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¿Quién pierde qué?

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En la última semana el mundo estuvo atento a las conversaciones comerciales entre China y Estados Unidos que tuvieron lugar en Pekín.

Los altos decibeles alcanzados por las declaraciones de las autoridades de lado y lado desataron el temor a una guerra comercial bilateral de gran calado entre los dos gigantes, con implicaciones serias para terceros países.

El mundo se mantuvo en ascuas a la espera de que este primer encuentro entre los expertos embajadores de ambas partes pudiera ser el inicio de un entendimiento tranquilizador de las aguas. Pero no ha sido así.

Las tratativas apenas fueron útiles para efectuar un diagnóstico de la situación y para que las partes expresaran sus básicas aspiraciones. Estados Unidos hizo la constatación de que el déficit comercial existente entre las dos más grandes economías del planeta arroja un desfavorable saldo para sí de 400.000 millones de dólares, que espera ver reducido a la mitad en breve plazo. Para alcanzar una solución a este desequilibrio, Norteamérica aspiraría a que Pekín desmonte el vasto plan de subsidios que constituye el proyecto Made in China 2025 para impulsar su industria tecnológica.

A China no le faltaron espuelas. Ella pidió un acceso mayor al mercado americano de sus empresas tecnológicas y que sean desmontados los aranceles de 25% impuestos por los estadounidenses el mes pasado, sobre un conjunto de importaciones que superan los 50.000 millones de dólares. De ser esto alcanzado, China estaría de acuerdo en eliminar sus tasas de 25% sobre la soja, rebajaría los aranceles a la importación de automóviles estadounidenses y compraría más artículos de su socio norteamericano.

Si la guerra en ciernes tuviera solo una vertiente económica, China tendría mucho más que perder por ser su economía mucho más dependiente de sus ventas externas que Estados Unidos. Una quinta parte de sus exportaciones globales que va a suelo norteamericano pudiera sufrir un impacto considerable. El año pasado ello ascendió a 506.000 millones de dólares, mientras que la cuenta en sentido contrario fue apenas de 130.000 millones.

Pero todo hace pensar que esta supuesta guerra comporta bastante más que cifras de comercio. Pareciera tratarse, más bien, de una confrontación de poder.

China estaría forzando a Washington a hacer una medición de la capacidad de movilización de su electorado, en las puertas de una contienda electoral de la que podría salir mal parado.

Mientras Xi Jinping es refractario políticamente a lo que ocurre por fuera de las fronteras chinas y tiene asegurado su mandato hasta el día que se muera, Trump pudiera ver muy lesionado su bastón de mando si su soporte republicano dejara de funcionarle apropiadamente como consecuencia de la amenaza roja. Grandes grupos de interés privados y hasta el hombre de la calle se pueden sentir lesionados si la batalla comercial con China impactara sus negocios o su bolsillo.

Así es como la pregunta a hacerse no es cuánto tiene cada uno que perder, sino quién pierde qué en esta querella, comercial solo en apariencia. El ambiente norteamericano es mucho más proclive a capitalizar en su desfavor este tipo de crisis y Trump debe acercarse a la votación con sus viejas solidaridades intactas.

Ello es lo que explica que habiendo asistido al encuentro de Pekín con la sartén sostenida por el mango, los emisarios de Washington hayan regresado al terruño apenas con una agenda de temas para tratar y no con una solución a la crisis.

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