Hace un año en un “cara a cara” de tres horas que tuvo lugar en Bali, los dos hombres más poderosos del planeta le pusieron un alto al deterioro sostenido de las relaciones entre sus dos países, una secuela inevitable de elevadas tensiones bilaterales a lo largo de varios lustros. Luego del encuentro entre Joe Biden y Xi Jinping, ambos lanzaron un mensaje que dejó al mundo aliviado: entrarían en una competencia vigorosa -sin duda- pero ausente de conflicto.
En el año transcurrido, sin que del lado estadounidense se haya armado una estrategia para combatirlo, la potencia asiática continuó con su esfuerzo metódico por fortalecer su influencia planetaria. Los americanos se mantuvieron al margen. Un análisis indicaría que, sin evidenciarlo demasiado, ambos países se embarcaron en la búsqueda de un equilibrio permanente y sano.
De nuevo, los dos mandatarios se han propuesto otro encuentro constructivo con ocasión del Foro de Cooperación Económica de Asia y el Pacífico que tendrá lugar en San Francisco la semana que viene. Los temas álgidos no han variado aunque en el escenario se encuentra, además, la conflagración de Israel y Hamás que mantiene al mundo en vilo.
Las tensiones entre ambos no han sido resueltas: sigue viva la polémica en torno al tema de prácticas desleales e inadecuadas dentro del comercial bilateral y los intercambios internacionales; la avalancha de sanciones no se ha detenido; la reducción de los riesgos de errores de cálculo en el uso de armas nucleares en medio de la guerra de Rusia y Ucrania no ha pasado a un segundo plano; hay diferencias de gran calado en cuanto a las violaciones de los derechos humanos en China y el atropello a las libertades individuales, además de que el totalitarismo aún subsiste. Los temas anteriores llevan implícita una carga importante de desacuerdos que se expresan en rivalidad política y económica, pero es quizá el reconocimiento del principio de “Una sola China” aplicado al caso de Taiwán el elemento en el que más se distancian hoy Pekín y Washington. No solo la soberanía sobre la isla es histórica y estratégicamente esencial para China. El control sobre este territorio le asegura un acceso al Pacífico a través del mar de Filipinas que es de inmensa importancia para el poderío naval chino. La calificación del Estrecho de Taiwán como aguas internacionales o nacionales es esencial para ambos lados y las posturas son opuestas. Para Estados Unidos hay allí un asunto de seguridad y para China tiene que ver con su aspiración de reunificación territorial pendiente desde 1949. Taiwán reviste también una importancia clave dentro de las cadenas de valor geopolíticas por su control y relevancia en la industria de microprocesadores.
Tampoco la guerra de Hamás contra Israel es un asunto menor. Xi Jinping desempeña un tradicional rol de equilibrista muy bien cuidado que no se da de la mano con la posición más agresiva norteamericana a quienes preocupa en demasía que Hezbolá, aliado con Irán, pueda abrir en la región un nuevo frente de batalla.
Poder deliberar sobre estos temas en un encuentro bilateral y hacerlo de manera distendida e inteligente para restablecer la confianza es una prueba de fuego para ambos lados. Tal será el escenario que los dos líderes deberán enfrentar, pero el tenor de los asuntos no es solo más grave y álgido sino que puede tocar de cerca la paz mundial. Se vuelve más imperativo que nunca acercar posturas.
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