

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La Casa Blanca celebró el Día de Venezuela para reconocer las contribuciones en Estados Unidos

La Casa Blanca / Foto AFP

En enero de 2019 estaba rumbo a Venezuela; entraría por la frontera por Colombia, pues el régimen de Caracas me mantenía una prohibición.

Había salido violando la negativa gracias a la ayuda del ministro de Relaciones de Exteriores de Colombia, Carlos Holmes Trujillo, y una carta que le había hecho llegar Juan Guaidó, a quien Washington reconocía como presidente de Venezuela desde 2019.

Después  de una prohibición de salida del país que duró 12 años, impuesta por las autoridades de mi país, abandoné Venezuela para una gira internacional cuyo epicentro era Washington.

Cuando me disponía a introducirme en los caminos de la frontera, recibí en mi teléfono un email de la Casa Blanca.

El mensaje decía: “Suerte, Leocenis. Mantente en contacto”.

Estaba firmado por Mauricio Claver Carone, asesor para América Latina del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y miembro del Consejo de Seguridad.

Dos días antes estuve con él en los jardines de la Casa Blanca, después de hablar en uno de sus salones.

Claver, un hombre complejo, sin grietas  por donde colarse para hacerlo cambiar de opinión. Estaba imbuido como muchos otros de un espíritu anticastrista, no solo por el régimen oprobioso de los Castro, sino porque él mismo era un cubano estadounidense que seguía muy de cerca la catastrófica situación económica y social de la isla producto del modelo socialista.

Hablamos muchas veces y estuve de manera no pública varias veces en la Casa Blanca. Sé que para algunos lectores sería muy entretenido hablar de eso. Jamás podré hacerlo.

Escribir sobre  la diplomacia estadounidense es complicado. Porque nada se puede revelar jamás. Las reuniones realmente importantes no tienen fotografías ni registros. Y, lo más importante, si quieres avanzar en el mundo complejo de Washington -el centro de esa diplomacia y del poder político- no debes contar nada. Porque Washington es hermético si cometes una imprudencia. Si revelas un dato, una reunión, una conversación, que no debías, eso se regará en los pasillos del poder.

Y hasta ahí llegará tu camino.

Algunos de mis encuentros en la Casa Blanca levantaron muchísimos rumores. Después de una breve conversa, cierta tarde, Juan Cruz, que había  sido el primer director para Asuntos del Hemisferio Occidental en el Consejo de Seguridad Nacional (National Security Council) del gobierno de Trump, me dijo: “Te felicito por manejarte así”. Un periodista de The Wall Street Journal, periódico estadounidense, había llamado para consultarle sobre mí. Con Cruz tenía una amiga común.

Fueron momentos muy incómodos porque yo quería pasar bajo perfil. En Washington la gente muy escandalosa termina mal. Lo que más se precia en esos círculos de poder es la discreción.

Las tensiones diplomáticas, como las guerras, siempre tienen momentos de opacidad, donde la verdad queda por momentos sepultada por el polvo y relegada por la euforia de los insultos.

Aunque ahora vuelve a tensarse la relación entre Estados Unidos y Venezuela por el asunto de Guyana, la verdad histórica es que no solo la liberación de la nación tiene sangre estadounidense, sino que en momentos importantes Washington y sus autoridades vinieron en auxilio de Venezuela.

El  problema es que la historia de esa relación desde Caracas está escrita por unos izquierdistas resentidos. Sepultaron la verdad. Hablan de imperialismo yanqui, en una época en que no había tal cosa. Confunden reclamos mercantiles silvestres y normales con conspiraciones globales. Es decir, la historia sobre Estados Unidos y Venezuela está repleta de unos cuentos cuyo colorido es el de una novela de Dostoievski.

La intención es fabricar hechos que no existieron, ideologizar la verdad, para ponerla al servicio de las ideas colectivistas que siempre necesitan un malo que hostiga a pequeños e indefensos aldeanos en alguna parte del mundo. Puedo decir que los historiadores de la izquierda nos han transmitido un filme de ficción, un seriado de Netflix que no se corresponde con la verdad.

La relación entre Estados Unidos y la república de Venezuela se remonta a principios del siglo XIX. La primera presencia diplomática de Estados Unidos en el país se dio en 1824, en Maracaibo, cuando este pertenecía a la Gran Colombia. Tiempo después, el 28 de febrero de 1835, Estados Unidos lo reconoció como nación independiente. Finalmente, John G.S. Williamson, encargado de negocios del gobierno estadounidense, estableció formalmente las relaciones diplomáticas entre ambos países el 30 de junio de este mismo año.

Pero, como ya sabemos, siempre la historia está llena de ironías.

Cuando en el año 1944 los aliados estaban preparando el desembarco a Normandía, entre los objetivos de sus aviones -la mayoría estadounidenses- estaba un puesto de mando del ejército alemán, el cual intentaban destruir para facilitar el desembarco.
Los aviones lo único que lograron fue estropear el tejado de aquel puesto alemán; lo hicieron, valga decir, por un hecho fortuito, porque en realidad no lo consiguieron, pero en medio de la búsqueda lograron estropear el tejado.
Lo que los estadounidenses que piloteaban aquellos aviones no sabían es que lo que estaban intentando destruir era la casa del francés Alexis de Tocqueville.

Lo que tampoco podían saber es que ese tejado, aquellas paredes, aquel jardín, se habían levantado con las ganancias por derecho de autor de La democracia en América.
Una paradoja.
Es decir, los estadounidenses estaban destruyendo la casa del autor del libro más importante que se ha escrito sobre la democracia y sobre Estados Unidos como nación.

Del tamaño de esa  ironía de desembarque de Normandía están edificados los acontecimientos más importantes en la política interamericana del presente siglo, marcada por una espiral conflictiva que caracterizó  las relaciones entre los gobiernos de Hugo Chávez y George W. Bush y Obama.

Y luego de Nicolás Maduro con Donald Trump.

He aprendido que Estados Unidos ha experimentado en su propia carne hondas transformaciones. Sufrieron el rigor tremendo de la guerra civil y los inmensos sacrificios de la guerra internacional. Han vivido etapas de angustiosa tensión. Han sentido orgullosa satisfacción de sus extraordinarias realizaciones y padecido frustraciones, no superadas todavía, que preocupan a sus más elevados espíritus.

En los últimos años, como paradoja personal, he abierto una respetable variedad de relaciones en Estados Unidos, muy a pesar de que llegué a Washington en un momento muy convulso, donde las palabras negociación política y trato directo con las autoridades de Caracas eran una maldición. Por desgracia estas eran las palabras que más usaba en cada reunión.

Para mi salvación, con los  estadounidenses hay algo que siempre va funcionar: decir la verdad. Ser franco.

Sobre esto que afirmo tengo una anécdota muy graciosa: en uno de mis viajes a Estados Unidos me empeñé en visitar a Bill Richardson, quien no sólo fue jefe de la Asociación de Gobernadores del Partido Demócrata, sino candidato a vicepresidente del presidente Obama, así como ministro de Energía de Bill Clinton y gobernador de Nuevo México.

Richardson murió este año. Hablamos tres días antes.

Bill Richardon era un campeón estadounidense que me honró al escribir el prólogo de mi libro Estamos Unidos. Cuando lo llamé para pedírselo y me dijo que sí, yo no cabía de la emoción. Le admiraba  mucho.

Solía defenderme con Jorge Rodríguez, que siempre ha dicho que soy un tipo difícil.

Hugo Chávez, el fallecido presidente de Venezuela que tan mal se entendió con Estados Unidos, apreciaba a Richardson. Llegó a decir en el programa del legendario presentador estadounidense Larry King que admiraba a Richardson.

Chávez era un hombre con un enorme pasticho ideológico. En 1999 envió una carta a la extinta Corte Suprema de Justicia, donde después de evocar una fuerza “cartesiana” y de mezclar a Cristo con Marx, invocó “la exclusividad presidencial en la conducción del Estado”, es decir, el Estado era él.

Pero más allá de su errática vuelta al socialismo marxista, su bronca permanente con la propiedad privada y la libre empresa. Chávez sabía con quién y cómo tratar al poder.

En 1999, cuando Chávez era el presidente electo de Venezuela y Bill Richardson era el secretario de Energía de la administración Clinton, Chávez visitó DC y enviaron a Richardson a reunirse con él.

Clinton y Al Gore no le recibieron.

Cuando conocí a Richardson me pareció un hombre con un sentido del humor muy negro. Solía bromear por todo. Y parecía nunca disgustarse de nada. Fue una reunión un poco incómoda al inicio, puesto que algunos duendes habían querido sabotear nuestro encuentro, y cuando yo desempaqué mis maletas en Santa Fe, ya lo habían hecho primero mis enemigos. Entonces Richardson mediaba por los secuestrados estadounidenses en manos del gobierno de Maduro.

Hice gala de algo que no me funciona mucho en el mundo latino, pero curiosamente me resulta muchísimo con los americanos: fui al grano, fui honesto y le dije algunas cosas incómodas sobre lo que yo pensaba estaba pasando con su mediación. Después de soltar todo aquello, pensé que Richardson llamaría a su secretaria Brooke Lange y me sacaría de su oficina a patadas.

Lejos de eso, Richardson hizo una conexión muy estrecha conmigo a partir de ahí, y solíamos  telefonearnos a menudo. A ese encuentro me acompañó mi querido amigo Asdrúbal Bermúdez, que vivía con su esposa en Texas. Manejó 10 horas para acompañarme.

Recuerdo que Keith Mines, exjefe de la oficina de Asuntos Andinos del Departamento de Estado y uno de los americanos que mejor ayudó en momentos muy álgidos de las tensiones entre Caracas y Washington durante la administración Trump, me mostró con orgullo una foto con Bill Richardson cuando supo que le visité.

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