El socialismo del siglo XXI, transmutado en progresismo luego de treinta años desde su forja por Castro y Lula da Silva para sortear el fracaso del socialismo real y el derrumbe de la Unión Soviética, encuentra en el camino un hueso más que duro de roer: María Corina Machado. De allí que el pueblo llano, la gente común, haciendo gala de hilaridad repita que ¡cantan fraude en una elección ajena que no les dio la victoria!
Pero la cuestión, vuelvo al sitio, es de mayor anclaje que el que quisieran percibir, no solo los ofuscados actores del régimen y sus aliados del Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla, sino quienes, por razones que quedan al desnudo, reducen las primarias ocurridas en Venezuela a la mera elección de un candidato cualquiera; para ver y saber si, al cabo, vencerá en las elecciones presidenciales de 2024 planteadas. Algo así como si tratase de una interna argentina.
Venezuela ha sido el eje y el laboratorio de la experiencia de deconstrucción, entiéndase, de destrucción cultural y de pulverización social que el marxismo-fascista, por maridados sus albaceas con el militarismo mal llamado bolivariano, han expandido por las Américas y en Occidente, en especial a partir de 1999. Con un nuevo catecismo a mano, paradójicamente elaborado por un comunista que bebe en las fuentes del régimen de Mussolini, Antonio Gramsci, los asesores cubanos del chavo-madurismo entendieron que el cemento de todo grupo social no es el ideológico, sino el cultural.
Contra eso, justamente, han arremetido, pues al ver destruidos los lazos que le han dado textura a ese ser permanentemente inacabado y en constante perfectibilidad que le da cuerpo a la nación venezolana, el camino del ejercicio del poder perpetuo –nutrido por la maldad absoluta– se les ha allanado. No por azar hicieron de Venezuela una diáspora, a fin de secuestrar a la república –a la cosa pública- y drenarle su ubre petrolera en medio de una insaciable e impúdica bacanal revolucionaria.
Atrás, por ende, quedaron los restos de lo ideológico y a lo cultural venezolano se le redujo al canturriar de Hugo Chávez y al baile caribe de la pareja presidencial sucesora. Entretanto, a las partes de nuestro mestizaje cósmico – copio a Vasconcelos – se las ha separado en esa empresa de ruptura de todo lazo de identidad, como para dejar al venezolano común a la vera y en la orfandad, sujetándolo al bozal de la sobrevivencia. Y en esa andadura, donde, quienes tenían el deber de salvaguardar el patrimonio moral de la Venezuela permanente, que trasvasa a partidos y a gobiernos, optan por cohabitar a la manera de cortesanos en los habitáculos de la república, de espaldas a la nación que hemos sido o hemos buscado ser y que esperamos encontrar, apalancados sobre nuestras medio-milenarias raíces. Sabemos bien que, sin nación, la república y la política son remedos de mal gusto.
Así las cosas, con temple y altivez la mayoría de los venezolanos optaron por transitar su desierto, para no morir. Se hicieron migrantes hacia afuera y hacia adentro, esperando por una tierra prometida que los ocupantes de la república le han entregado y han repartido entre potencias orientales y grupos del crimen organizado, en pública almoneda.
En ese contexto, preñado de frustraciones, de silencios que apostaban por un milagro en repetidas justas electorales controladas por sus beneficiarios, como aquel de 2015, es que aparece María Corina, denostada por tirios y troyanos. Se baja del pedestal de la política “correcta” y opta por comportarse más como la madre de unos desvalidos. Y allí ocurre, no un acto de magia sino lo que las páginas amarillentas del pretérito muestran como experiencia, con vistas a las oscuranas que viven pueblos desamparados por sus señores y regidores; los que habiendo de protegerles no lo hicieron.
Hasta ayer, en el caso venezolano, bastaba un caudillo de circunstancia que esgrimiese e hiciese resucitar el mito bolivariano. Se le recordaba al país a quienes dieron su vida por él durante las guerras de Independencia y que aún siguen cobrando una deuda insoluta. Pero ese mito se pisoteó enhorabuena y lo hizo el último gendarme, hasta volverlo repugnante.
Ante tal vacío, cada venezolana y cada venezolano sufriente y despreciado, sin proyecto de vida al cual apostar, optó por escuchar a esa voz que se limitaba a marcar un camino, es decir, volver a la idea movilizadora que a todos nos ha acompañado como venezolanos desde el tiempo auroral: querer ser libres como debemos serlo; y para, en libertad, sin opresiones, abrazar otra vez a los afectos que se nos han ido. Así de simple.
María, María Corina, sólo ha hecho lo que otros no han hecho hasta ahora, como lo es poner oído en la tierra para escuchar a quienes gimen por las selvas del Darién, en búsqueda de una incierta esperanza y tras décadas de desilusión.
El asunto de María, en suma, no es una cuestión formal de candidaturas ni de franquicias partidarias, menos de elaboración de programas que se quedan en los tinteros de los técnicos y que luego desconocen los ministros cuando toman el gobierno. Lo inédito es su llegada propicia, la de una mujer y madre venezolana, repito, sobre cuyo regazo simbólicamente se acuna la nación desperdigada y nómade. Esta espera de otro parto que le devuelva el orgullo de haber nacido en la Pequeña Venecia, en un momento agonal pleno de incertezas y animado por la desconfianza hacia todos.
Contra esto, falsificar verdades y cambiar realidades –como la de hacer ver inhabilitada a esta mujer de coraje sin que exista proceso, ni sentencia penal que la condene por hechicera y en la hoguera medieval que a diario forjan los narcisos digitales del régimen y sus bots– es no comprender el calado de lo que está pasando. Se cerró un tiempo con el covid-19 y emerge otro, mientras renace el terror en Occidente.
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