Es inevitable, y al mismo tiempo motivo de angustia, preguntarse de dónde proviene toda la maldad que hoy día condena a la más infame situación de vida a los millones de venezolanos víctimas del régimen chavista, que pretende afincarse en el poder, a través de un nuevo fraude en que lo acompañarán algunos de sus colaboradores de siempre, el próximo 20 de mayo.
La respuesta suele buscarse en explicaciones desarrolladas en diferentes disciplinas y enfoques, como son el histórico, el cultural y el médico inclusive.
En el caso de los dos primeros, se insiste mucho, en especial por estos días de desolación, que en gran medida las conductas políticas y económicas violentas que hoy predominan en la realidad del país, son consecuencia de las ideas, creencias e instituciones “típicas” del mundo hispánico, que desde la Conquista, luego durante la Colonia y después durante la fallida experiencia republicana, han seguido “condicionando” el actuar privado y público de los venezolanos, supuesto en el cual se debería más al “viejo catolicismo mercantilista ibérico” que a otra cosa, las prácticas contrarias a la libertad y dignidad humanas empleadas, imitadas y toleradas por el régimen tiránico. Sería nuestra “cultura” y “tradición histórica”, vistas desde la “leyenda negra española”, la causa de este infame estado de cosas.
La explicación médica, o psiquiátrica, fue desarrollada, por demás con sólidos argumentos científicos, por el médico y novelista Francisco Herrera Luque, en obras como Los viajeros de Indias, Personalidades psicopáticas y sobre todo en La huella perenne, en la primera de las cuales, según nos recuerda Alfonso Molina, “Herrera Luque expone, en más de 300 páginas, un estudio completo con datos estadísticos, comparaciones por lugares y décadas y elementos claves —como la criminalidad, la inseguridad y la corrupción— que pretende explicar cómo los venezolanos heredamos una gran sobrecarga psicopática que hoy en día justifican lo que somos. ‘Los inmigrantes europeos que descubrieron y conquistaron América no eran precisamente héroes; eran inmigrantes con desórdenes psicológicos, cargados con el peso de las guerras de sus propios países, obsesivos y susceptibles”. En este enfoque, serían algunas enfermedades mentales, patologías de la mente, transmitidas de generaciones en generaciones, la causa de nuestra tendencia autodestructiva y extractiva, fuente de pobreza y servidumbre.
Si son la cultura, la historia como secuencias de eventos irresistibles para la voluntad humana o desórdenes mentales a gran escala, no susceptibles de tratamiento y erradicación, las causas de la progresiva desintegración de la débil nacionalidad que se logró cimentar durante el siglo XX, entonces poco o nada podríamos hacer ante semejante “maldición”, ya que se trataría de realidades no modificables a través del pensamiento, la política, la acción humana y la práctica de virtudes éticas, al estar todo ello excluido de nuestra tradición o de nuestras capacidades. Pero esta es una visión determinista del ser humano y la sociedad, que un defensor de la libertad no puede, al menos a priori, aceptar.
Por ello, es recomendable buscar otra explicación a la tragedia actual de los venezolanos, en la que tanto su génesis como su eventual superación, dependan de la conducta social e individual de las personas, y no de entidades o realidades inalcanzables para aquellas. Esa explicación, por ejemplo, puede encontrarse en la psicología social, así como en el estudio de las instituciones, y cómo estas generan incentivos beneficiosos o perjudiciales para el individuo y la sociedad –con independencia de la sociedad en que se apliquen–, siendo un ejemplo de ello la investigación desarrollada, entre otros, por el doctor Philip George Zimbardo, y publicado en su famoso libro El efecto Lucifer: el porqué de la maldad.
Dicha investigación parte de una premisa muy simple: a las personas buenas se les puede llevar a cruzar la línea hacia el mal, ello así porque el mundo siempre estará lleno de bien y de mal (es el ying y el yang, dice el autor, de la condición humana). A partir de allí, el efecto lucifer se centra en esa pregunta: ¿cómo gente normal, usualmente buena, pasan a ser agentes del mal?Y la responde desde la psicología social: el mal es el ejercicio del poder ilimitado, sin consecuencias.
Ese poder se expresa en el hacer daño psicológico a la gente, herir físicamente a la gente, en destruirla moralmente, o a sus ideas, y en cometer crímenes contra la humanidad. Y cuando llega el momento de las acusaciones y condenas, los que ejercen así el poder, y también quienes por adhesión u omisión lo han tolerado, dicen: no es el sistema, son unas pocas manzanas podridas. Contesta Zimbardo: más bien, es quizá la cesta hecha para las manzanas la que está mal.
Asumiendo que las personas no son manzanas podridas en sí mismas, el autor plantea que la pregunta relevante no es ¿quién es responsable del mal?, sino ¿qué es responsable del mal?, en virtud de lo cual, en lugar de mirar únicamente, como suele hacerlo la psicología centrada en el individuo y su psique con prescindencia del contexto, en la disposición interna de la persona, el escenario (personajes, disfraces, director, etc.), se propone examinar la forma en que se ejerce el poder en la sociedad de esa persona, es decir, en el sistema operante en él: “Este es el que crea la situación que corrompe a los individuos; el sistema no es más que el trasfondo legal, político, económico y cultural” en que existe y es el individuo, las instituciones que influyen en su conducta diaria.
Sostiene el también responsable del famoso experimento Stanford, que es en el sistema –que no se limita al Estado, por lo demás– donde reside el poder de quienes hacen las manzanas podridas, de modo que si queremos cambiar a la persona debemos cambiar la situación, y si queremos cambiar la situación, tenemos que saber que donde está el poder es en el sistema, ese sistema que hoy día ni el chavismo ni la vieja clase política estatista, populista, socialista y clientelar, quieren que cambien las nuevas generaciones.
Con tal propósito, el efecto Lucifer propone entender las transformaciones del carácter humano a partir del reconocimiento de que ese carácter deriva, primero, de una interacción dinámica, y de las situaciones que son creadas por el sistema en ejercicio de su poder. Desde luego, no todo sistema es negativo y estimula el efecto Lucifer en las personas. Allí en donde funciona el Estado de Derecho, la democracia liberal es sólida, la economía se basa en el mercado y los derechos humanos son respetados, el sistema, más bien, potencia conductas contrarias al ejercicio ilimitado de formas de poder.
Los venezolanos, ojalá tengamos la entereza de aceptarlo alguna vez, potenciamos y arraigamos entre nosotros el efecto Lucifer cuando a lo largo de nuestra historia: sentimos vergüenza por nuestra herencia hispánica, rendimos culto a personas con poder ilimitado, avalamos el militarismo, apoyamos los monopolios estatales en especial el del petróleo, celebramos los controles a la economía, apoyamos la censura del que piensa diferente, votamos a favor de la concentración total del poder entre 1999 y 2000, fuimos indiferentes con lo que AD y Copei y luego Hugo Chávez y su régimen socialista hicieron con nuestro Poder Judicial, toleramos regímenes cambiarios y de endeudamiento público que generaron fortunas a cambio de unas migajas –“cupos”–, fuimos indolentes ante las expoliaciones y detenciones políticas porque “no era conmigo”, aplaudimos la creación de formas primitivas de violencia social como el poder popular y las misiones, callamos a cambio de ventajas o por “pragmatismo” político y promocionamos a criminales como los “bolichicos” o abrazamos a autores de listas de segregación política, y en definitiva, la peor de nuestras numerosas culpas conscientes, cuando celebramos la corrupción como forma de redistribución política de “la riqueza” petrolera, ya que en todos esos casos permitimos formas ilimitadas, perversas y destructivas de ejercicio del poder, o en términos de Jung, permitimos con absoluta irresponsabilidad que la Sombra dominara nuestras conductas.
Por más de un siglo hemos apoyado conductas e instituciones extractivas como las antes descritas, que potencian el efecto Lucifer, y en nuestra infantil irresponsabilidad, nos preguntamos cómo es posible que estemos en la situación actual.
Por fortuna, como su autor también lo explica, el efecto lucifer es también una oportunidad para confirmar nuestra infinita capacidad de hacernos crueles, pero también compasivos, comprensivos o indiferentes, creativos o destructivos, villanos o héroes. Tanto el ya mencionado experimento de Stanford, como el no menos célebre experimento de Milgram, probaron, primero, que por desgracia existe en nosotros los seres humanos –resabio de nuestra originaria condición tribal– una disposición natural a obedecer ciegamente a la autoridad. Basta que esta diga que ella se hace responsable, para que mucha gente electrocute, robe y haga cosas peores a otros, pues “no es mi responsabilidad, sigo órdenes”; y segundo, que el anonimato en la identidad de los agresores –como los integrantes del Sebin– genera sensación de poder ilimitado en ellos, y potencia el efecto Lucifer.
Los sistemas dirigidos a potenciar el efecto Lucifer en las personas generan, a decir de Zimbardo, siete procesos sociales que constituyen el camino hacia el mal: un primer pasito, que haga creer que no se causa mucho daño –un millardito, nada más–, la deshumanización de los otros, la desindividualización del ser, la difuminación de la responsabilidad personal, la obediencia ciega a la autoridad, la conformidad no crítica a las normas del grupo y la tolerancia neutral al mal a través de la pasividad o la indiferencia.
Ante un cóctel como el antes descrito, señala el autor examinado, nuestros patrones de comportamiento no funcionan normalmente “la personalidad y la moralidad se separan”. Y todo ello deriva de algo que los venezolanos sentimos pasión suicida por hacer, en especial a través del voto: dar poder sin supervisión a otras personas, a pesar de que es un abuso anunciado. Por ejemplo, Zimbardo sostiene que fue el entorno lo que creó el macabro hecho en la cárcel irakí de Abu Ghraib, fallos de liderazgo que lo hicieron posible y el hecho de que las altas esferas lo ignoraran durante mucho tiempo. Sabían que ocurriría y dejaron que sucediera, tal como nuestras irresponsables élites fracasadas en 1998.
Sin temor ideológico, plantea el autor, es necesario adoptar un enfoque no del individuo aislado, sino uno de salud pública, que reconoce vectores de enfermedad situacionales y sistémicos. Desde esta perspectiva, por ejemplo, la intimidación es una enfermedad, el prejuicio y la violencia también. Urge capacitarnos para entender y asumir que elegir hacer el bien o el mal, es una decisión que cada uno ha de tomar, y que de hecho toma. Es una decisión personal. Y por ello, no duda Zimbardo en postular el heroísmo como antídoto del mal, es el contrapunto a la banalidad del mal, entendido no en sentido épico o trágico, sino como la acción de gente común, ordinaria, haciendo actos heroicos, sin super poderes como los personajes de cómics, pero con los valores y virtudes que estos encarnan en la ficción.
Para lo anterior, no se necesitan héroes profesionales, pues en realidad el acto heroico es poco frecuente, y hay que estar alertas para actuar cuando la situación lo demande. Basta con decir la verdad en el momento preciso, negarse a obedecer una orden injusta, no ceder a la corrupción o acusar sin miedo de ladrón a quien dice falazmente que “expropia”, corresponden a actos de este tipo, que cobran especial valor en contextos críticos como el descrito en La Peste de Albert Camus, ya que ellos incentivan actos malignos o actos heroicos.
Especial atención merece la alerta de Zimbardo ante el problema de la pasividad moral y política. Sostiene que la mayoría de la gente peca de pasividad, pues nuestros padres nos dicen: “tú a lo tuyo, no te metas en cosas de otros”. Él piensa que la respuesta ha de ser: “pero espera, la humanidad es lo mío”. Por ello apuesta a una “psicología del heroísmo” y al cultivo de “imaginación heroica”, en la cual los héroes son gente normal cuyas acciones sociales son extraordinarias, básicamente porque actúan. Las características del héroe, por cierto, muy diferentes a las del pícaro asumido como arquetipo en la sociedad venezolana, serían: a. tienes que actuar cuando otros están pasivos; b: tienes que actuar también para la sociedad, y no solo para ti; c. tienes que practicar el imperativo moral «hice lo que todos deberían hacer».
Está, en nosotros, elegir entre mentir, permitir abusos, pecar del mal de la pasividad, o actuar de forma heroica.
De cara al reto –en el caso de Venezuela, de construir una República democrática y liberal, en el de otros países, de fortalecer y revitalizar su sistema democrático y Estado de Derecho acechado por el populismo– de consolidar en nuestra región el predominio de sociedades abiertas y encaminadas al desarrollo, conviene preguntarse qué elementos puede aportar el liberalismo, en el plano ético y moral, para el desarrollo de personalidades que no se dejen seducir y dominar por el efecto Lucifer, con qué recursos racionales, emocionales y valorativos contribuye la cultura de la libertad para que las personas estén atentas y prevenidas para no deslizarse hacia la maldad, y desplegar en los momentos apropiados esa “imaginación heroica” de la que nos habla Zimbardo. Tal vez, reflexiones como las de Hugo Bravo en Una ética para nuestro tiempo (ver: https://goo.gl/ivK6ZD), nos den luces sobre lo poco que supone contentarnos con defender “la libertad negativa” ante la problemática planteada por el efecto Lucifer, sin ocuparnos de aportar a las personas insumos para responder a las grandes preguntas inseparables de la existencia humana.
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