Saltburn de Emerald Fennell analiza, con un ritmo desordenado y un tono impredecible, una amistad en el peligroso límite de la obsesión. Pero lo que podría ser una exploración de las retorcidas dimensiones del deseo y la envidia, termina por ser, una rara demostración de malas decisiones de guion que hacen caótica una buena historia.
En 2020 Promising Young Woman de Emerald Fennell sorprendió al combinar una cinta del turbio género rape and revenge con una comedia retorcida e inquietante. El resultado fue una de las grandes sorpresas del año, pero en especial una exploración de la psiquis femenina y sus grandes temores, desde una óptica por completo novedosa. Carey Mulligan no solo encarnó los temores colectivos relacionados con la cultura de la violación. También, a la venganza convertida en una forma de reflexión sobre el abuso —de poder y de cualquier otro tipo— y el privilegio. Como era natural, el largometraje sorprendió e incómodo a partes iguales. Lo que, de una u otra forma, definió el punto de vista Fennell sobre el mundo.
Algo parecido intenta en Saltburn (2023), aunque sin tanta habilidad y agudeza. De hecho, lo más que se echa en falta en esta mirada sobre el deseo es la retorcida belleza con que la directora imprimió a su anterior película. Pero además, es notoria la influencia de Patricia Highsmith y su relato insidioso The Talented Mr. Ripley, que en 1999 llegó al cine con una inspirada adaptación de manos de Anthony Minghella.
La premisa es casi la misma: dos amigos, entre los cuales se interpone el deseo platónico —en esta ocasión, no tanto —, la competencia irracional y la envidia, deberán lidiar con sus sentimientos. Todo, en un escenario de privilegios que se hace más agobiante a medida que todas las piezas se unen para señalar lo obvio. Este vínculo entre dos hombres, tiene poco de romántico y sí mucho de destructor. Más aún, es una serie de hilos mal hilvanados que enlazan la vida de ambos en una historia cada vez más cruel y sórdida.
Amor y un agónico deseo
Fennell imagina, para ambos, un territorio sofisticado. Tanto Oliver (Barry Keoghan) como Félix (Jacob Elordi), son estudiantes de Oxford, a principios del milenio. El primero es casi una criatura de Dickens: un estudioso y humilde chico de provincias en medio de un elegante y decadente ambiente universitario. El personaje de Elordi es pura fuerza viril, salvaje, incontrolable y lujurioso.
También, apropiadamente acaudalado. La directora tiene mano de plomo para las sutilezas, por lo que pronto la historia muestra sus pequeñas grietas. El guion —que también escribe la realizadora— deja entrever que semejante diferencia hará mella en esta amistad improbable. Pero que, además, se hará cada vez más sofocante, para dos jóvenes que todavía tratan de encontrar su lugar en el mundo.
No obstante, el verdadero secreto es lo que esconde Oliver detrás de su aparente obsesión por destacar, ser admirado y querido. El argumento se toma el tiempo para debatir acerca de lo que esconde su rostro impasible, sus esporádicos malos modales y su enfurecida concepción acerca de la diferencia. Desea, definitivamente y sin mucho disimulo, a Félix. Pero la película carece de los matices para dejar entrever que no solo quiere su cuerpo, sino también lo que representa. El estatus, la riqueza, el poder. Solo que, aplastado por la confusión, para Oliver todo es la misma cosa, engalanado con la lujuria recién descubierta que le llevará esfuerzos reconocer.
El dolor y la belleza, en medio del poder
Para cuando Oliver recibe la invitación de Félix a su casa ancestral —la titular Saltburn— todo se hace más complejo y el ritmo de la película cambia de tal forma que resulta desconcertante en su forma de narrar la misma historia íntima de antes. Ahora, Félix es objeto del deseo, pero también, de una furia sorda, cocinada a fuego lento en la mente de Oliver, que es imposible de diferenciar de celos, necesidad de protección o al final simple psicopatía.
La directora se esfuerza por mostrar una idea sobre la insatisfacción que se transforma en violencia, que asocia al sexo masculino. Y quizás, las mejores partes de la película son, precisamente, cuando toma decisiones elegantes y bien planteadas para explorar en el ámbito de lo viril. Progresivamente, Oliver y Félix se convierten en paradigmas de la belleza y la masculinidad, a partir de cierto ideal griego. La sensación perenne y elusiva, que la juventud en los hombres le emparenta con una necesidad enajenada de construir el poder a través de la sexualidad.
Pero ya sea porque la película es más ambiciosa que eficaz, la premisa se queda a la mitad. Para su predecible final, lo que está claro es que Oliver termina por rendirse a su destino como elemento caótico en medio de una sofisticada decadencia. Sin embargo, el mensaje llega de manera abrupta, carente de la sutileza que la película explora en su primera parte y pierde en la tercera. Quizás, su peor problema.
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