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La ley es la ley… ¿Puede la mejor solución política derogar un sistema de justicia administrativa?

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Es notorio y comunicacional que las inhabilitaciones han sido mencionadas o publicadas en “cartas” o “declaraciones” de personas diferentes al contralor general

El artículo 156.32 y 218 de la Constitución de 1999 reserva al Poder Público Nacional las materias más sensibles del sistema jurídico, incluyendo expresamente lo atinente de los procesos judiciales. Es un dogma del constitucionalismo moderno que las leyes solo pueden derogarse por otras leyes, generando un clima propicio para el desarrollo del derecho a la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Sin embargo, por razones de impronta, el Código Civil venezolano en su artículo 7, además de ratificar el precepto constitucional, agrega un imperativo que resulta más gráfico para explicar lo que actualmente ha ocurrido tras el supuesto acuerdo donde se concibe un “(…) Procedimiento para la revisión de las medidas de inhabilitación por la Contraloría General de la República (…)” (SIC) como rédito de los Convenios de Barbados. El artículo 7 del citado código nos advierte que “(…) Las leyes no pueden derogarse sino por otras leyes; y no vale alegar contra su observancia el desuso, ni la costumbre o práctica en contrario, por antiguos y universales que sean (…)”. Más allá de cualquier cosmovisión que nos tilde de positivistas, estos textos contienen una cláusula de protección al sistema jurídico, precisamente, para evitar las desviaciones como las ocurridas en los últimos cuatro lustros, donde quien ha tenido la fuerza “política” se coloque por encima de la ley o la aplique mal, o más grave, la elabore por procedimientos no ajustados a la Constitución bajo la premisa de “necesidades políticas”, eclipsando al mismísimo Luis XIV o la teorización de Bossuet.

Muchos nos podrán increpar que estos acuerdos son “políticos”, cual categoría autónoma y absolutista de lo jurídico-constitucional. Son interpretaciones precisamente arbitrarias, no cónsonas con un Estado de Derecho; pero, es una palmaria realidad de hacer lo que venga en gana. Siempre hemos considerado que esta separación de categorías es uno de los juegos lingüísticos perversos para disfrazar las peor de las aberraciones en un mundo moderno: el primitivismo político. Entendemos que es necesario hacer política para evitar la guerra o sobrellevar ambientes polarizados como el venezolano. Sin embargo, por mucho que sea el rutilante pragmatismo exhibido, o las bondades de las mejores virtudes, un Estado institucional coloca límites (no reglas) al accionar político. Allí está el marco constitucional, al que deberá someterse siempre quien haga de su oficio la política. Y si hemos llegado a la crisis actual venezolana ha sido porque “la política” no ha tenido límites, y como un cáncer invasivo, colonizó todos los ámbitos de la vida real venezolana, incluyendo esas fronteras que imponen un “no hacer”.  Hasta los límites se considerarían límites para quien tiene el poder político cuando aquellos se accionan para conservar el gobierno, o lo más abyecto, un status quo político de juegos pétreos de funciones gubernamentales y de oposición, excluyente y sectario.

No debe interpretar el lector que estamos en contra de la política. Al contrario. Si la política se ejerciera con su amplia capacidad para resolver los problemas más acuciantes de la convivencia ciudadana, esa riqueza de soluciones bien ponderadas sería siempre una fuente inagotable para saber conquistar el poder o retenerlo, sin que ello implique violencia o el desconocimiento del otro. La política no conoce de corset, es decir, que necesariamente una respuesta política ante interrogantes deban resolverse bajo una “única óptica”; pero increpa siempre de fronteras hasta donde puede ella actuar. Esa frontera es la Constitución y los principios que de ella deriva. Una de las patologías graves de ausencia de política es cuando los políticos delegan en el Poder Judicial las soluciones que son en esencia deber de los actores en un sistema político. Como ha ocurrido en Venezuela, cuando aparece una persona que puede poner en jaque la continuidad del poder del actual gobierno, en vez de debatir y anular al adversario desafiante con una buena política, acude a procedimientos jurídicos, siendo el ejemplo más evidente las extrañas inhabilitaciones impuestas por la Contraloría General de la República, incluso a quienes ejerciendo la política nunca han ocupado cargos públicos que merezcan sancionarse. Sobre las inhabilitaciones, expertos constitucionalistas han ofrecido sus posiciones, magistrales, donde todos encuentran el koiné en que solo un juez competente, tras un proceso judicial con plenas garantías, contradictorio y derechos, puede declarar la inhabilitación.

Ahora bien, el pasado 30 de noviembre apareció publicado el texto de un procedimiento para “revisar medidas de inhabilitación acordadas por la Contraloría General de la República”, ello como consecuencia del acuerdo parcial sobre la promoción de derechos políticos y garantías electorales para todos, suscrito en Barbados el pasado 17 de octubre de 2023. En el documento habla de “las partes” del “gobierno bolivariano” y la “Plataforma unitaria opositora”. Es decir, ha sido producto de un consenso para buscar una solución “política”. Sin embargo, este acuerdo, si bien en una primera impresión sería un faro; más bien lo que se traduce es la concreción de un camino para destruir lo poco que queda del sistema procesal administrativo. Nos explicamos. Señala ese procedimiento algunos puntos que, a nuestro juicio, deroga –de facto– la Ley Orgánica de la Jurisdicción Contencioso Administrativa vigente (LOJCA 2010). Contempla un parche de baja factura al sistema de control judicial de la administración -ya de por sí maltrecho y sin fuerza- que de aplicarse, estaría tan viciado de inconstitucionalidad que a la final, quien se decida pasar por ese camino a la larga podrá ser aplastado -con legítimo derecho- por la Sala Constitucional del TSJ. Si algún candidato supuestamente inhabilitado se somete a ese procedimiento ad hoc, y de anularse la inhabilitación, sea un peligro electoral para el gobierno, no nos extrañaría que un “quídam” (generalmente llamado “patriota cooperante”) solicite la nulidad de esa sentencia de la Sala Político-Administrativa por violar el principio de reserva legal. De esta forma, la rueda de samsara, volvería a rodar con sus cabezas y tiempo, retrotrayéndonos al estado previo de los Acuerdos de Barbados.

Veamos un ejemplo de lo que estamos explicando. Dice el Acuerdo: “(…) 1. Cada uno de los interesados acudirá personalmente ante la Sala Político Administrativa del Tribunal Supremo de Justicia para ejercer el recurso contencioso administrativo que corresponda contra la medida de inhabilitación dictada por la Contraloría General de la República, acompañada de una solicitud de amparo cautelar, en el lapso establecido desde el primero de diciembre hasta el 15 de diciembre de 2023, en días continuos y sucesivos (…)”. El precepto prácticamente estipula un régimen diametralmente opuesto a lo establecido en el artículo 32 de la LOJCA. En esta ley, el afectado puede ejercer la acción en el término de ciento ochenta días (180) continuos, contados desde la notificación del acto. Pero, leyendo el acuerdo, esos 180 días se reducen a 15 (violando flagrantemente el derecho a la tutela judicial efectiva), con el agravante de que no especifica si se interpone la nulidad contra un acto inexistente, pues es notorio y comunicacional que las inhabilitaciones han sido mencionadas o publicadas en “cartas” o “declaraciones” de personas diferentes al contralor general. En pocas palabras, por “vía informal”. Así, nos preguntamos ¿cómo atacamos por nulidad un acto del cual se desconoce su contenido y es jurídicamente incierto?

Lo grave de este régimen procesal “sumario” contra las inhabilitaciones es su naturaleza “exprés” como las inhabilitaciones mismas. Cualquier procedimiento tramitado por lo establecido en ese acuerdo estaría tan viciado de inconstitucionalidad que, repetimos, un “quídam” tendría la cena servida para obtener una nulidad de la sentencia ante la Sala Constitucional. Por otra parte, este tipo de acuerdos automáticamente sumaría al descrédito de los que lo suscribieron, pues es el más grotesco olvido -adrede- de lo más elemental del principio constitucional de la legalidad procesal. Y por si fuera poco, el lenguaje del acuerdo arrincona a los hipotéticos accionantes hacia una incomprensible “reprochabilidad”, indicando que no pueden incorporarse en los escritos “conceptos ofensivos o irrespetuosos contra las instituciones del Estado”, como si fuera un recordatorio para bisoños colegas que jamás han pisado un tribunal. Este deber de lealtad es de Perogrullo, como si esto no se encontrara regulado desde la Ley de Abogados (1967), como por el Código de Procedimiento Civil (1987). Somos de la tesis que el recordatorio es la expresión de remordimiento de conciencia anticipado, sobre todo, de los abogados que elaboraron semejante documento violatorio de los más elementales principios constitucionales aplicados a la justicia administrativa.

El más grave peligro de todo este actuar no radica tanto en las consecuencias políticas. Lo delicado del asunto es que, de aceptarse, abriría las puertas formales para “acordar” cualquier reforma o abrogación de las leyes venezolanas; pues, el motivo sería “la paz política” o el supuesto bien del país. Para quien nos lee, hoy más que nunca -y jamás pensé que llegara a blasonarlo- ¡la Ley es la Ley! y por muy “universal que sea” la solución política, esta última no tiene la capacidad para modificar las primeras.

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