Raúl no podía dar un paso más. Las ampollas le quemaban los pies y las piernas no le respondían.
Sus compañeros de viaje decidieron dejarlo atrás después de esperarlo durante tres horas en un peñasco del Cerro Picudo, en el desierto de Sonora en Arizona.
El grupo de cinco migrantes y un coyote llevaba cinco días caminando por el desierto, tras cruzar la frontera entre México y Estados Unidos.
Raúl Sánchez Sánchez tenía dos celulares: uno de línea mexicana y otro de línea estadounidense. El coyote le sugirió que usara el número de Estados Unidos para llamar al 911 y pedir que lo rescataran, aunque la patrulla fronteriza finalmente lo deportara a México.
Le dijo que si caminaba un poco más, captaría señal en alguna loma del Cerro Picudo, una montaña inhóspita que sobresale como una cabeza en las explanadas del desierto, en la ruta de 190 kilómetros desde Altar Sonora, en México, hasta el pueblo de Tres Puntos, en Arizona.
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Vestido con una camiseta roja y unos tenis negros, el mexicano de 36 años se recostó en la roca que marcaba la intersección entre dos caminos, como una Y, en una colina del Cerro Picudo. Llevaba sus pertenencias en una mochila.
El desierto de Sonora ocupa 86.100 kilómetros cuadrados, un territorio tres veces más grande que el de Haití. Del lado mexicano se extiende por las provincias de Baja California y Sonora. Del lado estadounidense, por los estados de Arizona y California.
Raúl le dijo al coyote que respiraba con dificultad y no podía moverse. Prefería retomar el camino cuando se sintiera mejor. Aún le quedaba agua y comida. Si se topaba con otros migrantes, se uniría a ellos para salir del desierto.
El coyote y los migrantes vieron a Raúl por última vez entre las 4:00 y 4:30 de la tarde del martes 22 de agosto de 2023.
Durante una semana su hermana Inmaculada lo llamó a la línea mexicana y a la de Estados Unidos, pero nadie respondió. Agobiada por el silencio, reportó la desaparición de Raúl a las Águilas del Desierto, un grupo de voluntarios que busca migrantes en el desierto de Sonora, entre Arizona y California.
Tras evaluar el caso, los voluntarios decidieron hacer un operativo para buscarlo el sábado 7 de octubre, casi siete semanas después de su desaparición.
Una cruz para la sepultura
Octavio Soria, conocido entre los voluntarios como Chaparrito, carga en su mochila una cruz que sembrará en la tierra si encuentra los restos de Raúl en el desierto.
La cruz de madera pintada de blanco fue donada por la congregación de las hermanas felicianas de América del Norte, para honrar la memoria de los migrantes que fallecen en el intento por llegar a Estados Unidos.
La frontera entre México y Estados Unidos es el paso migratorio terrestre más peligroso del mundo, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
En esta frontera ocurrieron casi la mitad de las 1.457 muertes y desapariciones de migrantes documentadas en el continente americano en 2022, aunque la OIM advierte que la cifra está subestimada por falta de datos oficiales de los gobiernos de México y Estados Unidos.
La noche anterior a la búsqueda, Chaparrito condujo siete horas hasta el campamento de las Águilas del Desierto en Ajo, un pueblo en el sur de Arizona ubicado a menos de 90 kilómetros de la frontera con México.
Dado que el campamento todavía no dispone de instalaciones formales, Chaparrito durmió aquella noche dentro de una carpa después de rociar repelente para ahuyentar a las serpientes, ratones, alacranes y hormigas.
A las 4:00 de la mañana, los 15 voluntarios que participan en la búsqueda se alumbran con linternas mientras cargan las camionetas con radiotransmisores, frutas, botellas de agua y suplementos de electrolitos, para reponer los minerales que perderán a través del sudor.
La deshidratación es la principal causa de muerte entre los migrantes que atraviesan el desierto de Sonora, el más cálido de América del Norte, con temperaturas que se aproximan a los 50ºC.
Aunque el calor y la falta de acceso a ríos y arroyos amenazan la vida de los migrantes, muchos escogen atravesar el desierto de Sonora porque hay menos vigilancia que en otros puntos fronterizos como California, Nuevo México o Texas, donde el paso está bloqueado por muros, boyas y alambres de púas.
Después de decenas de búsquedas, los voluntarios han comprobado que deben llevar al menos 13 botellas de agua cada uno: diez para consumo propio y otras tres para entregarlas a algún migrante vivo que encuentren en plena travesía.
La clave es beber el agua a sorbos durante la caminata, para evitar síntomas como fatiga, dolores de cabeza o mareos.
Al igual que otros voluntarios, Chaparrito viste una camiseta amarilla fosforescente para distinguirse del marrón y verde que dominan el paisaje, botas para pisar las vigorosas espinas de los arbustos y coberturas hasta las rodillas para evitar las mordeduras de serpientes.
También lleva lentes y sombrero para protegerse del sol que aún no despunta.
Un amuleto cuelga de su mochila: el zapato de un niño que recogió en un operativo por el desierto de California, entre San Diego y Tijuana. Le gusta pensar que aquel “zapatito” quedó atrás cuando los padres del niño partieron de madrugada, después de haber descansado bajo el árbol donde lo encontró.
“Este zapatito me ha acompañado durante los tres años que he sido voluntario con las Águilas del Desierto”, cuenta mientras verifica que lleva agua suficiente para la jornada.
Hace 34 años, cuando Chaparrito tenía 14, su madre lo envió a Estados Unidos con un tío desde Querétaro a través del desierto de California. Cada vez que participa en una búsqueda, piensa en el sacrificio que significó para ella separarse de él.
¿Quién es Raúl?
Cuando Inmaculada reportó la desaparición de su hermano a las Águilas del Desierto, dijo que tenía un tatuaje de la Virgen de Guadalupe en el brazo derecho y usaba un implante para reemplazar dos dientes superiores.
Raúl es el menor de seis hermanos. La familia Sánchez es oriunda de San Antonio Acatepec, un pequeño pueblo de la sierra en el municipio Zoquitlán, en el estado de Puebla, en el centro de México.
Los Sánchez pertenecen al pueblo nativo de los nahuas y su lengua es el anáhuac.
Inmaculada no sabe leer ni escribir en español. Cuando los voluntarios de las Águilas del Desierto le dijeron que llamara al consulado mexicano en Arizona para denunciar la desaparición de Raúl, sintió que sería incapaz de encarar las gestiones para su búsqueda.
“Eso era lo peor que me podía pasar, verme obligada a pedir ayuda en un idioma que no hablo bien”, cuenta en entrevista telefónica desde San Antonio Acatepec.
Asegura que en el consulado le dijeron que debía recabar pruebas de dónde había desaparecido Raúl y cómo iba vestido.
“¿Cómo lo van a encontrar si ya tiene mes y medio perdido?”, se preguntaba Inmaculada. “¿Quién lo va a rescatar en ese desierto tan grande y peligroso?”.
Envuelta en la incertidumbre, contactó a un compadre de Raúl para que la ayudara a localizar al coyote.
Raúl perdió su empleo en un autolavado durante el confinamiento por la pandemia del coronavirus. En vista de que no encontraba un trabajo estable, decidió marcharse a Estados Unidos. En la sierra quedaron sus dos hijos adolescentes y su pareja mientras él emprendía la ruta.
“Él nunca me dijo que tenía pensado irse por el desierto de Sonora. Si me lo hubiese dicho, jamás se lo habría permitido”, dice Inmaculada.
El plan de búsqueda
Las Águilas del Desierto reciben alrededor de 450 peticiones de búsqueda mensualmente a través de sus números telefónicos y sus cuentas en redes sociales.
Con un centenar de voluntarios que rotan en cada operativo, ejecutan dos o tres búsquedas cada mes. Descartan la mayoría de los casos por falta de información que permita identificar en qué lugar del desierto deben buscar.
Sin embargo, el compadre de Raúl proporcionó coordenadas precisas después de conversar con el coyote que orientó al migrante en su tránsito hacia Estados Unidos.
Según el coyote, Raúl y los demás migrantes pasaron frente a un rancho y caminaron más de una hora por un arroyo seco ubicado en la cara este del Cerro Picudo. Subieron por la montaña y dejaron a Raúl junto a la roca. Luego tomaron el camino hacia la derecha en la Y.
“No se ha conectado por Whatsapp. Eso es lo raro”, dice el compadre en una reunión por Zoom con los rescatistas, como si no comprendiera el significado de aquella ausencia.
El compadre vive en Estados Unidos pero es indocumentado, por lo que pide mantenerse en el anonimato.
Frente a un mapa del desierto marcado por las coordenadas, Ely Ortiz, director de las Águilas del Desierto, pone en duda que los compañeros de Raúl le hubieran dejado agua y comida, los recursos más valiosos para los migrantes que cruzan el desierto.
“¡Qué rara ruta lleva esta gente!”, dice Ely. Le parece más lógico seguir las faldas del cerro en lugar de subirlo.
Los voluntarios se preguntan qué camino pudo haber seguido Raúl si tenía dificultades para caminar y concluyen que hay dos posibilidades: encontrarlo cerca de la roca donde lo vieron por última vez o en la ruta del arroyo hacia las faldas de la montaña.
“Él no aguantó subir esto”, supone Ely mientras rasca las pendientes del Cerro Picudo con el cursor sobre el mapa, en una pantalla compartida con los voluntarios.
“Está feo este lugar”.
Cree que pueden abarcar seis kilómetros si dividen a los voluntarios en dos grupos: uno subirá el Cerro Picudo hasta la roca que marca la Y y el otro seguirá el curso del arroyo en la base de la colina.
“Se les agradece de todo corazón”, dice el compadre de Raúl antes de despedirse. “Dios me los bendiga a todos”.
El sábado 7 de octubre, a las 8:30 de la mañana, el videógrafo José María Rodero y yo llegamos junto con los voluntarios a la entrada del desierto de Sonora más próxima al costado oriental del Cerro Picudo.
Decidimos acompañar a Chaparrito en el grupo que caminará por el arroyo.
Los voluntarios del otro grupo informarán por las radios, sintonizadas en la frecuencia 2, si encuentran a Raúl en la montaña.
El recuerdo de un hermano
Ely Ortiz buscó a su hermano y a su primo por el desierto de Sonora durante cuatro meses en 2009. Pidió asistencia a la patrulla fronteriza de Arizona y a los Ángeles del Desierto, la única organización que en aquel entonces buscaba a los migrantes desaparecidos.
Sin embargo, no obtuvo ayuda porque los migrantes fueron abandonados por el coyote dentro de una base militar abandonada. Cuando finalmente logró el permiso de acceso, no se imaginó cuánto le afectaría recuperar los restos.
“Se hicieron momias por el calor, todavía despedían un olor terrible. Mi hermano se quitó los zapatos y los puso a su lado, supongo que ya tenía los pies muy lastimados por las ampollas”.
Ely asegura que aquella experiencia le ocasionó “un trauma muy grande”.
“La primera noche no pude dormir. Me agarró un miedo que no me dejaba hacer nada, lo veía en todas partes”, cuenta el rescatista. “Por eso decidí dedicarme a buscar migrantes en el desierto de Sonora”.
Junto a su esposa Marisela, Ely comenzó a organizar búsquedas los fines de semana, mientras su hija mayor de 12 años se quedaba en casa a cargo de sus hermanas menores.
“Fue una decisión familiar muy importante. Mi hija tuvo resentimiento contra nosotros porque sentía que la habíamos abandonado”, explica Marisela. “Y yo tenía culpa por delegarle la responsabilidad de cuidar a sus hermanas”.
Durante los primeros operativos, Ely salía del desierto con ampollas sangrantes. En una ocasión sintió que iba a desmayarse por un golpe de calor y pidió a otros voluntarios que llamaran al 911 para que lo evacuaran de emergencia.
“En ese momento entendí por qué muchos mueren de sed y calor”, afirma. “Los migrantes se meten debajo de un arbusto para dormir y no vuelven a despertar”.
Cuando conoce la última ubicación de un migrante desaparecido, Ely reporta el caso a la patrulla fronteriza y al consulado competente. Gracias a esas gestiones se han encontrado al menos 500 migrantes con vida durante los 14 años que ha funcionado la organización.
La desaparición de Raúl también fue notificada a la patrulla fronteriza de Arizona.
Cuando los voluntarios encuentran el cuerpo del migrante que buscan, Ely llama a los parientes para darles la noticia. “Los familiares suelen pedir fotos de los restos. Siempre les pregunto si están preparados para ver eso”.
Después de tantos años, los operativos todavía le afectan. “Cada vez que encontramos un cuerpo, vuelvo a recordar a mi hermano”.
Al menos 3.600 migrantes indocumentados han fallecido en el desierto de Sonora desde 1990, según las autoridades estadounidenses.
Este sábado, Ely y Marisela se quedan en las camionetas para coordinar a los voluntarios por radio y socorrerlos en los vehículos de ser necesario. Reparten naranjas y agua de coco antes de que los rescatistas se internen en el desierto para buscar a Raúl.
“¡Traemos agua y comida!”
Al igual que en otros operativos, los voluntarios se reúnen en círculo y elevan juntos una plegaria a Dios para que los proteja de las amenazas del desierto y los ayude a encontrar al migrante que están buscando.
Iniciamos el recorrido junto a Chaparrito y nos topamos con “evidencias”, como llaman los voluntarios a los rastros que dejan los migrantes: mochilas de camuflaje para disimular su paso por el desierto y “zapatos alfombra”, calzados felpudos que no dejan huellas en la tierra para evitar que la patrulla fronteriza los detecte.
En algunos lugares se acumulan botellas de plástico, encendedores, cobijas, ropa y juguetes. Antes de tocar las mochilas con las manos, los voluntarios las voltean con palos para comprobar que no haya un escorpión o una serpiente dentro.
El voluntario Alberto Ortega descubre la huella de un puma de montaña en la tierra. Cuando sube la mirada, avista un zopilote negro, un ave de rapiña que sobrevuela y come la carne en descomposición que detecta en tierra.
La presencia de los zopilotes ayuda a los voluntarios a localizar cuerpos a distancia. “El olor es insoportable si el cuerpo está fresco. Sencillamente te corta la respiración”, dice Alberto mientras se abre paso por un matorral tupido.
De pronto, encontramos huesos desperdigados entre los arbustos.
Alberto se agacha, pone una cinta métrica junto al hueso más grande y le toma una foto con su celular. Repite el procedimiento con cada hueso visible. Cuando recupere señal, enviará las imágenes a médicos forenses del condado de Pima, para que confirmen si se trata de huesos humanos o de animales.
Luego toma las coordenadas y amarra cintas amarillas fosforescentes a piedras que coloca junto a los huesos, para facilitar a las autoridades la tarea de encontrarlos.
Descendemos por el camino de piedras que alguna vez fue el fondo del arroyo. A medida que avanzamos, Chaparrito grita: “¡Somos Águilas del Desierto! ¡Traemos agua y comida!”.
Aquella alerta no solo busca ayudar a los migrantes que puedan estar perdidos y sedientos por la zona. También advierte sobre la presencia de los voluntarios a miembros del crimen organizado que circulan por aquella frontera porosa para el tráfico de drogas.
Recibimos un aviso por las radios: un migrante vivo que escuchó a Chaparrito se acercó para pedir ayuda y entregarse a la patrulla fronteriza.
“¡Necesito agua, necesito comida!”, le dijo en llanto a Marisela, que esperaba en el auto junto a Ely.
Cuando regresamos a los vehículos, encontramos al hombre sentado, con la mirada perdida. Me acerco para preguntarle cómo se siente y tarda varios segundos en responder, como si no entendiera lo que estoy diciendo.
Accede a que Ely llame a la patrulla fronteriza para que lo auxilien y lo envíen de vuelta a México.
Dice que tiene 42 años. Su esposa y sus dos hijas lo esperan en México. “Es horrible. Si hubiese sabido que corría el riesgo de morir, jamás habría entrado al desierto”.
Lleva tres días perdido, sin agua ni comida. Cuando escuchó el grito de Chaparrito, se escondió y nos observó. “Tuve mucho miedo, me costó entender que podían ayudarme”.
“Ahora lo único que quiero es volver con mi familia”.
“Encontramos un cuerpo”
Mientras seguimos el curso del arroyo, el otro grupo escala el Cerro Picudo durante más de cuatro horas y llega al lugar donde Raúl fue visto por última vez con vida.
Sin embargo, los voluntarios no encuentran rastros del migrante.
Hay tantas rocas grandes y maleza crecida que les resulta difícil estar seguros de que llegaron al peñasco donde el camino se divide en una Y. Dos de los voluntarios se adelantan y avistan huesos.
“Esperen, compañeros, encontramos un cuerpo”, escuchamos por la radio.
Son huesos de costillas y pies. En el lugar donde debería estar la cabeza, había un arito de metal, como un piercing.
A varios metros de distancia encuentran un cráneo y una cartera con la identificación de una mujer llamada Soledad Elizabeth Alvarado Castillo. En el carnet figura una dirección de domicilio en el estado de San Luis Potosí, en el centro de México.
A todos les sorprende haberse topado con un cuerpo que no estaban buscando en un área tan remota del desierto.
Días después, los voluntarios encontraron la ficha de Soledad en el portal de la Comisión Estatal de Búsqueda de Personas de San Luis Potosí.
Medía 1,55, tenía 28 años, los ojos cafés claros y el cabello largo y lacio. Fue vista por última vez un año y siete meses antes, el 28 de enero de 2022. Tenía tres tatuajes, un piercing en la lengua y otro en la nariz.
Pies sobre una piedra
Mientras sus compañeros cercan el primer cuerpo, el voluntario Roberto Martínez saca fuerzas para treparse por las rocas y buscar más pertenencias del cadáver.
“Varios metros más adelante, veo unos pies sobre una piedra y empiezo a ponerme nervioso”, recuerda Roberto.
Se acerca y descubre otro cuerpo que tiene una camiseta roja, unos tenis negros y un implante dental. Como Raúl.
“Les dije a los compañeros que había localizado al muchacho que estábamos buscando”.
Durante su voluntariado en las Águilas del Desierto, Roberto ha encontrado varios cuerpos. “Siempre me pregunto cómo es posible que nos hagamos esto de un ser humano a otro, cómo las fronteras y la política nos llevan a perder la vida”.
Ninguno de los voluntarios que había subido el Cerro Picudo llevaba una cruz de madera pintada de blanco para ponerla junto a los cuerpos.
Solo las llevan Chaparrito y Alberto en el grupo del arroyo.
“Ahora viene la peor parte”
Cuando nos enteramos de los hallazgos por las radios, le pido a Ely que nos ayuden a llegar al lugar donde al parecer han encontrado a Raúl. Advierte que es peligroso y no quiere ponernos en riesgo.
Sin embargo, Chaparrito y otro voluntario se ofrecen a acompañarnos.
No nos queda mucha agua después de haber caminado durante cinco horas.
Desde la base de la montaña, Chaparrito apunta al peñasco donde se quedó Raúl para mostrar un pequeño punto amarillo, la camiseta de otro voluntario.
A medida que avanzamos, las cuestas se hacen más empinadas y los matorrales se transforman en túneles de espinas que se enganchan a la ropa y desgarran la piel.
Después de subir durante un par de horas, aparecen dos voluntarios que bajan agotados. “Ahora les viene la peor parte”, alerta uno de ellos.
Aquella advertencia me hace entender que si sigo subiendo, quizás no tenga fuerzas para volver por mis propios medios. Sedienta y mareada, decido regresar con los voluntarios que bajan.
Le pregunto a mi compañero José si puede seguir adelante y responde que sí. Chaparrito se despide diciendo que cuidará bien de él.
Les toma otras dos horas alcanzar el lugar donde está el cuerpo de Raúl. Cuando están cerca de llegar, un calambre en las piernas asalta a Chaparrito y José se tuerce una rodilla.
“Sigamos subiendo que sí podemos”, le dice Chaparrito a José.
“¿Sí sabes a lo que te vas a exponer?”
Empieza a tronar. Uno de los voluntarios dice que no me preocupe. No ha llovido durante los últimos tres meses en el desierto, así que seguramente las pendientes estarán secas cuando Chaparrito y José bajen de la montaña.
Cuando avistan la cinta roja que marca el perímetro del cuerpo de Raúl, Chaparrito se da la vuelta y le pregunta a José: «¿Estás preparado mentalmente? ¿Sí sabes a lo que te vas a exponer?»
Chaparrito avanza entre las grandes rocas grises con la cruz blanca colgada de la mochila.
Cuentan que un olor a carne descompuesta se abalanza sobre ellos. A medida que se aproximan a la cinta roja, escuchan el zumbido de moscas.
José se atreve a mirar el cuerpo. Está acostado boca arriba, con la cabeza girada hacia un lado, junto a una mochila y un galón negro de agua.
Los restos están bajo el sol, como si Raúl se hubiese quedado sin fuerzas para buscar una sombra y resguardarse de las inclemencias del desierto.
Chaparrito retira la cruz blanca que carga en la mochila y saca un crucifijo y un frasco de agua bendita. Deja el bolso a un lado y se quita el sombrero que lo ha resguardado del sol durante toda la jornada.
Clava la cruz en la tierra cerca del cuerpo y pone varias piedras entorno a la base, para garantizar que se mantenga erguida a pesar de los embates del viento.
Chaparrito coloca el crucifijo en la cruz y se arrodilla. Extenuado, pide que le recuerden el nombre del muchacho que buscaban.
“¡Raúl!”, grita Roberto, el voluntario que encontró el cuerpo.
Chaparrito se persigna e inicia una oración:
“Ave María purísima…
Padre santo, en tus manos ponemos a Raúl.
Lamentablemente no fue la dicha que le esperaba.
Te rogamos, padre santo, que lo recibas en tu santo reino.
Tal vez, Señor, él fue pecador.
Tal vez, Señor, él vino con la idea de sacar a su familia adelante.
Sin embargo, no lo pudo lograr”.
“Con esta agua bendita resplandezco”, dice antes de tomar el frasco y rociar gotas sobre la cruz y el cuerpo. “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén”.
De rodillas, Chaparrito se persigna y permanece en silencio para ahogar el llanto, pero no puede contenerlo. Con la cabeza reclinada hacia adelante, se cubre la cara un instante, luego abre los ojos y se seca las lágrimas.
Después de una inhalación profunda, dirige la mirada hacia un lugar vacío, como si evitara observar el cuerpo.
Un rescate en helicóptero
Un agente de los equipos de búsqueda y rescate del condado de Pima aterriza en la montaña, a bordo de un helicóptero, para retirar los cuerpos.
“Muchas gracias, hicieron un gran trabajo”, dice a los voluntarios.
Comienza a llover.
Mientras espero que Chaparrito y José bajen de la montaña, después de nueve horas de caminata, veo la llegada de los cuerpos en el helicóptero y su traslado en una camioneta.
Un funcionario del equipo de búsqueda y rescate del condado de Pima me explica que aquella montaña es un lugar remoto por donde pasan los migrantes que se extravían en la ruta hacia Estados Unidos.
Estamos ante una ocasión excepcional. En promedio localizan un cuerpo al mes. Sólo aquel día lograron rescatar dos, gracias a las Águilas del Desierto.
Ely dice que es inusual que se movilicen tan rápido para recuperar restos. Aclara que muchos migrantes han aparecido en el Cerro Picudo, pero del otro lado, en el oeste de la montaña.
Al final del operativo, antes de despedirse satisfecho por los hallazgos, Chaparrito revela que se mudará a Texas para fundar un nuevo capítulo de las Águilas del Desierto.
En la sierra de San Antonio Acatepec, la familia de Raúl espera que el consulado mexicano en Arizona cumpla con la repatriación de sus restos.
“Estamos agradecidos con los voluntarios por buscar a mi hermano y permitirnos tener un cierre”, dice Inmaculada entre sollozos.
“Lo más importante ahora es que mi mamá entierre a su hijo”.
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