El escenario teatral es un campo en el que convergen la dialéctica y la pasión irracional. En el espacio escénico se traban en feroz combate la seductora promesa que aspira la eternidad y la irreductible y efímera realidad, dos caras que se encuentran y alejan en una acompasada danza, un ciclo vital que nace y se extingue en cada presentación. De esa aventura surgen hombres y mujeres que se expanden en el arte y se transforman en activos constructores de la cultura e identidad, haciéndose extensos e inmortales más allá de los breves espacios ganados con tesón y entereza. Uno de estos protagonistas es, sin lugar a dudas, Ibrahim Guerra (12 de enero de 1944-20 de noviembre de 2023) cuya desaparición física convoca múltiples reflexiones sobre su obra y lo relevante, su rol como artista.
A mediados de los años sesenta ingresó a la Escuela de Capacitación Teatral en la UCV y de la mano de personalidades como César Rengifo, Adriano González León y Alberto de Paz y Mateos, recibió enseñanzas que estarían vigentes por más de medio siglo de carrera en Venezuela, México, Puerto Rico, Estados Unidos, entre otros países. Su actividad lo impulsó a recrear un universo fantástico en las cárceles, hospitales, escuelas, en pequeños tramos de las calles o solares; esto fue parte del germen que más adelante lo harían sentir fascinación por los espacios no convencionales en los que el arte escénico se podía desarrollar.
Hizo parte del Grupo Escénico de Caracas, con Rengifo a la cabeza, y dirigió La puta respetuosa, de Jean-Paul Sartre. En 1970 actúa, dirigido por Alberto Sánchez en la pieza de Arturo Uslar Pietri Chúo Gil y se pone bajo las órdenes de José Gabriel Núñez en la agrupación Ensayo 17, luego en 1972 establece su compañía y con ella lleva a la cartelera Los peces del acuario del propio Núñez y realiza en 1975 su primer gran montaje en el antiguo Ateneo de Caracas, que marca un hito nacional: La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca, obra que repercutió con estruendo por rl valor estético logrado; Guerra plasmó una fina plástica en el escenario y la profundidad alcanzada por las actrices, gracias a su dirección, posicionan a esa puesta entre las joyas teatrales escenificadas en Venezuela. Más de cincuenta obras dirigidas, El día que me quieras, Baño de damas, Vida con mamá, Así es si así os parece, A 2,50 la cuba libre, etc. y otras tantas escritas dan constancia del largo camino recorrido por este ejemplar creador que hoy deja una enorme huella en la cultura venezolana.
En el medio televisivo Ibrahim Guerra también se abrió paso y despuntó con solvencia, por lo que es reconocido como un pilar. Sus amplios conocimientos técnicos en conjunto con las dotes artísticos que poseía, dieron un valor inmensurable a la televisión, muchos de los avances y logrados momentos de la televisión nacional tienen a este incansable artista como su principal artífice. Si bien se recuerdan programas de opinión y recreación que contaron con su dirección: Lo de hoy con Sofía Imber y Carlos Rangel, Espacio Vital, Sopotocientos y El estudio de América Alonso, fue en los dramáticos donde sentó enormes precedentes. En los años setenta fue figura imprescindible del ciclo cultural de Radio Caracas Televisión, Campeones, Pobre Negro, La dama de las camelias y La mujer de las siete lunas. En VTV realizó Páez, el centauro del Llano, La Sultana, Ifigenia, Intermezzo y La Cenicienta, y en Venevisión o éxitos recientes como Cosita Rica.
Para el maestro Johnny Gavlovski, dramaturgo, director y psicoanalista, el fundamental aporte de Ibrahim Guerra al teatro venezolano es su empecinada labor como docente; con ahínco dedicó más de cuatro décadas a formar con excelencia a generaciones de estudiantes a los que supo transmitir el rigor y la comprensión del valor que tiene el arte escénico como expresión de la sociedad. Destaca además Gavlovski, el virtuosismo que Guerra logró como director de actores y la agudeza con la que sabía llevar a los histriones hasta sus personajes, pero, sobre todo lo recuerda como solo un grande puede expresarse de otro igual: el mayor atributo de Ibrahim Guerra se sintetiza en el plano humano. Así lo demuestra la siguiente anécdota compartida por Gavlovski: “En 1987 hacía mi primer montaje profesional como director, Ibrahim junto a Horacio Peterson entran al camerino a felicitarme luego del estreno en la sala Rajatabla e Ibrahim, siendo una figura tan admirada y de tanta experiencia, me dijo, estrechándome en sus brazos: Carajito, de ahora en adelante cuenta conmigo para lo que sea… y así fue a lo largo de casi cuarenta años de amistad y respeto mutuo. Siempre lo tendré presente por su nobleza”.
La dramaturgia de Guerra nos conduce a una exploración ardua y descarnada de lo que somos; con audacia reconstruye nuestra estructura cultural y nos expone a una franca desnudez en la que no solo estamos vulnerables, sino que nos da la oportunidad de reconocernos. Con una ávida escritura, indaga en la significación simbólica de los individuos, analizando en la profundidad de los arquetipos y perfilando una trascendencia que remueve la fibra social y despierta lo cognitivo en el público. Piezas como A 2,50 la cuba libre; ¿Qué paso con Bette Davis?; La Boda; Patria; Medea; Wild, el cultor de la belleza; etc., dan cuenta de ello.
En todas sus obras, Guerra intenta poner el foco en dos planos: en uno priva aquello que ejerce una bestial potencia, en la persona que, oprimida, se rebela sin reparos hacia el caos, y otro en que el sujeto se plantea un espacio lleno de posibilidades sociales. Entre tan disímiles estadios surge una simbiosis luego del encuentro de esas fuerzas; es en ese entonces cuando eclosiona el hecho dramático y el espectador, que queda en medio, no juega, no se anima a ubicarse en alguno de ellos porque comulga con los dos dado que ambos se muestran como la auténtica verdad.
Ibrahim Guerra fue un cáustico crítico de los esquemas impuestos por lo convencional, lastres que incapacitan al hombre para encontrarse con su grandeza. La condición del ser humano con la que se proyectaba al universo jamás estuvo supeditada a su rol de creador; en su constante evolución integral ahondó en sus conocimientos científicos (ingeniero mecánico) al servicio de la creatividad, y las creencias espirituales lo hicieron configurar una visión de la vida en la que la integridad de las ideas marcó el rumbo. Sus posturas muchas veces sacudían por vehementes y descarnadas pero no vaciló en arremeter con ellas , amplias de lucidez y sin concesiones, contra la mediocridad y la complacencia.
En una entrevista con el periodista y cronista teatral Edgard Antonio Moreno Uribe, fijó su pensamiento sobre la crisis que se vive en teatro y el arte en general: “Si el teatro actual es ligero, desechable, hecho con un par de bancos en el escenario, con soluciones simples, a veces, ridículas, con tandas de dos o tres espectáculos miserables seguidos, con similitud homologada por la pobreza mental de sus creadores, no tienes más que suponer que así es el medio en el que vivimos… El teatro sigue fiel y cómplice, aunque a veces acompañe y refleje miserias. Es implacable en eso, no esconde, ni siquiera disfraza (qué ironía, siendo el arte de la mentira) la realidad. Es como un espejo, pongas lo que pongas delante de él, va a reflejarlo. No hablemos, entonces, de teatro, sino de país”.
A lo largo de casi sesenta años, la intensa actividad como productor, dramaturgo y director han convertido a Guerra en una obligada referencia tanto por su propuesta estética como por su dilatada y resistente trayectoria. En este turbulento presente en que mengua la calidad, fragilidad en el compromiso y el real objetivo del teatro y las artes parece vagar entre las tinieblas, la figura de este creador se erige con propiedad para ubicarse en la constelación donde brilla la entrega, la agudeza y el honor de ser considerado un docente. La desaparición física de Ibrahim Guerra no nos privará de sus enseñanzas y sobre todo jamás será olvidado por ser un artista que fustigó nuestras conciencias. ¡Hasta la vista, maestro, y que la tierra te sea leve!
@EduardoViloria
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