El otro día me hacían la siguiente reflexión: Obama no resistiría un juicio crítico de la Historia. Recuerden que fue “condecorado” con el Premio Nobel a beneficio de inventario, es decir, antes de empezar prácticamente su mandato. Esto es, sin perjuicio de lo que pudiera hacer después. Hoy nadie acertaría a cifrar los éxitos de los resultados de su gestión, salvo el asesinato de Osama Bin Laden, lo cual dice mucho.
No pongo en cuestión su ideología, carisma, seductor verbo y, sin lugar a dudas, su capacidad para saber articular un relato de cómo intentar proyectar la necesidad de llevar a cabo un cambio radical en la política norteamericana y mundial. Ahora bien, sin perjuicio de todos los peros que se le puedan poner, como producto de comunicación política fue de nota.
El mandatario norteamericano ha sido un sujeto que concitó múltiples simpatías en los progresistas europeos. Parecía que con él se rompía el fatídico devenir histórico en el cual los estadounidenses tomaban cartas de los asuntos problemáticos del resto del mundo solo a conveniencia. Podía ser capaz de construir una Norteamérica cohesionada, política y socialmente. Los “motivos” del premio fueron a la esperanza. No a los resultados. A sus promesas de caminar, a partir de él, por los senderos de la diplomacia, el multilateralismo, la cooperación y la distensión (Irán); entre ellos muy importante su anuncio de la intención de contribuir a la creación de un Estado palestino. Un mundo menos conflictivo y sin armas era otra, además de hacer que Estados Unidos cambiara el paso de ser uno de los países más contaminantes del mundo hacia una política más respetuosa con el medio ambiente. ¡Sobran los comentarios! Un solo dato, Obama se convirtió en el primer presidente de Estados Unidos en pasar sus dos mandatos completos sin un solo día sin guerra. Eliot Cohen, profesor de Historia Militar en la Universidad Johns Hopkins, señaló en una entrevista hace unos pocos años que los propósitos del presidente norteamericano no fueron lo que finalmente resultó, sin duda fue su actuación en la gestión de los conflictos la que lo llevó a ese resultado, no su impecable formulación.
Así las cosas y analizando el legado del primer presidente afroamericano no se puede decir que fue brillante, los ocho años no sirvieron realmente para resolver ninguna de las grandes cuestiones y sí devino en una gran frustración.
La política interna de Obama estuvo también demasiado llena de claroscuros, pero quizás si hoy cabe destacar un hecho que ha arrastrado la política norteamericana desde entonces, es el incremento de la polarización. Sin duda la polarización política en Estados Unidos es muy anterior a Obama, es parte de su historia como de la nuestra, pero hasta él, nunca antes, la tensión política llegó a inundar la vida cotidiana ciudadana. ¿Él es el responsable de esta situación que para algunos analistas ha colocado al país en una situación guerra civilista? La respuesta es necesariamente negativa, pero sí lo fue el modelo de relación que marcó entre republicanos y demócratas, la forma de abordar los temas y el extemporáneo momento de hacerlo lo que llevó a esta situación. El hecho más catastrófico es que a Obama le suceda un tipo como Trump, esto no es para nada casual. Representa la respuesta más radical que los republicanos podían dar a los ocho años de mandato demócrata. A nadie se le oculta que uno de los mayores emblemas que levantó Trump es “derogar” y dar un giro de 180º a la política de su antecesor. Tanto en política exterior como interior. Del “sería bueno un Estado Palestino” o el acercamiento a Cuba de Obama a reconocer la capitalidad israelí en Jerusalén de Trump; de la reforma para extender el sistema sanitario del demócrata, a liquidar esta política por el republicano, sin necesidad de entrar en más detalles. Trump llegó incluso a poner en duda que Obama fuera un presidente legal, pues decía que había nacido en África y no en Estados Unidos.
Obama y los demócratas no estuvieron ajenos a ese clima de polarización, llegaron a creer que eso les beneficiaba electoralmente. El bloquismo ideológico y sobre todo el escoramiento del relato afianzaba a su electorado y viceversa pensaron los dirigentes del Grand Old Party. Los puentes salieron por los aires en todo, pasaron del encrespamiento político a la negación del adversario. Trump se frotó las manos elevando al máximo esta tensión y como es sabido la ha mantenido y mantiene tras su salida de la presidencia.
Es difícil saber si hay una fórmula para evitar los esterilizantes enconamientos políticos. Está aquello de que dos no regañan si uno no quiere, pero ese dicho no creo que sea fácilmente aplicable a la política. Aunque sin duda, es frustrante y poco útil para los ciudadanos que han de ser los beneficiarios de la política, nunca los perjudicados por luchas de poder, por muy legítimas y fundadas que estas sean.
Hoy resulta imprescindible no negarle la mirada al adversario, saber crear un espacio de relación, más allá del institucional ya que parece a veces que en este se está más pendiente a lo que captan las cámaras que a otra cosa. A todos se nos ocurren multitud de cuestiones que deberían ser dialogadas y posteriormente negociadas, no hay negociación sin dialogo previo, para poder avanzar en lo que es común y beneficioso.
Se ha impuesto la lógica identitaria de dividir la sociedad en grupos más pequeños y antagónicos, pero también cabe la posibilidad de crear identidades que sean más amplias e integradoras, donde se valore más la inclusión que a aquellos que optan por permanecer al margen de todo y por todo. Con ello, no se abandona la identidad propia, ni se contamina, y sí ampliamos el territorio del respeto mutuo con ello mejorará el funcionamiento de la democracia. ¿No hay suficientes cosas urgentes, esenciales y de interés conjunto?
La izquierda ha buscado refugio en una pluralidad de identidades, un cóctel entre las que se encuentran los nacionalismos periféricos. Eso sí, entre ellos hay una gran dificultad para encontrar un punto de integración común, como era el hecho de ser trabajador que aportaba el socialismo, esta izquierda tan solo tiene como punto en común el adversario. La derecha, por su parte, ha perdido la esencia del liberalismo económico para aferrarse a una trasnochada concepción del nacionalismo estatal y a las esencias de una historia pasada que no fue mejor.
La izquierda, si quiere no diluirse en diferentes grupúsculos que creen emitir la misma música, pero a veces es solo ruido, debe tener la capacidad para dejar atrás un frentismo de corto recorrido y pensar que la derecha por razones evidentes (por su mayor proximidad al poder económico y mediático) en ese territorio tiene mayores fortalezas para que los relatos identitarios triunfen sobre el escenario. Al socialismo democrático, no así a otras izquierdas, históricamente las cuestiones territoriales se le suelen atragantar, aunque eso no obsta para que no deba intentar integrarlo y hacerlo compatible con un modelo de sociedad y de país, eso si siempre debe aspirar a ser mayoritario. Renunciar a una aspiración plural no, pero tampoco a ser mayoría social.
Esa misma vocación mayoritaria es la que le obliga a liderar ese proceso de ampliación que permita integrar en el círculo amplio a los adversarios que realmente comparten un proyecto democrático. La fortaleza de un país y también la garantía de su democracia depende de la amplitud de ese círculo. Evidentemente la otra parte también tiene que asumir real y honestamente el mismo propósito de encontrar puntos de encuentro y no simples estrategias de poder.
Hoy Obama, no tengo duda, junto al «sí podemos» incluiría el sí debemos.
Artículo publicado en La Hora Digital
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