La Cátedra Pío Tamayo y el Centro de Estudios de Historia Actual de la Universidad Central de Venezuela convocó a un Foro titulado “La Franja de Gaza: ¿Guerra religiosa, político-imperial o por simple espacio?”, que se realizó el miércoles 29 de noviembre, fecha del 76 Aniversario de la aprobación de la Resolución 181 de la Organización de Naciones Unidas, en la que se propuso la partición del territorio del Mandato Británico de Palestina para dos Estados, uno árabe y otro judío. Como es bien sabido, los judíos aceptaron la propuesta y declararon la independencia del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948; pero los árabes la rechazaron e invadieron el naciente Estado judío para impedir su establecimiento.
En esta Resolución se encuentra el origen del mito de los 2 Estados, que conserva una extraña persistencia que se prolonga hasta nuestros días. Todavía se escucha a veces que una solución al conflicto podría ser que Israel volviera a las fronteras de 1967 para abrirle espacio a otro Estado; pero éstas ni son fronteras ni son de 1967, porque más bien se trata de las líneas de armisticio de la Guerra de Independencia de 1948, fijadas ante cinco potencias agresoras: Egipto, Jordania, Líbano, Siria e Irak.
Con más propiedad debería hablarse de la “solución de los 22 Estados” porque, en efecto, hay solo un Estado Judío y en cambio veintidós Estados inscritos en la Liga Árabe, incluso uno llamado “Palestina”, cuyo territorio coincide con el de Israel y su capital estaría en Jerusalén. Para advertir la desproporción basta echar una ojeada al mapa del Medio Oriente y norte de África, donde es difícil siquiera divisar el mínimo territorio en disputa.
La Organización de Cooperación Islámica agrupa 56 países más uno, “Palestina”, lo que es una anomalía porque se supone que la autoridad palestina es laica, no confesional y garante de todas las religiones por igual en Tierra Santa. La Organización de Países No Alineados reúne a 120 Estados y su presidencia la ostenta Azerbaiyán, miembro de la OCI. Estas estadísticas podrían explicar algunas conductas incomprensibles de la ONU.
Así que puede descartarse que estemos ante una mera disputa territorial, de simple espacio; cuando a la tierra se le pone el adjetivo de “Santa” ya la disputa toma un cariz religioso, la lucha por esa tierra se vuelve parte de la Jihad o Guerra Santa, que tiene el objetivo manifiesto de imponer el Dar Al Islam, el dominio musulmán, que implica aniquilar o someter incondicionalmente a los infieles.
Aunque para los judíos se trata de la Tierra Prometida, que Dios le concedió primero a Abraham y luego le confirmó a Jacob, en el judaísmo no existe nada equivalente a aquella guerra santa. Como religión no es proselitista, ni concibe la conversión por la fuerza, la aniquilación o sometimiento de infieles, como el Islam. La Milhemet Mitzvah, que podría traducirse como guerra por mandato o mandamiento, es mucho más que el “derecho de defensa” reconocido en occidente, entraña un imperativo, es una defensa obligatoria.
Finalmente, es un hecho notorio que dondequiera que se plantee un conflicto en la actualidad, inmediatamente las grandes potencias toman posicionamiento de uno u otro lado. Pero no sólo Estados Unidos, como acostumbra rezar la izquierda al tratar del “imperialismo”, debe incluirse a Rusia como jugador en el tablero mundial, de inmediato a China, como la gran potencia emergente y en el Medio Oriente es imposible ignorar la presencia del Imperio Persa, que no es una potencia emergente sino que siempre ha estado ahí, presionando sobre occidente.
Habría que remontarse al primer imperio Aqueménida de Ciro II El Grande, 550 años AC, hasta Dario III, que terminó abatido por Alejandro Magno en el 330 AC. El Sasánida, que caería bajo el Islam en el 651 DC. El Safávida, del 1501 al 1722, convertido al chiísmo. Y el último, Pahlavi, desde 1925 a 1979, derrocado por la revolución islámica. Cabe preguntar si estos ayatolás son legítimos sucesores de aquellas dinastías; pero no podría dudarse que pretendan continuar el Imperio de los arios originarios.
Otro gran imperio que gravita sobre esta vasta región es el británico, que tiene la mayor responsabilidad en los desaguisados actuales, no solo porque ostentara el Mandato sobre Palestina después de expulsar al imperio otomano, contribuyera con los acuerdos secretos Sykes-Picot a los conflicto fronterizos entre los países que emergieron del proceso de descolonización, sino por la insidiosa hostilidad que siempre ha manifestado contra Israel y los judíos en general, desde las sucesivas ediciones del Libro Blanco hasta los actuales libelos difamatorios difundidos por la BBC de Londres.
Sería demasiado arduo remontarnos a las raíces del antisemitismo británico, siendo el primer país europeo en expulsar a sus judíos mediante un edicto de Eduardo I en 1290; pero es forzoso mencionar algunos datos sueltos que ayuden a entender esta compleja idiosincrasia que no es invención de la BBC o del diario The Guardian, sino que ellos la expresan.
La respuesta más fácil es que esta gente respira con la nariz de la Royal Dutch Shell, el gigante petrolero tan familiar en Venezuela y que fuera financista del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán y el régimen de Hitler, antes, durante y después de la II Guerra Mundial. O bien de la British Petroleum (BP), antaño Anglo-Persian Oil Company, fundada en Irán en 1908 que, para frustrar su nacionalización, conspiró para el derrocamiento de la República y la restauración del Sha de Persia mediante un golpe de Estado en 1953.
Otra respuesta más difícil sería admitir que todo el dinero de Catar, antigua colonia británica y principal financista de Hamás, no bastaría para comprar el odio sincero que destilan ciertos presentadores de la BBC, como una que le espetó a Naftalí Bennett, quien fuera Primer Ministro de Israel, que las fuerzas israelíes “son felices matando niños”. El punto no es lo mucho que esa mujer debe haber acariciado esa frase antes de escupírsela a Bennett, sino la plácida acogida que tuvo en la directiva del canal y en el público, porque nadie protestó, por más que esa señora no pueda tener evidencia alguna de esa felicidad que le imputa a las FDI; pero todos ven a los árabes celebrando, danzando y repartiendo dulces cada vez que asesinan a un judío, sea hombre, mujer o niño.
En RU no existe sanción social al antisemitismo. Jeremy Corbyn, líder del Partido Laborista, ha ensayado con cierto éxito el antisemitismo político, fue jefe de la oposición y candidato a primer ministro. Roger Waters airea su antisemitismo como un estandarte en sus conciertos para regocijo del público. Y no es inadvertencia: apenas el teatro alemán le revocó un premio a la dramaturga Caryl Churchill por su militancia antiisraelí, decenas de intelectuales y artistas firmaron una carta pública para respaldarla. La solidaridad con el pueblo “palestino” es el barniz con que la aristocracia británica da lustre a un odio ancestral para hacerlo plausible, como si se pudiera ser antisemita y conservar la nobleza.
Quizás no se ha subrayado lo suficiente que no hay tirano que no sea antisemita o que este reproche no le calza a ningún liberal.
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