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Heather Clark: Sylvia Plath, biografía de la desmesura

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Por NELSON RIVERA

La vida de Sylvia Plath es de fuerzas desmedidas. Ser que resplandece con luz propia. Desde que aparecen las primeras formas de autoconciencia, quiere ser la mejor. Crece bajo los imperativos de la autoexigencia. Se fija metas. Ambiciona. Persiste. Lee. Estudia. Compite. No abandona. A los ocho años, aunque resulte inverosímil, escribe su primer poema.

Es perfeccionista. Rigurosa —en algunos momentos, implacable— consigo misma. Intensa. Niña, joven, mujer de inteligencia abrumadora. Escribe. Escribe mucho. Lee, subraya, llena de notas las páginas de los libros que le importa, que son muchos. Habla sin parar. Verbosa infatigable.

Lleva una agenda con las obligaciones de cada día. Aquí y allá, el estilo wagneriano, hiperbólico. Salta de la queja al júbilo. Asciende o se hunde. Su cotidianidad parece transcurrir siempre en la proximidad de los límites. Suelta frases que brillan y pasman a sus interlocutores. Quiere todo de la vida. Experiencias. Viajes. Un desesperado anhelo de plenitud. Ser esposa, madre y escritora. Sueña con una vida al lado de un portentoso hombre blanco. Y no pasar inadvertida. Nunca. Espigada, plana, rubia. De voraces apetitos. De ella escribió Al Álvarez: “Parecía la joven de un anuncio de cocinas”.

En 1963, a los treinta años, Sylvia Plath se suicidó. Dejó los dos hijos que tuvo con el poeta Ted Hughes, una novela, un puñado de significativos relatos, miles de páginas de diarios y cartas, y un conjunto de poemas que sobresalen entre los más deslumbrantes escritos en lengua inglesa, en el siglo XX.

Y aunque han transcurrido 60 años de su muerte, puede decirse —sin hacer uso de sus espléndidas exageraciones— que nada de su historia se ha cerrado. Se la lee. Se la traduce. Se la estudia con el ánimo de que su secreto todavía no ha sido revelado. Aparecen biografías y ensayos. La revulsión que produjo su muerte no ha sedimentado aun. El debate sobre sus razones no ha encontrado —y probablemente no encontrará nunca— una pausa o un capítulo tranquilizador.

Versiones y escrituras

Sin sumar las correspondientes a su infancia y adolescencia, la producción de las escrituras de Sylvia Plath es desmesurada. Escribió 224 poemas en el período de auge de su obra, entre 1956 y 1963, una poesía que, como una gran pantalla, recogía las luces y sombras de su existencia. A esto hay que sumar al menos 50 poemas escritos antes de 1956 (son muchos más, pero estos cincuenta son los incorporados a las antologías); una treintena de obras en prosa (relatos y ensayos); una famosa novela publicada, La campana de cristal; casi 1.400 cartas dirigidas a unos 140 corresponsales, muchas de ellas extensas correspondencias, versátiles, luminosas y detalladas, extraordinario sismógrafo de las variaciones de su espíritu; centenares y centenares de páginas de sus diarios —asombrosos, descarnados, reveladores hasta sus extremos—, además de sus agendas, en las que consignaba a diario su activismo: diligencias, encuentros, tareas por realizar, expresiones de su ánimo y más.

A esta masa de escritura torrencial, entrelazada, portadora de profusa información, señales para adentrarse en el mundo vital de Plath, como si todo esto no fuese ya un corpus excesivo, hay que sumar las cartas de la madre —de limpia prosa—, más el revelador prólogo que escribió a Cartas a mi madre; las de su mecenas, la escritora Olive Higgins Prouty (sensible, desprendida y providencial); las de sus amigas y profesores; las de sus numerosos amantes; los diarios, cartas y poemas de su esposo, Ted Hugues —quien escribió un largo poemario, Cartas de cumpleaños, en el que traspone al registro poético los hechos decisivos de la vida en común—; los testimonios incontables, en numerosos formatos y extensión, dispersos en diarios, revistas, libros y correspondencia privada, de quienes la conocieron e interactuaron con ella, en mayor o menor medida.

Están, además, las biografías generales que se han sucedido con el paso de los años —traducidas al español existen, al menos, ocho—; los estudios o biografías parciales sobre períodos delimitados de su vida. Por ejemplo, hay uno que reconstruye el mes que estuvo en New York como editora de la revista Mademoiselle, premio a su alto desempeño académico; hay otro sobre sus encuentros e intercambios con la poeta Anne Sexton, también suicida; hay otra sobre su vida en Devon, Inglaterra; otra sobre sus años en el Smith College: tres, que yo sepa, sobre sus últimos días; hay uno de su incansable vida amorosa y sexual antes de la aparición de Ted Hughes; otro sobre la historia de su matrimonio con Ted Hughes; al menos uno especializado en sus intentos de suicidio y finalmente en su muerte; uno sobre Cartas de cumpleaños, el ya mencionado libro de Hughes; un estudio reciente y detallado de sus archivos; varios libros que testimonian el vínculo que une a algunos autores con Plath; las entrevistas que concedieron y los artículos que escribieron decenas y decenas de personas que la conocieron, y que decidieron hacer pública su contrastada versión de Plath; los reportajes y hasta libros —como el de asombroso de Janet Malcolm, Una mujer en silencio, en el que afronta en el espinoso asunto de las tensiones y procesos que condujeron al señalamiento de Hughes como responsable del suicidio de Plath (campaña en el que cierto feminismo ha cumplido un papel muy efectivo)—, o los refinados y removedores ensayos publicados, en los que obra poética y suicidio están indisolublemente tejidos, como el de Al Álvarez, que inaugura su libro sobre el suicidio, El dios salvaje, o el estremecedor Sylvia Plath, excepcional ensayo de Elizabeth Hardwick, que contraviene las tesis que victimizan a la poeta, y la presenta bajo otra reveladora perspectiva: “Con Sylvia Plath el suicidio es una actuación. ‘Lady Lázaro’ lo describe con un orgullo furioso y confiado. No hay disculpa ni miedo. El suicidio es una afirmación del poder, de la fuerza, no de la debilidad de la personalidad. Ella no es un pobre animal que se escapa, se da por vencida; en cambio, ella es fuerte, amenazante, peligrosa”. Solo recordaré: todo esto alrededor de una mujer que vivió solo 30 años.

La biografía de Heather Clark

Esta relación, incompleta y que no hace referencia al inagotable universo de los estudios literarios y prólogos escritos sobre la obra de Plath; incontables prólogos (prólogos, a menudo escritos por autores que, a falta de algo que decir, impotentes ante el volumen de la obra y la complejidad de la misma, distorsionan los hechos para afirmar, sin pudor, por ejemplo, que Plath era feminista): todo este desbordado conjunto de datos me sirve de antesala para comentar la edición en español de Cometa rojo. Arte incandescente y vida fugaz de Sylvia Plath (2023), la más reciente de las biografías totales existentes, escrita por Heather Clark.

De ella hay que decir: no basta con señalar que el volumen, de formato más grande que el de un libro regular, tiene 1.041 páginas de mancha desplegada, tipografía pequeña, y que ese enorme volumen de información no incluye las 430 páginas de notas y el índice de nombres, a los que se accede a través de un enlace QR que está en la página final del volumen.

Que el libraco cuadruplique o quintuplique las biografías precedentes se debe, entre otras razones, a un preciosismo y gusto por los detalles de la biógrafa, pero también a la cantidad de fuentes consultadas. La de Clark es la primera que estudia todas las cartas disponibles de Plath —que incluyen las muy reveladoras dirigidas a su psiquiatra durante casi 4 años—, los diarios, textos literarios que han permanecido inéditos, expedientes médicos, documentos oficiales sobre su familia, los archivos de Hughes que están bajo custodia de la Universidad de Emory y de la British Library, y un conjunto valiosísimo: el cuerpo de materiales que acopió la investigadora Harriet Rosenstein —destacan las numerosísimas entrevistas que realizó a comienzos de los años setenta, a personas que conocieron a Plath—, con el propósito de escribir una biografía que no culminó: de ese proyecto inconcluso, por fortuna, Clark obtiene un valioso provecho.

Es tal el volumen de recuerdos, citas, especulaciones, interpretaciones y escrituras que aportan más de 50 testigos que, por momentos, la experiencia de lectura de Cometa rojo resulta babélica: las voces parecen confundirse unas con otras; el caudal de opiniones que se citan es el de tal magnitud, que se alcanza un punto donde resulta casi imposible ordenar mentalmente quién dijo qué.

En el prólogo Clark se desmarca otras precedentes: la suya no será una biografía de las que entienden la vida de Plath como un camino hacia el suicidio, “como si cada uno de sus actos, desde la infancia, hubiese sido determinante para acercarla cada vez más a un destino que se merecía por volar demasiado alto”. Y más adelante añade: “He tratado de recuperar lo que Plath nos dio, en lugar de solo a lo que renunció (…) no era una niña frágil e ingenua ni tampoco una femme fatale. No era Medea, ni Eurídice, ni Electra. En lugar de eso, era una artesana realmente disciplinada cuya voz singular ayudó a transformar la literatura estadounidense y británica”.

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