En 2016 se produjo la mayor redefinición estratégica del bloque atlántico desde su nacimiento. Dos procesos paralelos y no muy independientes, primero, la salida de Reino Unido de la Unión Europea (el Brexit), y después (enero de 2017) la subida al poder, en Estados Unidos, de un candidato presidencial dispuesto a cambiar la definición estratégica y diplomática del país: Donald Trump, desencadenaron cambios radicales en tres grandes áreas democráticas: Estados Unidos, Unión Europea y el Reino Unido que no hemos comprendido hasta que la guerra de Ucrania ha demostrado su dimensión, peligrosidad y transversalidad, hasta un punto que incide de facto en sus constituciones.
Estados Unidos está en un proceso de profunda transformación ideológica con evidente alcance constitucional. En un viraje desde un inconfundible mesianismo colectivo, con valores referidos a la democracia, a un mesianismo individual encarnado en Trump, quien recurre a una mística de masas y memoria, de valores que precisamente considera ya muertos e irresucitables.
Trump alteró para siempre el sentido de la democracia en Estados Unidos. Sin duda no fue la mera toma del Capitolio por sus simpatizantes, en lo que podía haber sido un golpe de estado si hubiese tenido éxito, pues desde luego las hordas no se retiraron a petición de su caudillo moral. Lo más grave es el hecho inaudito de que Trump no haya sido todavía juzgado y condenado por ello. Si bien, el Tribunal del distrito de Columbia conoce este asunto, no ha sido hasta este agosto de 2023, dos años y medio más tarde, que se formula la acusación en período prelectoral. Algo dejó de funcionar dentro de la maquinaria institucional del país y ciertamente en la ideología que la mantenía en marcha. El mayor choque de trenes de la historia constitucional de los Estados Unidos, totalmente innecesaria si se hubieran respetado los tiempos y la ley en vigor hubiera dado una respuesta, está preparado: una posible condena por un Tribunal y la mayor absolución práctica que puede dar una comunidad política: nombrar como presidente a esa misma persona. En estos momentos las encuestas hacen verosímil una victoria de Trump y las causas abiertas contra él pueden ser herramientas útiles para encarnar el papel de redentor perseguido frente a un sistema en crisis.
El Reino Unido, cuyo nacionalismo transcendente, a la busqueda de una alianza transatlántica que le devuelva perdidos privilegios imperiales, bajo el pretexto de un artefacto político llamado «civilización inglesa», ha sido uno de los puntos de partida de toda esta crisis. Su capacidad de realizar el Brexit sin ningún verdadero líder explícito es prueba de que el verdadero poder no tiene un fondo ni forma constitucional. Ese poder, después de realizada la huida de Europa, no ha sido todavía capaz de devolver a la democracia las riendas y por tanto se trata de un proceso no finalizado e incontrolado.
Theresa May, Jonson («sneaky strawhead» para sus socios) o Sunak personajes secundarios en un drama que no han ideado, que no han protagonizado y que, desde luego, jamás han dirigido, apenas logran camuflar una crisis constitucional que va más allá de que la democracia inglesa sufra un grado de interrupción por «intereses nacionales superiores».
La Unión Europea, contra muchos pronósticos, y aun más enemigos que van desde la ultraderecha anglosajona a la guerra hibrida de Rusia y de otros más cercanos, sobrevivió a su amputación sólo para sumergirse en un conflicto, el de Ucrania, que ha puesto a prueba todas sus potencias jurídicas, democráticas y vitales.
La constitución inglesa dispone de una longevidad que la ha hecho coexistir frecuentemente con todo tipo de estados de conflicto lo que, desde luego, no es el caso de las recientes constituciones europeas.
Para la Unión, sin embargo, el sistema de derecho internacional que le dio fundamento, en buena medida ha dejado de existir, al menos como lo habíamos conocido, ya no es un sitio a donde regresar. Hace falta algo nuevo que ni siquiera se ha ideado. El sistema que debía haber evitado esta guerra, que debía haber canalizado en forma pacífica su solución, fracasó y saltó hecho pedazos. La UE nunca se ha enfrentado a una situación semejante, su genética legal, sus textos fundamentales se encuentran en un máximo de tensión. Así que sus instituciones y representantes han adoptado posiciones para las que no había experiencia y para las que no había regulatoriamente nada previsto, también muchos Estados miembros –incluído el nuestro– afrontan en estos momentos situaciones inéditas y de difícil respuesta constitucional.
Nadie puede tener duda que tres grandes espacios democráticos afrontan crisis constitucionales de la mayor magnitud con escenarios de agravamiento a corto y medio plazo. Sabemos que, si Trump, en su primer mandato, sólo reinó por un breve tiempo y sobre una nación rota, pues se encargó de dividir su país como Moisés las aguas del Mar Rojo, sin embargo en un segundo mandato, con una concentración mayor de resortes de poder, puede convertirse en un aliado dudoso de la Unión Europea y podría decidir algún tipo de cierre unilateral del conflicto en Ucrania, por lo que la Unión Europea quedaría heredera principal de una guerra frente a una Rusia que no está sola y que nos adelanta en un proceso de movilización y de respuesta industrial armamentística.
Si los problemas no son independientes las soluciones tampoco. No hay duda de que la guerra de Ucrania es el mayor fertilizante que alimenta y acelera estas crisis y que, si no las ha causado, sí ha sido en parte resultado de ellas. Esta guerra amenaza nuestra democracia y harían bien en buscar en ella su propio reflejo algunos miembros de nuestra clase política, incomprensiblemente acrítica en su sentido más último, esto es, la falta de criterio independiente, apática de ideas y en apariencia en espera de instrucciones. La coexistencia con una carnicería que ha supuesto más de medio millón de víctimas es ya un punto inédito en nuestra historia, cada vez menos espontánea y sí más fortuita. Nunca ha sido tan explícita la contradicción con que se enfrentan. no sólo nuestros principios sino nuestros propósitos de progresar en la unión, porque las religiones nacionalistas, ¿o es que no lo sabemos?, sólo se conforman con sangre y no necesitan sino tiempo.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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