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The Boy and the Heron de Hayao Miyazaki, el maestro llega a una dimensión de belleza asombrosa

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The Boy and the Heron de Hayao Miyazaki traspasa todos los límites de lo inusual en las historias del director nipón, para alcanzar nuevos lugares. En especial, una nueva mirada acerca del luto, el duelo y el sufrimiento emocional, transmigrado en quizás, las imágenes más inspiradas y hermosas del año 2023. 

En The Boy and the Heron de Hayao Miyazaki todo transcurre con lentitud. De hecho, algunas de las escenas son tan contemplativas, que la mirada amable y alegórica acerca de la muerte, el concepto del dolor emocional y la muerte, parecen ser el núcleo de la historia. Y aunque en parte lo es, la película es mucho más que un mensaje profundo acerca del padecimiento emocional por la ausencia.

Cargada de todo tipo de símbolos acerca de la transición espiritual, la búsqueda de un sentido a la identidad y el norte común en busca de la realización emocional, la cinta es un relato sobre el bien. El que hacemos, el que legamos al futuro, el que analizamos a través de cada hecho pasado y futuro que acaece. Pero en específico, el que puede transformar lo que hemos creído en un escenario por completo distinto.

Lo más singular en la cinta es que cada elemento se une al anterior, a través de una serie de metáforas peculiares y quizás de las más extrañas que, alguna vez, ha usado el director. Lo que comienza por la tragedia de la orfandad de Mahito Maki (Soma Santoki) recorre lugares particularmente duros, para encontrar una manera de volverse poesía visual. Por supuesto, como otras tantas películas de Miyazaki, la historia se retrotrae a lo cotidiano para contar su historia. La mujer muerta en un incendio es también la pérdida de la esperanza en las cosas pequeñas, elaboradas, exquisitas y que forman parte de la niñez. Para el realizador, la pérdida de la figura materna no es una desgracia en medio de un recorrido formativo, sino una búsqueda cuidadosa, de un elemento que sostenga lo será una urgente necesidad de encontrar su sentido.

¿Lo tienen las grandes y pequeñas desgracias corrientes? Miyazaki no intenta responder una cuita de semejante envergadura a través de la sencillez. Al contrario, hace más compleja la narración de su historia para crear la sensación de que la predestinación — incluso hacia el sufrimiento, en medio de la angustia — se explora como una percepción acerca del todo. Es imposible elaborar la idea del miedo y el luto que lastima sin recurrir a la tristeza. Pero en manos del realizador se trata del vuelo de un ave aciaga. El guion transforma la idea del dejar partir, permitirse el consuelo, en algo más elaborado y sentido que solo creer en el fin necesario de un proceso emocional. Lo que convierte a la película en la poderosa alegoría que sostiene un apartado visual deslumbrante.

Dolores, visiones, profundizar en el misterio 

Claro está, The Boy and the Heron es una película japonesa con las particularidades que eso supone. La Guerra del Pacífico se retrata como un monstruo y el dolor de Mahito como un viaje que comienza con un traslado de la ciudad al mundo rural y un nuevo matrimonio. El niño entonces tendrá que luchar a solas contra las angustias y desasosiegos de la infancia, la angustia abrumadora de la soledad de los niños, más dura y devoradora que la del adulto. Y al final lo extraordinario.

La vida y la nueva se trasponen entonces a través de la figura de una inexplicable torre en mitad del campo. Como es inexplicable también la garza capaz de hablar (Masaki Suda) y que atraviesa el pesado tejido de la recuperación emocional del niño para narrar el norte de su esperanza. “Tu madre está ahí”, dice la criatura, con la delicadeza de una entidad fabulosa entre dos mundos. “Pero solo podrás verla si tienes el valor de hacerlo”.

Para cuando Mahito descubre el mundo que habita en la construcción que se eleva en mitad del horizonte — una torre de piedra que, en la animación, cobra la apariencia de un faro al borde del mundo —, la historia se volverá incluso más impredecible. Con un parecido más que evidente con El viaje de Chihiro, la película avanza hacia un espacio que contiene un mundo entero dentro de otro. En una suave expresión de las capas y angustias del tiempo que transcurre — la exploración de Mahito del mundo dentro de la torre es, sin duda, una búsqueda de sus dolores y cómo sanarlos — se hace cada vez más bella, trágica, surrealista.

Desde un punto de vista aparentemente simple, Miyazaki crea una fábula exquisita sobre la búsqueda interior, el rito iniciático y la pérdida de la inocencia. Tópicos habituales en su filmografía y también en el género, pero agregándole una vuelta de tuerca totalmente novedosa: el director toma inteligentes decisiones de estructura y de forma, para lograr que la historia transcurra como un análisis fundamental sobre la identidad, los cambios y la transformación espiritual.

Todo logrado a través de un ritmo pausado, en ocasiones impactante y, en otras, directamente angustioso. Y es que para Miyazaki no existe un límite entre lo emocional, lo humorístico, lo bello y lo doloroso: en su obra todos los elementos convergen para alimentar y recrear la obra a base de golpes de efectos sutiles bien planteados. Eso, sin perder jamás el pulso narrativo: la película avanza con sencillez, con una fluidez plástica y, sin embargo, las escenas memorables se suceden unas a otras, en una incesante búsqueda de un significado mucho más profundo que la simple belleza.

La aparente última película de un símbolo de la animación japonesa 

The Boy and the Heron es un homenaje a toda una serie de ideas en apariencia simples, pero que Miyazaki logra hilvanar para crear un extraordinario paisaje emocional. Poco a poco, la aventura se transforma en una mirada a lo irreal, a las emociones, a lo que brinda sentido a lo esencial del espíritu humano. El simbolismo se pasea por todo tipo de representaciones y deliberaciones, logrando originar un mundo mágico a la medida de su pequeño héroe, como si de un fragmento de su imaginación se tratase.

Es entonces cuando el espectador entra también a formar parte de la historia, en un curioso y magnífico juego de planteamientos y roles que Miyazaki maneja con una admirable delicadeza. De pronto, el espectador también recorre el mundo extraño a donde la pequeña protagonista ha ido a parar: conoce las reglas del universo extraordinario en que se encuentra el personaje y lo hace a través de su inocencia, de los ojos asombrados y por momentos aterrorizados, que dibujan la inocencia desde un conocimiento casi natural de la magia y lo sobrenatural.

La animación en sí misma es una joya: una obra maestra de fondos y paisajes, hasta la minuciosa delicadeza de los personajes. No obstante, no se trata solo de su estética y del uso extraordinario que el estudio hace de pequeños elementos para crear ambientes asombrosos, sino de esa profundidad argumental que acompaña y sostiene la estructura visual: desde el tren con los raíles sumergidos y los fantasmales pasajeros hasta el dragón oriental perseguido y devorado en vuelo por pajaritas de papel origami, la película entera es una alegoría a la ternura, el universo infantil y la delicadeza del espíritu humano. Una asombrosa combinación de estética y algo más profundo y difícil de lograr: una aspiración a la belleza profunda.

 

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