“Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario. Girando en torno a la torre y al caserón solitario, ya las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno, de nevascas y ventiscas los crudos soplos de infierno. Es una tibia mañana. El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana”. (Antonio Machado).
A veces, sin saber cómo, aquellos que nos consideramos, empíricamente, trashumantes, emprendemos el camino sin más certeza que la que nos aporta la intuición. A veces, aunque pocas, una vez llegamos a nuestro destino, descubrimos que no sabíamos, en realidad, adónde íbamos pero que, sin duda, conocíamos el por qué.
Siempre he tenido en mente que algún día visitaría Soria. No me pregunten por qué, pero siempre que he elegido un destino, en esta España nuestra de roca y arcilla, de páramo y bosque, he tenido entre los posibles candidatos a esta ciudad; también es igual de cierto que, una ocasión tras otra, la he descartado a favor de otros lugares. Ahora, que por fin la he conocido, he comprendido que nunca la descarté, sino que he estado esperando el momento propicio para visitar una ciudad que sin ser determinante en mi linaje, sin embargo me ha estado esperando todos estos años; aunque la verdad es que he sido yo el que le ha esperado a ella.
Desde el punto de vista puramente objetivo, Soria es una ciudad bonita. Compendia, además, una serie de características que para mí son virtudes, al menos en este momento de mi vida. Es una ciudad tranquila, es una ciudad limpia, accesible. Con una gran oferta gastronómica, es evidente, y una grandísima oferta cultural, quizá menos accesible a todas las miradas. Es, como muchas capitales de Castilla-León, una ciudad testigo y maestra de acontecimientos que han marcado e influenciado el destino de nuestra triste España, una flor en las ruinas de un país que se hunde, por la ignorancia, precisamente, de su historia, de lo que nos ha traído hasta aquí. Además, no es populosa, permitiendo momentos de introspección que no se dan en ciudades como mi Madrid, al que amo tanto, pero que estaría mejor a salvo de los madrileños y otras hierbas que florecen en sus calles.
Si, además, el viaje va acompañado de la mejor de las compañías, como ha sido el caso, el éxito está asegurado.
Pero, como tantas otras veces, vuelvo al principio. Llegué a Soria con la intención de conocer esta ciudad que he descrito, lo cual ya es motivo más que válido para el viaje; sin embargo, descubrí, desde el principio, que hay lugares que no puedes mirar solo con los ojos. Lugares en los que, a pesar de su belleza, lo mejor que te entregan no puede plasmarse en fotos. Tal es el caso de Soria, que empezamos a descubrir con el paseo que te lleva, más bien te transporta, a lo largo de la ribera del Duero, desde el magnífico Monasterio de San Juan de Dios, del que solo queda la iglesia y los arcos del claustro; sin embargo, bellísimos, hasta la Ermita de San Saturio, Santo Patrón de la ciudad, edificada a partir de la cueva en la que vivió este asceta. Una increíble mezcla de imponente belleza natural y sobrecogedora arquitectura religiosa, que logra transportarte a lo que el monje Saturio debió buscar y encontrar en aquel enclave.
Y es aquí donde empecé a comprender que Soria, en un plano que no se aprecia desde los ojos del turista, pero desde luego si desde los del viajero, es una ciudad que no solo está ligada a la literatura, a través de los literatos excepcionales que han vivido en ella, sino que además es literatura en sí. Una ciudad con alma de soneto, de leyenda, de papel y tinta, que además no solo no esconde, sino que muestra con orgullo a aquel que lo sepa ver. Desde el mismísimo claustro en ruinas, bellísimas, de San Juan de Dios, nos saluda el monte de las ánimas, inspiración de una de las leyendas de Gustavo Adolfo Becker, que además está inmortalizado en bronce en el jardín del monasterio. No solo aquí encontraremos a Becker, a Machado, a Gerardo Diego, sino en muchos otros enclaves de esta ciudad, cuyas calles son las páginas de los momentos más brillantes de nuestra literatura.
“Esta Soria arbitraria mía, ¿quién la conoce? Acercaos a mirarla en los grises espejos de mis ojos, cansados de mirar a lo lejos. Vedla aquí, joven, niña, virgen de todo roce. Sombreros florecidos tras la misa de doce. Y bajo la morada sombra de los castaños, unos ojos que miran, cariñosos y huraños. O que no miran, ay, por no darme ese goce.
Abajo, el río, orla y música del paisaje, para que el alma juegue, para que el alma viaje y sueñe tras los montes con las vegas y el mar. Y arriba las estrellas, las eternas y fieles estrellas, agitando sus mudos cascabeles, lágrimas para el hombre que no sabe llorar”. (Gerardo Diego).
Esta ciudad, pequeña y bella, de clima frío y gris, calienta el alma, y deja recuerdos que, al contrario de las fotos, se graban en el lugar donde, al menos mientras vivamos, no se borrarán y no se perderán.
“Al olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las lluvias de abril y el sol de mayo algunas hojas verdes le han salido. El olmo centenario, en la colina que lame el Duero. Un musgo amarillento le mancha la corteza blanquecina, al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores que guardan el camino y la ribera, habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera va trepando por él, y en sus entrañas urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero, con su hacha el leñador, y el carpintero te convierta en melena de campana, lanza de carro o yugo de carreta; antes que rojo en el hogar, mañana, ardas de alguna mísera caseta, al borde de un camino; antes que te descuaje un torbellino y tronche el soplo de las sierras blancas; antes que el río hasta la mar te empuje por valles y barrancas, olmo, quiero anotar en mi cartera la gracia de tu rama verdecida. Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera”. (“A un olmo seco”. Antonio Machado).
¿Dónde, si no en Soria, hubiera visitado un olmo seco?
@elvillano1970
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