Apóyanos

Memorias del paladar (9/10)

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Pancho Crespo Quintero

La Mesa de Punta Brava

Como en casi todas las casas, en la mía había más de un plato identificativo de su cocina y lógicamente varios rituales en torno a la mesa. Los dos momentos más ritualizados, los días Santos con los Siete Principios Salados y los Siete Dulces; y los días finales de diciembre, en particular la noche de Año Nuevo,  cuando mi casa se llenaba de familia y vecinos, y entonces eso era “una sola comedera”. Eso sí, todos sentados a la mesa al mismo tiempo, nadie comía solo y nunca si no estaba mi viejo. Había otro momento que llamaría culinariamente extraño, los almuerzos del 24 de julio, día de mi cumpleaños, para el que mi abuela instauró hacer hallacas, así que en mi casa se comía hallacas en diciembre y en julio.

La marca de aquella cocina la dio indeleblemente mi abuela materna, luego por extensión mi madre, y por último Ramona, que trabajó muchos años allí y aprendió de ellas. Era una cocina típicamente andina y particularmente trujillana, en la que hubo algunas incorporaciones por los muchos años en Caracas y algunos pocos en El Callao, en donde mi madre conoció lo que después sería su fabuloso Chivo en Talkarí (que nada tenía que ver con Trujillo, pero sí mucho con mi casa).

Aunque no éramos muy ajiceros, en la mesa nunca faltó el picante de leche (“ají”, como propiamente se llama), ni el arroz blanco, sin el que mi papá no podía comer. Platos comunes que tenían especial presencia y significado: la Sopa de Leche, con arepas del día anterior, mantequilla y una hoja de hierbabuena; la Sopa de Tortilla con ramitas de cilantro; los cambures verdes; los domingueros desayunos con “arepas de harina”; los mejores pastelitos del Universo todo (a los que mi mamá les agregaba huevo sancochado), y con los retazos sobrantes de la masa, hacían torrejas para la merienda; el dulce de hicacos, con hicacos de nuestro patio; el mango congelado, a los que mi mamá les agregaba leche condensada y una espolvoreada de canela; y la inigualable torta de plátano, constante en los almuerzos, que mi papá llamaba “la cuarenta y cinco”, porque según él, eran los años que tenía haciéndola mi mamá.

Pero el plato exclusivo de mi casa era el sencillísimo “mojo de queso”: una base semi-líquida de tomates maduros y mucho queso blanco, rayado grueso, que con la cocción quedaba chicloso. Desayunos de gloria cuando había “mojo de queso”… ah, y muchas, muchas arepas, rumas de arepas, a lo que mi papá, impecable, decía: “Pan pal´huevo, que huevo hay”.

Ramón Guillermo Aveledo

Para escribir esta nota empecé, como es lógico, por las memorias gloriosas de comidas de mis abuelas, como la crema de caraotas negras con una lasca de aguacate y un chorrito de aceite de oliva de Veveva o el relleno del pavo navideño de Mamaíta, como llamaba mi madre a la suya, Adela como ella, o en las visitas a las pastelerías Oro o Majestic en Barquisimeto, cuando Adelita cobraba la quincena. También podría decir del inigualado queso de mano que hacía Aristóbulo en Gamelotal, caserío vecino a Corozal, la finca de mi tío. Excepciones todas pues honestamente, antes debo confesar, aunque usted no lo crea, que era niño de mal comer, cuya afición principal eran las chucherías como el Toronto, las gomitas California cuadradas, gordas, perfectas o los bocadillos de guayaba colombianos. Nada que anticipara que mi pecado capital sería la gula

Convertido en tragón, ninguna ingesta en mi infancia ni después, en la juventud, adultez o tercera edad, me ha producido más placer que los helados. Aun hoy, paladearlos revive el niño que fui y gozo como cuando en vacaciones caraqueñas esperaba la Marchantica, para despachar hasta un litro de Miss Efe de Vainilla para mí solo, sentado en la acera.

En mi Barquisimeto infantil los helados de carrito eran de una marca valenciana mediocre, pero había heladerías de fabricación propia muy buenas, como la del estacionamiento de Sears, cuyas merengadas eran bálsamo en el calor implacable y sus barquillas con capita de chocolate repicaban la que probé una vez durante mi inconcluso primer grado en la Experimental, solo una, dada la prohibición estricta de cruzar la calle sólo. Algunas de esas heladerías larenses tuvieron larga vida, como la 007 de la Vargas, convertida en Di Lorenzo en Los Leones. Su Tartufo sigue siendo insuperable.

Rosario Anzola

Mi abuela materna nació en 1900, pasó toda su vida en el campo y se quedó en el siglo XIX.  Su fogón era de leña, detestaba las demás cocinas al igual que los enlatados. La hacienda daba para todo: hortalizas, frutas, leche, café, papelón, maíz, manteca de cochino, huevos, pollos, cerdos y terneras. Ella hacía mantequilla y queso de mano y la nata que sacaba de la leche hervida era un tesoro para los consentidos, yo —entre ellos— por mi privilegio de nieta mayor.

De niña, yo era de muy mal comer, pero allí me servían solo lo que me gustaba y mis peticiones eran atendidas sin restricciones.  “No quiero jugo de naranja caliente”, pues las naranjas iban —ardientes de sol— del árbol al vaso. “No quiero las conchas duras de las arepas”, pues eran de maíz pilado. “Y quiero el café con espuma”, que era decir: directamente de la ubre de la vaca…

Un día pedí a mi abuela la receta de la “Torta de crema”, un secreto familiar que se prepara con una base de masa quebrada rellena de crema pastelera y trocitos de dulce de toronja e higos. “Lo primero es hacer el dulce de higos, los tienes que pulir, una y otra vez, pasándolos por una teja para quitarles la pelusita…”, “Ah… y el dulce de toronja, hay que lavarlas, quitarles la pulpa y meterlas en agua para que suelten el amargo, cambiando el agua al menos unas cuatro o cinco veces durante dos días…”.  Ese fue el tenor de la receta completa.  Me atreví a hacerla y la sigo haciendo, sin la teja y con paciencia, pero jamás sabe a la de mi abuela. El misterio es simple: todos los ingredientes hacían vida con ella en esa hacienda.

Samuel Rotter Bechar

Nos sentamos en la primera mesa del restaurante de sushi en la calle General Martínez Campos. Me senté dando la espalda al interior del lugar, viendo únicamente a mi novia rodeada de reproducciones pixeladas de Yakusha-e. Esa noche, por alguna razón, presté particular atención a sus ojos verdes. Nunca habían estado tan verdes como en ese momento, y de repente sentí, por un instante, que tal vez nunca había visto realmente sus ojos, lo cual era imposible porque llevábamos más de seis años juntos y en cuarenta y cinco días íbamos a celebrar nuestro matrimonio con nuestras familias y amigos. La duda me hizo regresar a la primera vez que la conocí, diez años atrás, también comiendo. Estábamos en un restaurante llamado Higo y Olivo. Ella estaba al otro lado de la mesa comiendo aceitunas. Apenas intercambiamos unas pocas palabras, pero fueron suficientes. De pronto me invadió una oleada de emociones. Vi en mis recuerdos a los dos tomando café y comiendo un sándwich de pavo con papas fritas en el diner gringo al lado de mi apartamento. En una montaña en Galicia degustando quesos con mermeladas. Comiendo croissants de chocolate después de haberme quedado a dormir por primera vez en su casa. Y así sucesivamente, desplegando un sinfín de encuentros, solo nosotros dos, tranquilos, sin necesidad de mucho más que una buena compañía.

—¿Me escuchaste? —me preguntó de repente, rompiendo mi trance.

—¿Qué cosa? —le respondí.

—El doctor. ¿Cuándo dijo que tenía que hacerme el próximo PET-TAC?

—Creo que en tres meses. Dijo que llames un par de semanas antes para agendarlo. Hay que hacerlo en el mismo hospital de la última vez, por el historial.

—Me lo imaginé.

—¿Cómo te sientes?

—No lo sé. Estuve tantas semanas aceptando que tenía cáncer, que ahora que me dicen que en efecto no tengo, me cuesta creerlo. Creo que ha sido más fácil procesar el diagnóstico inicial que ahora aceptar que no voy a necesitar quimioterapia y nos vamos a poder casar.

—Normal. Se siente extraño celebrar eso. Te quiero —le respondí mientras veía sus ojos, más verdes que nunca, y tragaba un trozo de calamar crudo.

Slavko Zupcic

La pasta de Eleonora (elogio de la comida doméstica)

No lo busqué. Ni tampoco pensé que pudiera suceder. Pero es así. Progresivamente, cada vez más, la pasta de Eleonora se ha ido convirtiendo en una verdad esencial, en una parte fundamental de mi vida. Lo mejor que me puede pasar en un día de trabajo o de fiesta es que Eleonora cocine en casa un pentolone de pasta y yo pueda aproximar mi plato a su periferia y servirme una porción discreta. Atrás quedaron los truenos, los tigres, los relámpagos, pero también el picadillo de pollo, mayonesa y manzanas que en Naguanagua llamábamos ensalada de gallina y que era hasta finales del siglo pasado mi plato preferido. Algo parecido ha pasado con las hallacas. Por indicación materna integrada en la infancia, me cuesta comerlas de manos extrañas y solo he logrado hacerlas una vez: buen resultado y también dosis altas de dolor corporal, cansancio y tristeza. Pero no son esas las razones por las que la pasta, la pasta de Eleonora, se ha ido consolidando en mi lengua, mi cerebro y mi corazón. La pasta de Eleonora ha crecido por razones propias, con méritos labrados a pulso, a fuerza de batallas ganadas y perdidas con los afectos, los sabores y la nostalgia. Juntos hemos pateado infinidad de calles hasta conseguir la mejor olla, el pentolone, en la primera tienda. Amorosamente hemos experimentado y discutido sobre qué tomate usar, ante qué estraperlista conseguirlo, para finalmente decidir que el tomate al igual que el agua tenía que ser del lugar que nos diese el fuego. Lo único que no hemos alterado de la receta original es la pasta, que tiene que venir de Italia, aunque eso ya no es problema porque casi todas las marcas buenas navegan desde hace años por todas las calles del mundo, inundadas de Lambrusco. Es así como, en cualquier mediodía, justo antes de pensar en qué comer, basta una mirada de cuatro ojos para decidir sin ni siquiera una palabra que queremos comer un bel piatto di pasta col pomodoro. Sí, ¿por qué no? Y la pasta va saliendo del cielo de sus manos, rápida y lentamente, en apenas unos minutos en que la cocina se impregna del olor pesado del tomate y el aire se almidona porque en la otra hornilla hierve el agua y los hilos de pasta engordan y esperan el minuto del dente que se produce sesenta segundos antes de lo que marca la caja en la que han viajado y llegado a casa. Luego ambos se fusionan, pasta y tomate, como en un asunto malabar. Son las manos de la ilusionista Eleonora que uno no ve cómo pero hacen volar las ollas y el colador y presentan ante nuestros ojos atónitos el milagro del día. Ése es el momento en que yo aproximo mi plato y me sirvo una ración discreta a la que agrego apenas una cucharadita de parmigiano y que luego devoro lentamente como si cada movimiento masticatorio fuese una bendición que consagra las nupcias tripartitas del alimento que llena mi boca. Han pasado cuatro minutos y en el plato no se ve ningún spaghetto. Entonces me bendigo por haberme servido una porción discreta y sé que puedo repetir. Caen en mi plato dos o tres cucharones más de pasta nutritiva que ingresan consecutivamente en mi boca, esta vez de una manera más pausada en la que el tenedor elige uno por uno el spaghetto nadador. Finalmente, disparando contra todos los manuales de urbanidad (Ciao ciao, Galateo. Au revoir, Carreño) será necesario mojar un pedazo de pan en el tomate que habite todavía el fondo del plato: fare la scarpetta.

—Mira lo que está haciendo papá —comienzan entonces a alterarse los niños y envían miradas suplicantes a Eleonora que inmediatamente concede el deseo y luego comenzamos todos a barrer, convertido el pan en lengua poderosa, nuestros platos hasta dejarlos translúcidos, como si el mejor lavavajillas hubiera pasado por estas montañas.

Es un placer divino por delicioso y compartido, tan sencillo además, pero que sólo las manos de Eleonora permiten: la pasta de Eleonora.

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