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Memorias del paladar (5/10)

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Héctor Torres

Todo lo que sostiene nuestro sentido de la vida posee una condición sagrada que nos recuerda lo importante en un mundo lleno de urgencia. En casa, por ejemplo, la sobremesa cumple la función que en otros parajes tiene la chimenea: definir el hogar.

La sobremesa, como la misa, es una comunión. Quizá por eso la vida nos ha regalado la amistad de gente que hace de ese hábito una auténtica liturgia para honrar la existencia, la amistad y la serena felicidad de la conversación.

Como Samir y Elena, cuyas reuniones en su casa comienzan con deliciosos almuerzos árabes y pueden terminar a medianoche, cuando todos volvemos a las nuestras convencidos de que, a pesar de las noticias, el mundo no parece extinguirse todavía.

La amistad que se congrega en torno a la mesa nos recuerda que la vida es un regalo y como tal debemos vivirla. Así lo entiende también Manuel Rioseco. Pocas personas capaces, no solo de sentir un placer tan genuino por la comida, sino de compartirlo de forma tan generosa como él. “¿Qué tal está ese róbalo?”, o “ese lomito se ve fabuloso”, se le oía decir cuando, sentados en una mesa, comenzaban a aparecer los platos, contagiándonos con el deleite que le producía esa conjunción de olores, sabores y texturas.

Esas liturgias, que recorrían todas las estaciones, culminaban en el momento en que, con la sonrisa del niño que pone a los padres su gesto más irresistible, preguntaba a los comensales, acariciándose el abdomen: ¿postrecito?

Toda amistad que nace en la mesa nos recuerda que la vida es un regalo. O dos en uno: el de compartir el deleite por la comida y el de la amistad. Por eso, cuando nos reunimos en torno a la mesa honramos ambos dones de una forma secretamente religiosa.

Irene María De Sousa

Saudade

Narro esta anécdota a riesgo de ser leída por quienes la consideren una nimiedad, pero la literatura lleva implícita la sensibilidad, así que seguramente la mayoría me entenderá.

Soy venezolana, hija de un portugués, mi postre favorito es el pastel de nata, una delicia que fue creada en Belém, Portugal, y la receta es un misterio, pero ha sido descifrado por algunos buenos pasteleros. Cuando estaba exiliada en Colombia me encontré ante la imposibilidad de hallarlo, casi no hay portugueses en ese país, ni en otros países de Latinoamérica en los que estuve. Un día, antes de viajar a Estados Unidos, donde estoy refugiada actualmente, conseguí un restaurante en Bogotá que supuestamente hacía “tarta portuguesa”, así que fui sin dilación, y emocionada ordené.

Al verlo me di cuenta de que era una imitación, y  después de ingerir el último trozo de pastel, que no estaba mal, pero no tenía la misma textura, el sabor ni la composición original, rompí en llanto. Entendí el sentimiento que estaba experimentado, recordé la cantidad de veces que simplemente iba a la panadería por mi postre favorito y la frustración que me generaba no poder hacerlo fue como si mi postre imitador trajera a mi mente, como lo hace un olor, mi vida pasada en Venezuela.

Solamente yo entendía mi dolor, pero creo que fue una forma de que mi alma expresara a través de una situación que parece fútil, muchas otras cosas, porque como decía Benedetti, cuando uno llora, a menudo lo hace por lo que no lloró en algún momento. Al llegar a Miami corrí a buscar restaurantes portugueses y me comí al menos 10 pasteles, la felicidad fue inenarrable, luego me inscribí en el gimnasio y volví a la moderación, pero sin duda fue un dulce consuelo.

Ivanova Decán Gambús

Santo Morrocoy

Desde que tuve uso de razón, la Semana Santa fue tiempo de ritos en la casa. El lunes comenzaban los preparativos para la liturgia del jueves, protagonizada por el pastel de morrocoy. El ritmo de la cotidianidad doméstica cambiaba por completo. Mamá, poco afecta a los quehaceres culinarios, se apostaba en la cocina con mis abuelas y las ayudantes para preparar el laborioso plato que mi padre, guayanés de pura cepa, esperaba anualmente con devoción. Conjugando memoria y circunstancias, pienso que esta costumbre, conservada por décadas, fue quizás la tradición más importante de mi historia familiar.

Cuando era niña, admiraba la destreza de las manos que cortaban pimentones, cebollas, papas, tomates y otros ingredientes que se ordenaban separadamente en grandes bandejas; también me asombraba la enormidad de la olla que contenía el suculento guiso de morrocoy y casi dos días de afanes. El miércoles se entraba en la recta final y, en una gran mesa, se colocaban grandes piezas de vidrio untadas con mantequilla, mientras alguien comenzaba a batir docenas de huevos que, convertidos en espuma ante mis ojos, se pintaban luego con aceite onotado. En la tarde, se montaban los pasteles que después irían al horno.

El jueves a mediodía, la casa se llenaba de amigos y de expectativas ante la inminente degustación del famoso pastel.  “Te felicito, Luisa. Te quedó tan bueno como el de la tía…”, le dijo Miguel Otero Silva a mamá en una oportunidad y los ojos de papá brillaron de contentura.

La añoranza de aquellos días permanece allí y se asoma de vez en cuando. Más que el disfrute de un plato, extraño todo lo que se generaba en torno a ese ritual. No he vuelto a comer el pastel de morrocoy, entre otras razones, por respeto a la especie. Sin embargo, si volviera a degustarlo, nunca sería igual, principalmente porque le faltaría el sexto sabor que, como dice Andoni Luis Aduriz, son las historias. Y esas no volverán.

Jacqueline Goldberg

He olvidado qué comí.

Sostengo con nitidez, eso sí, la imagen de la espalda de mi esposo ante los fogones, el ruido mostaza de ollas y sartenes, la luz que se empinaba tarde.

He olvidado si hubo pollo o pescado, si aderezaban hojas y curri, si la sal apuntalaba suficiente.

He olvidado casi todo. Casi todo, excepto que aquel almuerzo de octubre de 2021 fue memorable. Más que cualquier otro de mi vida. Más que uno con mejillones en la Plaza de los Curtidores en Brujas. Más que la musaka con el Partenón enfrente. Más que la torta de manzana a los pies de las murallas de Jerusalén. Más que el helado de pistacho en Roma. Más que la cena con amigos y champaña en Versalles. Más que el desayuno de domingo con mis hermanas en Viena. Más que los macarrons de Pierre Hermé mordidos lentamente en la azotea de Galerías Lafayette en París. Más que los jóvenes vinos entre dinosaurios de la Patagonia. Más que la dulce sopa de caraotas en casa de don Armando Scannone. Casi más que las comidas de mi padre, mis tías, mis abuelas.

Olvido y recuerdo se entrecruzan. Me acorralan, me tumban, dictan un legado umbilical.

Hay una explicación.

Venía yo de la neblina de dos perversas semanas con covid-19. Dos siglos sin olfato, dos milenios sin gusto, sin apetitos, sin saber cómo arrancarme el barbijo para retomar la sagrada comensalidad de casa.

Venía de creer que el mundo me quedaría grande por siempre. Que hasta el fin sería desabrido, pueril, absolutamente solitario.

Volver a habitar mi paladar fue un triunfo sobre el vaho de la salud y los extravíos. Pude haber almorzado queso de alce, trufas o caviar almas en lata de oro de veinticuatro quilates. O simplísimo pollo a la plancha. Daba igual. Importaba el asombro, el epicentro restituido, el placer reconquistado. Importaba el sabor memorable por olvidado, el bocado olvidado por imprescindible.

Joaquín Marta Sosa

Había llegado esa mañana del mes de marzo de 1947. El largo recorrido del vuelo (Oporto / Lisboa / Bahía / Maiquetía), y luego del aeropuerto a Caracas por la carretera vieja que desembocaba en Catia, y desde allí tomar varios trechos hasta el barrio de Sarría, para concluir en una casa de vecindad (un largo pasillo con habitaciones enfrentadas unas a otras, hasta culminar en los fogones, los sanitarios y un lavandero). En ella mi padre, que había emigrado a Caracas cinco años atrás, alquiló uno de esos cuartos para acogernos a mi madre y a mí.

Al no más llegar, una señora, dueña de la más vasta corporeidad que hubiese visto nunca, me acercó en un cuenco sendas caraotas negrísimas acompañadas por un bocado del arroz más apetecible.

Hurgó en uno de los bolsillos de su delantal y sacó una bolsita con azúcar. Lo espolvoreó con cuidado sobre las caraotas hasta que el cuenco casi perdió el espacio cromático del negror fue suplantado casi por completo por un dulzor blanco que mi paladar jamás había tocado. Ella me pidió la cuchara y mezcló a fondo caraotas, azúcar y arroz. Esta mezcla de granos negros y puntos blancos, arrebujados en una capa de blancor dulce, fue el primer manjar que probé en mi vida.

Después vinieron otros, pero ninguno como ese que alegró el día inicial de mi infancia caraqueña me permitió comer sabroso por primera vez, y saber que la gente de piel negra, a diferencia de lo afirmado por mi abuela portuguesa, nada tenía que ver con los demonios sino exclusivamente con los ángeles solares.

Desde entonces creo que todo lo que está para llevarse a la boca, unos más que otros, son guardianes del memorable sabor de ese día que estamos viviendo.

Joaquín Ortega

Ensalada en 300 palabras

Picar cebolla, manzana verde y pepino en cuadros. Aderezar con aceite de oliva, papelón derretido y un toque de limón y pimienta. Una cucharada de maní y otra de ciruelas pasas. Que le hagan compañía trozos de queso blanco fresco del país que te reciba. Vale con carnes, panes, vinos y cervezas. Ensalada para todo el año dedicada a mi hermano Gayath Almadhoun.

Juan Alonso Molina

Iniciación

Al caserío El Desecho se va por un camino pedregoso, a ratos polvoriento, siempre solitario, que cruza el semiárido larense en busca de la sierra de Baragua.

Las pocas casas que se cruzan por el camino están tan aisladas que sus escasos moradores conservan las urnas sobre los techos para tenerlas a la mano cuando los muertos se afanan.

Allí fui una tarde de 1987 y desde el jeep que me conducía sin apuro, pude ver a una curiosa familia de arrieros de chivos con una larga carreta tirada por un burro, cargada de magueyes de cocuy que sobresalían bajo la lona que los cubría.

No me imaginé que iban en busca del mismo caserío que se disponía a celebrar sus fiestas patronales. Y menos que al poco tiempo de llegar levantarían, con admirable destreza y rapidez, una covacha con corral de chivos, sencillas mesas y bancos largos que hacían las veces de comedor, así como su correspondiente fogón de leña.

Esa misma noche quise comer ahí, atraído por el irresistible aroma «oreganado» del chivo asado. Al poco rato de haberme sentado, la generosidad campesina me había permitido entrar en franca camaradería con los anfitriones. La cerveza nos ayudaba. Pero yo era el forastero, un patiquín tal vez ante sus ojos. Fue entonces cuando me preguntaron si comía asadura de chivo. Por supuesto, salté yo. Y, naturalmente, me invitaron a comer la que hacía la mujer del arriero, incomparable decían.

Tenía algo de reto la invitación y mi naturaleza orgullosa hizo que acometiera aquel rico condumio con especial denuedo. Debí advertir las sonrientes miradas posadas en mi rostro con tanta concentración.

Me preguntaron si sabía todo lo que componía aquel plato multisápido que había rociado con el infaltable suero de tapara picante. Contesté afirmativamente y comencé a balbucear lo conocido: corazón, riñones, hígado, pulmones, bazo… Llegado ahí me señalaron un trozo especialmente largo, una parte del cual ciertamente me estaba costando algo masticar. Rejudo, diría mi abuelita.

Se miraron y soltaron las carcajadas. Cuando preguntaron si alguna vez había probado un pene de chivo, supe lo que estaba comiendo, por fortuna muy bien sazonado. Así me bautizaron.

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