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Nuestra era sacudida por las megamenazas

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Desde la publicación de Megamenazas en octubre de 2022, los temas en los que hice hincapié se han vuelto moneda corriente. Todos hoy reconocen que las amenazas económicas, monetarias y financieras están en aumento y que interactúan de maneras peligrosas con otros diversos acontecimientos sociales, políticos, geopolíticos, ambientales, sanitarios y tecnológicos. En consecuencia, en diciembre de 2022, el Financial Times eligió “policrisis” como una de sus expresiones de moda del año. Más allá de cuál sea el término que cada uno prefiera (otros han adoptado “permacrisis” o “confluencia de calamidades”), cada vez hay más conciencia de que no solo la economía global, sino también la supervivencia humana, están en peligro.

Tal como advertí en Megamenazas, la “Gran Moderación” (un largo período de baja volatilidad macroeconómica luego de mediados de los años 1980) ha dado lugar a la “Gran Estanflación”. En 2022, fuimos testigos de un alza de la inflación en las economías avanzadas y en los mercados emergentes, una marcada desaceleración del crecimiento global que se prolongó hasta 2023 y señales de serios problemas de deuda en el sector privado y público en tanto bancos centrales aumentaron las tasas de política para estabilizar los precios.

Debido a este ajuste de la política monetaria, la inflación ha caído en todo el mundo; al mismo tiempo, el impacto de los shocks de oferta negativos de corto plazo y estanflacionarios -la pandemia, el alza de los precios de las materias primas luego de la invasión de Ucrania por parte de Rusia y la política de “COVID cero” de China- se ha venido desvaneciendo gradualmente durante 2023. Pero la inflación sigue muy por encima de la meta del 2% en las economías avanzadas, y una docena de otros shocks de oferta agregada negativos de mediano plazo analizados en Megamenazas se han vuelto más severos.

Por ejemplo, la desglobalización ha seguido su curso y cada vez más países pasan del libre comercio al comercio seguro, y de la integración económica al desacople y la “eliminación del riesgo”. La relocalización (reshoring), la deslocalización cercana (near-shoring) y la reubicación en países con gobiernos amigos (friend-shoring) implican una compensación entre eficiencia y resiliencia, en donde las cadenas de suministro globales justo a tiempo están siendo reemplazadas por acuerdos “por si acaso”.

Asimismo, el envejecimiento de la sociedad en Europa, Japón y China está reduciendo la oferta de trabajadores en un momento en que las restricciones inmigratorias afectan el flujo de mano de obra de los países pobres a los países ricos -lo cual hace subir los costos laborales-. El cambio climático ya está alimentando la inseguridad energética y alimentaria, está haciendo subir los costos de la energía y de los alimentos, y el mundo todavía no ha hecho lo suficiente para prepararse para futuras pandemias.

Por otra parte, existen los riesgos subestimados planteados por la incidencia de la IA en la guerra informática y la desinformación, así como problemas de larga data, como la reacción violenta latente contra la creciente desigualdad en materia de riqueza (que puede conducir a más políticas fiscales que hagan subir los salarios y al respaldo de políticos populistas). Por último, en tanto Estados Unidos se inclina más por el dólar como herramienta de política exterior, la desdolarización sigue siendo un riesgo importante.

En consecuencia, a pesar de la moderación de corto plazo de los shocks vinculados al COVID, el mundo sigue enfrentando riesgos estanflacionarios considerables (un crecimiento más bajo y una inflación más alta) que, en su mayoría, tal vez cobren más fuerza en los próximos 10 años.

La fiesta terminó

También advertí anteriormente que los ratios altos y en ascenso de deuda privada y deuda pública, que alcanzaron el 330% del PIB a nivel global en 2022 (420% en las economías avanzadas y más del 300% en China), marcan un cambio drástico respecto del período previo a 2021, cuando los ratios de deuda eran altos, pero los ratios del servicio de la deuda eran bajos. La década de estancamiento secular posterior a la crisis financiera global se caracterizó por un crecimiento bajo de la demanda agregada, un volumen importante de ahorros privados y públicos y bajas tasas de inversión. El crecimiento lento condujo a tasas de interés ajustadas por inflación bajas, mientras que tasas de política cercanas a cero o inclusive negativas, combinadas con un alivio cuantitativo y crediticio, mantuvieron las tasas reales y nominales muy bajas -y muchas veces en territorio negativo-, tanto en el extremo corto como en el extremo largo de la curva de rendimiento.

Pero ese contexto de dinero fácil se terminó. Los shocks de oferta negativos de la pandemia, junto con las políticas de estímulo en respuesta a ella, derivaron en un alza de la inflación a partir de 2021. Los bancos centrales luego reaccionaron (finalmente) aumentando las tasas tanto nominales como reales. Pero con los ratios de deuda privada y pública tan altos, a los bancos centrales les resultará difícil reducir la inflación a su meta del 2%. Están atrapados en una “trampa de deuda” y enfrentan no solo un dilema -cómo alcanzar una inflación del 2% sin causar un aterrizaje económico forzoso-, sino un “trilema”: cómo alcanzar una estabilidad de precios evitando, al mismo tiempo, una recesión y una crisis financiera.

Lo sucedido desde la publicación de Megamenazas ha confirmado que este trilema es un problema serio. Si los bancos centrales siguen aumentando las tasas de política para hacer bajar la inflación al 2%, una recesión y una crisis de deuda entre deudores privados y públicos altamente apalancados se tornan más probables. Pero si los responsables de las políticas no se inmutan y abandonan su objetivo de estabilidad de precios, la inflación y las expectativas de inflación podrían desanclarse, desatando una espiral de precios y salarios.

Hasta el momento, los bancos centrales no se han inmutado. Pero si la inflación se mantiene por encima de la meta -como parece factible, dado el alto crecimiento salarial y los precios todavía altos de las materias primas-, tal vez terminen cediendo para no provocar una crisis económica y un colapso financiero. El hecho de que ya hayan interrumpido las alzas de las tasas a pesar de una inflación básica demasiado alta (que excluye los precios volátiles de los alimentos y de la energía) sugiere que pueden estar preparándose para aceptar una inflación por encima de la meta.

Guerras de necesidad

Además de los shocks de oferta agregada negativos, varias tendencias de la demanda agregada también implican que la inflación será más alta. A medida que crezcan los déficits, los bancos centrales, finalmente, pueden verse obligados a monetizar la deuda pública. Y los déficits aumentarán porque muchos países clave están inmersos en por lo menos seis batallas (entre ellas, algunas guerras reales) que exigirán mayores niveles de gasto.

Por empezar, ahora estamos en una “depresión geopolítica”, debido a la creciente rivalidad entre Occidente y potencias revisionistas (tácitamente aliadas) como China, Rusia, Irán, Corea del Norte y Pakistán. La invasión de Ucrania por parte de Rusia todavía podría expandirse y arrastrar a la OTAN. Israel -y posiblemente Estados Unidos- está en un curso de colisión con Irán, que está en el umbral de convertirse en estado con armas nucleares. La operación militar de Israel en Gaza en respuesta a la masacre de ciudadanos israelíes por parte de Hamas el 7 de octubre amenaza con avivar las llamas de un conflicto regional más amplio, que provocaría otra alza de los precios de la energía. Mientras tanto, Estados Unidos y China no cesan en su enfrentamiento por la influencia en Asia y el destino de Taiwán. Estados Unidos, Europa, la OTAN y prácticamente todos en Oriente Medio y Asia se están rearmando, y niveles más altos de gasto en armas convencionales y no convencionales (incluidas armas nucleares, cibernéticas, biológicas y químicas) son casi un hecho.

La batalla contra el cambio climático también será costosa. Se espera que el costo de la mitigación y la adaptación sea de billones de dólares por año en las próximas décadas, y es ingenuo pensar que estas inversiones vayan a impulsar el crecimiento. Consideremos una guerra real que destruya gran parte del capital físico de un país. Si bien un alza de la inversión en reconstrucción puede producir una expansión económica, el país sigue siendo más pobre por haber perdido un gran porcentaje de su riqueza. Lo mismo es válido para las inversiones climáticas. Un porcentaje significativo del stock de capital existente tendrá que ser reemplazado, ya sea porque se ha vuelto obsoleto o porque ha sido destruido por eventos climáticos.

También habrá que librar una batalla costosa contra las pandemias futuras. Por una variedad de razones -algunas de las cuales están relacionadas con el cambio climático-, los brotes de enfermedades con el potencial de convertirse en pandemias se volverán más frecuentes. Si los países invierten en prevención o si, en cambio, optan por lidiar con futuras crisis sanitarias después de que sucedan, se sumarán mayores costos de una manera perpetua a la creciente carga asociada con el envejecimiento de las sociedades y los sistemas de salud de pago por uso y los planes de pensión. Se estima que estos pasivos implícitos no financiados ya están por encima del nivel de deuda pública explícita en la mayoría de las economías avanzadas.

También podemos esperar una movilización de tipo bélica para lidiar con los efectos disruptivos de la “globótica”, la combinación de globalización y automatización que está amenazando a una creciente cantidad de ocupaciones operarias y administrativas, entre ellas empleos creativos y gerenciales. Los gobiernos estarán bajo una creciente presión para ayudar a quienes queden rezagados, ya sea a través de esquemas de ingreso básico, transferencias fiscales más altas o una expansión de los servicios públicos. Estos costos seguirán siendo importantes aun si la automatización conduce a un alza del crecimiento económico. Por ejemplo, a Estados Unidos le costaría el 20% del PIB solo respaldar un ingreso básico universal (IBU) más magro de 1000 dólares por mes.

Luego está la lucha relacionada contra la creciente desigualdad de ingresos y riqueza. Esta batalla se está volviendo cada vez más apremiante, ahora que el malestar que afecta a los jóvenes y a muchos hogares de clase media y trabajadora está alimentando una reacción violenta en contra de la democracia liberal y del capitalismo de libre mercado. Para impedir que los regímenes populistas lleguen al poder e implementen políticas económicas imprudentes e insostenibles, las democracias liberales tendrán que gastar profusamente en reforzar sus redes de seguridad social -como muchas ya lo están haciendo.

Finalmente, gestionar el envejecimiento de la sociedad exigirá esfuerzos titánicos. Los sistemas de salud de pago por uso y los sistemas de pensiones sumarán a la deuda pública explícita (que ya ha alcanzado un nivel del 112% del PIB, en promedio, en las economías avanzadas) una deuda implícita que muchas veces es mayor.

Estas batallas son necesarias, pero serán costosas, y las restricciones económicas y políticas limitarán la capacidad de los gobiernos de financiarlas con impuestos más altos. Los ratios impuestos-PIB ya son elevados en la mayoría de las economías avanzadas -especialmente en Europa- y la evasión impositiva, el fraude fiscal y el arbitraje complicarán aún más los esfuerzos por aumentar los impuestos a los ingresos altos y al capital (suponiendo que estas medidas pudieran traspasar la valla de los lobistas o ganar el apoyo de los partidos de centro derecha).

Impuesto inflacionario y gasto

El mayor gasto y las mayores transferencias gubernamentales, sin un aumento acorde de los ingresos fiscales, hará que los déficits presupuestarios estructurales aumenten aún más de lo que ya han aumentado, lo que, potencialmente, conduciría a ratios de deuda insostenibles que harán subir los costos de endeudamiento y culminarán en crisis de deuda -con efectos adversos obvios en el crecimiento económico-. Por supuesto, en estas condiciones, muchos países de mercados emergentes y en desarrollo con deuda denominada en moneda extranjera tendrán que incumplir el pago o atravesar reestructuraciones coercitivas. Pero para los países que se endeudan en sus propias monedas, la opción más razonable será permitir una inflación más alta como una manera de erosionar el valor real de la deuda nominal de largo plazo a tasa fija.

Esta estrategia, que funciona como un impuesto a los ahorristas y acreedores y un subsidio a los prestatarios y deudores, se puede combinar luego con otras medidas draconianas como la represión financiera o los impuestos al capital. Como muchas de estas medidas no exigen una aprobación legislativa o ejecutiva explícita, inevitablemente se convierten en el camino de menor resistencia cuando los déficits y las deudas son insostenibles.

Los mercados de bonos ya han comenzado a manifestar preocupación respecto de los déficits fiscales y las deudas públicas insostenibles, no solo en los países pobres y en los mercados emergentes, sino también en las economías avanzadas. Un marcado aumento de las tasas de los bonos de largo plazo tanto en Europa como en Estados Unidos indica que la demanda de bonos se está achicando en tanto aumenta la oferta con crecientes déficits presupuestarios, los bancos centrales pasan del alivio cuantitativo (QE) al ajuste cuantitativo (QT), los inversores buscan mayores primas de riesgo y los rivales de Estados Unidos gradualmente reducen sus reservas en dólares. Asimismo, es probable que haya una mayor presión alcista sobre las tasas de largo plazo en Estados Unidos y otros países del G10 cuando Japón empiece a normalizar la política monetaria y abandone la política de control de la curva de rendimiento que ha utilizado para mantener las tasas de largo plazo cercanas a cero.

Y no son solo los rendimientos de los bonos nominales los que están creciendo, también los rendimientos reales. Durante la década del estancamiento secular, los rendimientos de largo plazo reales estaban cercanos a cero o eran negativos, debido a las altas tasas de ahorro y a las bajas tasas de inversión. Pero estamos entrando en una era de ahorros públicos negativos (crecientes déficits fiscales), menores ahorros privados (como consecuencia del envejecimiento y del menor crecimiento económico) y tasas de inversión más altas (debido a la mitigación y a la adaptación en materia de cambio climático, gasto en infraestructura e IA).

En consecuencia, las tasas reales son positivas y están siendo impulsadas al alza por primas de riesgo más elevadas sobre los bonos públicos en tanto aumentan las deudas. Algunos bancos de inversión hoy estiman que la tasa de equilibrio de largo plazo está cercana al 2,5%, mientras que investigación académica reciente la coloca más cerca del 2%. Como sea, el costo nominal y real del capital será mucho más alto en el futuro.

Dados los factores de la oferta y la demanda agregada que hacen subir la inflación, la nueva meta de inflación de facto (aunque no oficial) en los próximos diez años puede tallar más cerca del 4-5%. Pero aceptar una tasa de inflación más alta puede desanclar las expectativas de inflación -como sucedió en los años setenta- con consecuencias serias para el crecimiento económico y los retornos sobre los activos financieros.

Después de la “burbuja de todo”

Hasta 2021, el alivio monetario, fiscal y crediticio infló las evaluaciones prácticamente de todo: las acciones estadounidenses y globales, los bienes raíces y los bonos gubernamentales y corporativos; las empresas tecnológicas, de crecimiento y de capital riesgo, y los activos especulativos como las criptomonedas, las acciones meme y las SPAC (compañías con propósito especial de adquisición). Cuando estalló esta “burbuja de todo” en 2022, los activos especulativos -empezando por las empresas de capital riesgo, las criptomonedas y las acciones meme- perdieron mucho más valor que las acciones tradicionales.

Pero los activos seguros como los bonos gubernamentales también perdieron dinero en tanto las tasas de interés más altas de largo plazo hicieron bajar los precios de los bonos. Por ejemplo, el alza en los rendimientos de los bonos en Estados Unidos del 1% al 3,5% en 2022 implicó que los bonos del Tesoro a 10 años perdieran más en precio (-20%) que el S&P 500 (-18%). Este año trajo pérdidas adicionales en los bonos de larga duración (alrededor de -15% en términos de precios), en tanto los rendimientos de los bonos aumentaron aún más hacia el 5%. Los modelos de asignación de activos tradicionales que equilibran las acciones frente a los bonos, por ende, perdieron en ambos frentes.

Es muy probable que este derramamiento de sangre continúe. Con una inflación promedio en torno del 5%, en lugar del 2%, los rendimientos de los bonos de largo plazo necesitarían estar más cerca del 7,5% (5% por inflación y 2,5% por un retorno real). Pero si los rendimientos de los bonos aumentan del 4,5% actual a un 7,5%, eso causará una caída de los precios de los bonos (30%) y de las acciones (con un mercado bajista serio), porque el factor de descuento para los dividendos será mucho más alto. En términos globales, las pérdidas tanto para los tenedores de bonos como para los inversores en acciones podrían aumentar decenas de billones de dólares en los próximos 10 años.

Sin duda, las acciones de Estados Unidos y globales efectivamente subieron hasta mediados de 2023, luego de un mercado bajista en 2022. Pero gran parte de esto estuvo impulsado por un pequeño grupo de acciones de las Grandes Tecnológicas que se beneficiaron de la esperanza y del entusiasmo en torno a la IA generativa. Si uno excluye a estos gigantes, los mercados estuvieron casi inactivos.

Asimismo, durante gran parte de 2023, los inversores dieron muestras de una ilusión vana de que los bancos centrales declararían el fin del ciclo de alza de tasas, y muchos inclusive apostaban a recortes de tasas en el futuro cercano. Pero la inflación persistente echó por tierra estas expectativas, lo que llevó a los bancos centrales a adoptar una política de “más altas por más tiempo”, lo que probablemente conduzca a una contracción económica y a un estrés financiero adicional. Este verano y otoño pasados, los rendimientos de los bonos de Estados Unidos aumentaron del 3,7% al 5%, junto con otra corrección significativa de las acciones estadounidenses y globales.

En lo que concierne al crecimiento, la eurozona y el Reino Unido ya están en una casi recesión estanflacionaria, mientras que China está sumergida en una desaceleración estructural. Si bien Estados Unidos ha evitado una recesión, todavía puede terminar en una recesión corta y poco profunda si la política de “más altas por más tiempo” hace que los rendimientos elevados de los bonos persistan.

Depresión geopolítica

En cualquier caso, el riesgo de un mercado bursátil bajista es más secular que cíclico. Si se materializan algunas megamenazas en los próximos 10 años, su impacto estanflacionario afectará a las acciones en el mediano plazo.

Toda la evidencia reciente sugiere que la “depresión geopolítica” se está empeorando: la invasión de Ucrania por parte de Rusia ha evolucionado en una guerra de desgaste, en la que los ucranianos montan una contraofensiva extenuante para reclamar territorio que perdieron en 2022. La guerra fácilmente podría intensificarse, involucrar a otras partes -como la OTAN- o escalar con el uso de armas no convencionales. Estos escenarios, por supuesto, generarían nuevas alzas de los precios de la energía y de las materias primas.

En Oriente Medio, Irán está preparado para dar el paso final del enriquecimiento de uranio a la fabricación de un arma nuclear. Esto confronta a Israel con una elección fatídica: o acepta un Irán con armas nucleares y espera que la disuasión tradicional funcione, o lanza un ataque militar -que causaría un aumento marcado de los precios del petróleo (entre otras cosas)-, hundiendo potencialmente a la economía global en una crisis estanflacionaria. El conflicto entre Israel y Hamas por Gaza bien podría escalar hasta convertirse en un conflicto regional que involucre a Irán y a Hezbollah, su aliado en el Líbano.

En Asia, la guerra fría entre Estados Unidos y China se está volviendo aún más fría y, potencialmente, podría calentarse si China decide unificar a Taiwán con el continente por la fuerza. Y mientras que la atención del mundo está centrada en Ucrania, Taiwán y Gaza, Corea del Norte se está volviendo más agresiva con sus lanzamientos de misiles en aguas que rodean a Corea del Sur y Japón.

De estos riesgos, el mayor es una escalada de la guerra fría sino-norteamericana. Luego de la cumbre del G7 en Hiroshima en mayo de 2023, el presidente norteamericano, Joe Biden, dijo que esperaba un deshielo con China. Sin embargo, a pesar de algunos encuentros bilaterales oficiales, las relaciones siguen siendo gélidas. De hecho, la propia cumbre del G7 confirmó los temores chinos sobre el deseo de Estados Unidos de aplicar una estrategia de “contención, encierro y supresión integral”. A diferencia de encuentros previos, cuando los líderes del G7 hablaban más de lo que hacían, la cumbre de Hiroshima bien puede haber sido la más importante en la historia del grupo. La cumbre reciente en San Francisco entre el presidente chino, Xi Jinping, y Biden no cambió nada estructural en la colisión entre Estados Unidos y China. A pesar de un impasse parcial de corto plazo, la guerra fría se está enfriando cada vez más y puede terminar convirtiéndose en una guerra caliente por la cuestión de Taiwán.

Después de todo, Estados Unidos, Japón, Europa y sus amigos y aliados dejaron más en claro que nunca que tienen intenciones de aunar fuerzas para contrarrestar a China. Japón, como país anfitrión, se aseguró de invitar a líderes clave del Sur Global a quienes quiere alistar para contener el ascenso de China. Entre los principales estaba el primer ministro indio, Narendra Modi. Si bien India (que ejerció la presidencia del G20 en 2023) ha adoptado una posición neutral respecto de la guerra de Rusia en Ucrania, ha estado empantanada desde hace mucho tiempo en una rivalidad estratégica con China, debido en parte a la larga frontera compartida de los dos países, donde todavía hay secciones en disputa.

Aún si la India no se volviera un aliado formal de los países occidentales, seguirá posicionándose como una potencia independiente y en ascenso, cuyos intereses están más alineados con Occidente que con China y sus aliados de facto (Rusia, Irán, Corea del Norte y Pakistán). Asimismo, India es un miembro formal del Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (el Quad) junto con Estados Unidos, Japón y Australia, cuyo propósito explícito es frenar a China. Japón y la India tienen relaciones amistosas de larga data y una historia compartida de relaciones adversas con China.

Japón también invitó al G7 a Indonesia, Corea del Sur (con la cual está llevando a cabo un deshielo diplomático, impulsado por temores comunes frente a China), Brasil (otra potencia clave del Sur Global) y al presidente ucraniano, Volodimir Zelenski. En cada caso, el mensaje fue claro: la amistad sino-rusa “sin límites” está teniendo consecuencias serias para la manera en que otras potencias perciben a China.

Hoy en su comunicado final, el G7 explicó en detalle cómo enfrentará y disuadirá a China en los próximos años. Denunció la “coerción económica” y el expansionismo en el Mar de China Oriental y en el Mar de la China Meridional por parte de China, acentuó la importancia de una alianza indo-pacífica y emitió una advertencia clara a China para no atacar o invadir Taiwán.

Al tomar medidas para “eliminar el riesgo” en sus relaciones con China, los líderes occidentales acordaron sobre un lenguaje que es ligeramente menos agresivo que el “desacople”. Pero no es solo la jerga diplomática la que ha cambiado. Según el comunicado, los esfuerzos de contención occidentales estarán acompañados por grandes inversiones en energía limpia y en infraestructura en todo el Sur Global, para que potencias medianas clave no sean atraídas a la esfera de influencia de China a través de su Iniciativa Un Cinturón, Una Ruta.

Mientras tanto, la guerra tecnológica y económica entre Occidente y China sigue escalando. Japón recientemente impuso restricciones a las exportaciones de semiconductores a China que no son menos draconianas que las introducidas por Estados Unidos, y la administración Biden, desde entonces, ha presionado a Taiwán y a Corea del Sur para que sigan los mismos pasos. En respuesta, China ha prohibido los semiconductores fabricados por el fabricante de chips Micron, radicado en Estados Unidos, y ha comenzado a restringir las exportaciones de algunos metales críticos sobre los que tiene prácticamente un monopolio de producción y refinamiento.

De la misma manera, el fabricante de chips estadounidense Nvidia -que rápidamente se está volviendo una superpotencia corporativa, debido a la creciente demanda de sus chips avanzados para alimentar aplicaciones de IA- enfrenta nuevas restricciones para venderle a China. Los responsables de las políticas en Estados Unidos han dejado en claro su intención de mantener a China al menos una generación por detrás en la carrera por la supremacía en IA. Con ese objetivo, la Ley CHIPS y Ciencia de Estados Unidos de 2022 introdujo enormes incentivos para relocalizar la producción de chips.

El riesgo ahora es que China aproveche su rol dominante en la producción y refinamiento de metales de tierras raras que son insumos esenciales en la transición verde. China ya ha aumentado sus exportaciones de vehículos eléctricos en alrededor del 700% en términos de valor desde 2017, y está empezando a distribuir aviones comerciales que podrían llegar a competir con Boeing y Airbus. Por lo tanto, si bien el G7 quiere disuadir a China sin escalar la guerra fría, la respuesta de Beijing sugiere que no ha logrado mover la aguja.

Por supuesto, a los chinos les gustaría olvidar que sus propias políticas agresivas contribuyeron a la situación. En entrevistas por la celebración de su cumpleaños número 100 en mayo, Henry Kissinger -el arquitecto de la “apertura a China” de Estados Unidos en 1972- advirtió que, a menos que los dos países alcancen un nuevo entendimiento estratégico, seguirán en un curso de colisión que podría terminar en una guerra declarada. Cuanto más profundo el congelamiento, mayor el riesgo de un desmoronamiento violento y de hostilidades militares esta década.

Aún sin una guerra caliente real entre Estados Unidos y China, una guerra más fría implicará una mayor fragmentación de la economía global, más balcanización de las cadenas de suministro globales, más eliminación de riesgo o desacople y más restricciones a los flujos transfronterizos de bienes, servicios, capital, gente, datos y conocimiento. El libre comercio neoliberal es cosa del pasado; las políticas industriales, la “economía patria”, los subsidios y el comercio seguro están de moda, en tanto el mundo cada vez más se divide en dos dominios económicos, monetarios, financieros, de divisas, comerciales, de inversión y tecnológicos.

Los otros elefantes en la sala

Al mismo tiempo, los costos del cambio climático seguirán aumentando aceleradamente. Los científicos hoy esperan que las temperaturas promedio globales alcancen 1,5º Celsius por encima de los niveles preindustriales -la meta del acuerdo climático de París- en los próximos cinco años. Para mantener allí los aumentos de la temperatura, tendrán que recortarse las emisiones de gases de efecto invernadero a la mitad para 2030 -lo cual es, esencialmente, imposible-. Aún si se cumplieran todos los compromisos realizados en la COP26 en Glasgow y en la COP27 en Sharm El-Sheik -un gran interrogante-, las temperaturas seguirían camino a alcanzar 2,4°C por encima de los niveles preindustriales para fin de siglo. A falta de una acción real, el ecoblaqueo (greenwashing), las metas verdes inalcanzables (greenwishing) y la inflación verde (greenflation) están desenfrenados.

La buena noticia es que existen muchas opciones tecnológicas que pueden acelerar la descarbonización y ayudarnos a alcanzar emisiones cero netas con un impacto limitado en el crecimiento económico: energía renovable, captura y almacenamiento de carbono, hidrógeno limpio y verde y fusión nuclear. La mala noticia es que la fusión todavía está muy lejos de una comercialización y muchas de las otras opciones siguen siendo costosas en comparación con los combustibles fósiles. El manejo que hace la humanidad del cambio climático representa un descarrilamiento en cámara lenta, pero en franca aceleración.

Para colmo de males, los mercados emergentes y los países en desarrollo más pobres enfrentan perspectivas económicas calamitosas. Después de una recuperación anémica de la pandemia del COVID-19, fueron los más afectados por los precios más altos de los alimentos y de la energía luego de la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Una inflación más elevada ha erosionado los ingresos reales, y sus monedas se han debilitado frente al dólar. Eso, combinado con tasas de interés más altas, ha dejado a muchos países con deudas insostenibles. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial estiman que alrededor del 60% de los países pobres y el 25% de los mercados emergentes no pueden cumplir con sus deudas y necesitarán reestructurarlas.

En este contexto, una mayor pobreza, el cambio climático, la desigualdad y los conflictos sociales podrían fácilmente conducir a una inestabilidad política doméstica o, inclusive, a estados fallidos, provocando una migración masiva y alimentando la tendencia hacia el populismo económico. Gran parte de América Latina hoy está gobernada por populistas de izquierda, mientras que el populismo autoritario de extrema derecha está en ascenso en otras partes del mundo.

En Estados Unidos, Donald Trump es el claro favorito para ganar la nominación del Partido Republicano para la elección presidencial del año próximo, y hay altas chances de que regrese a la Casa Blanca. En el Reino Unido, el demagogo Boris Johnson sigue siendo muy popular. Un partido con raíces fascistas está gobernando Italia, y la representante de extrema derecha Marine Le Pen sigue liderando la oposición de facto en Francia. En Turquía, el presidente Recep Tayyip Erdoğan, recientemente reelecto, sigue consolidando el régimen autocrático. Hasta el ataque de Hamas, Israel estaba gobernado por la coalición más de derecha de su historia. Y, por supuesto, el presidente ruso, Vladimir Putin, y Xi han formado un nuevo eje autoritario.

Finalmente, en el año transcurrido desde que apareció Megamenazas, la IA se ha vuelto un tema aún de mayor relevancia, debido al lanzamiento público de plataformas de IA generativa como ChatGPT. Yo había previsto originariamente que las arquitecturas de aprendizaje profundo (“redes transformadoras”) revolucionarían la IA, y eso parece ser lo que ha sucedido. Los potenciales beneficios -y peligros- de la IA generativa son profundos, y se están volviendo cada vez más evidentes. Desde un punto de vista positivo, se podría aumentar marcadamente el crecimiento de la productividad, agrandando considerablemente la torta económica; pero, como sucedió con la primera revolución digital y la creación de Internet y sus aplicaciones, pasará mucho tiempo hasta que estos beneficios se hagan visibles y cobren escala.

Los riesgos asociados con la IA también se están volviendo evidentes. A muchos los asusta un desempleo tecnológico permanente -no solo entre los operarios poco calificados, sino también en las profesiones creativas-. En un escenario extremo, la economía dentro de 20 años podría crecer a una tasa del 10% anual, pero con un desempleo del 80%. Un riesgo relacionado, entonces, es que la IA sea otra industria donde el ganador se lleva todo, que alimente la desigualdad de ingresos y de riqueza.

La IA también tendrá un efecto similar en la desinformación, inclusive a través de videos con “falsificaciones profundas” y varias formas de delitos informáticos, especialmente en torno a las elecciones. Y, por supuesto, existe el riesgo pequeño, pero horroroso, de que los avances en IA conduzcan a la inteligencia artificial fuerte (IAF) y a la obsolescencia de la especie humana.

El debate sobre si las empresas tecnológicas deberían estar reguladas de manera más estricta -o, inclusive, si se las debiera dividir- sigue intensificándose. Pero el contraargumento obvio es que Estados Unidos necesita de las Grandes Tecnológicas y de las empresas de IA para garantizar su dominio sobre China, que está haciendo todo lo que está a su alcance para convertirse en una superpotencia militar.

Afortunadamente, si la IA en efecto da lugar a un mundo con un crecimiento anual del 10%, un ingreso básico universal (IBU) o una redistribución sustancialmente mejor del ingreso bien podría ser posible. Asimismo, la IA también podría ayudarnos a abordar otras megamenazas como el cambio climático y las pandemias futuras. Si bien ninguno de estos desenlaces positivos se puede dar por sentado, dado el poder y la influencia que ejercen las élites, los problemas de la distribución siempre son más fáciles de abordar en un contexto de crecimiento alto que en uno de crecimiento bajo.

Si bien las fuerzas estanflacionarias incidirán en el crecimiento y exacerbarán las megamenazas en el mediano plazo, el futuro podría ser brillante si pudiéramos evitar un escenario distópico en el que las megamenazas se alimenten destructivamente unas a otras. Nuestra principal prioridad será poder sobrevivir a las próximas décadas de inestabilidad y caos.


Nouriel Roubini es profesor emérito de Economía en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York y economista jefe y cofundador de Atlas Capital Team. La edición de tapa blanda de su libro Megathreats: Ten Dangerous Trends That Imperil Our Future, and How to Survive Them (Little, Brown and Company, 2022) se publicó este mes. 

Copyright: Project Syndicate, 2023.

www.project-syndicate.org

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