Roman Polanski está de cumpleaños este mes y una merecida retrospectiva celebra a un cineasta a la vez bendito por su talento y un éxito que lo acompaña desde su primer largometraje (El cuchillo bajo el agua en 1962) y maldito por su suerte.
Polanski y su obra son en buena medida un testimonio a veces terrible, muchas veces irónico y siempre apasionante de su tiempo, probablemente porque el director ha sufrido o provocado las taras del tiempo que le ha tocado vivir. Y porque, de forma repetida y obsesiva alude a un mundo canalla, de un poder que nunca se muestra pero que teje, siempre para su desgracia, el destino de los protagonistas.
Hijo de padres exterminados en los campos nazis, viudo de una bellísima actriz asesinada por una secta satánica, perseguido de la justicia estadounidense por tener relaciones con una menor (que lo perdonó y pide que lo dejen en paz, aunque nadie la escuche), el director polaco ha convivido con lo mejor y lo peor del cine contemporáneo, levantando fobias y filias, sin que nunca la indiferencia haga mella en su obra. Que, por cierto, es muy ecléctica y se pasea con bastante incomodidad por esos territorios oscuros del alma humana a los que no muchos quieren asomarse. Tal vez sea esta su principal virtud: Polanski es inclasificable.
La muestra permite revisar sus búsquedas que se inician con la ya mencionada Cuchillo bajo el agua, crónica de un triángulo circunstancial cuyas pasiones estallan a bordo de un yate un fin de semana cualquiera. Callejón sin salida era cuatro años más tarde un ejercicio similar, pero esta vez en clave de humor negro, que adoptaba como villanos a dos gánsteres sin talento alguno. Repulsión mostraba la belleza gélida de la muy joven Catherine Deneuve como una manicurista cuya represión sexual iba tomando control de su vida, manifestándose a través de imágenes de insólita violencia. No menos terrible en su final era La danza de los vampiros, un filme que cabalgaba entre el terror y la sátira al género, pero que no dejaba de recrear un universo infernal en el cual todo está perdido en su ominosa escena final.
Para entonces, corrían los años finales de una década que se definió por sus rupturas, Polanski daba el gran salto a Estados Unidos y en 1968 se consagraba en la taquilla con un largometraje escalofriante que no ha perdido ni un miligramo de su maldad. El espectador nunca sabe si Rosemary es una neurótica (parienta lejana de la Deneuve de Repulsión) que alucina con llevar en sus entrañas al hijo de Satán mismo o si el drama es cierto. Lo que sí es cierto es que ese panorama es perverso y las relaciones que los personajes tejen entre ellos están signadas por el poder y el engaño. No menos cierto es que aquí comenzaba la leyenda maldita de Polanski. Su esposa Sharon Tate sería acuchillada por la secta del recientemente desaparecido Charles Manson, y Polanski, para su suerte, estaba en ese momento en una reunión con productores en Londres. (El edificio en el cual vivía Rosemary alojaba a John Lennon cuando su asesinato 12 años más tarde, además).
En 1971 el director volvía al ruedo con otra película que desnudaba el apetito de poder como ninguna otra obra (Macbeth) y luego firmaba una de las mejores películas de cine negro (Chinatown). El barrio chino del título no aparecía por ningún lado, pero era una alusión a un pasado terrible, cuya sombra planeaba sobre los protagonistas. Ese universo agresor se hacía un poco más explícito en la magistral El inquilino filmada en Francia, en la que el mismo Polanski alquilaba una habitación cuya anterior ocupante se había suicidado y cuyas obsesiones volvían a reclamarlo.
Piratas era un filme de aventuras inclasificable en el cual brillaba la versatilidad de Walter Matthau y fue un sonadísimo fracaso de taquilla. Frenético era un policial discutible, probablemente un trabajo alimenticio que mostraba un París subterráneo y oscuro.
Su obra tuvo algunos traspiés perdonables (¿Qué?, La novena puerta, Luna de hiel, La muerte y la doncella) pero Polanski volvía a mostrar ese mundo privado que lo obsesionaba con dos películas muy personales. En 2002 El pianista saldaba cuentas con sus recuerdos de infancia, el horror nazi y la desdicha última de los que sobrevivían por capricho del destino. Tres años más tarde la adaptación del Oliver Twist de Dickens era un pretexto para hablar de su niñez desgraciada.
El escritor fantasma era un buen thriller político y una palada más de tierra sobre el cadáver público de Tony Blair que jugaba en un territorio amenazador. Sus últimas películas (Un dios salvaje, La venus de las pieles) eran una muestra del mejor Polanski que con ocho décadas a cuestas sabía ser satírico, obsesivo, salvajemente irónico y descreído de alguna virtud de la condición humana.
Por estos días ha estrenado su última película, una adaptación de un best seller de Delphine De Vigan llamado Basado en hechos reales, un filme acertadamente vapuleado por la crítica que acusó a Polanski de hacer una caricatura de sí mismo. Una lástima porque ese nuevo relato del poder y la dominación de una mujer por otra no dejaba de pasearse por las obsesiones maestras del director. Una pifia que no oculta una obra fascinante que conviene revisar una y otra vez. Acaso porque refleja este mundo tortuoso que nos ha tocado en suerte.
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