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Isabel Palacios, diva e hilandera

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Por ALFREDO BALDÓ MICHELENA

En 1999, con diez años en el mundo del canto lírico y pocos éxitos como solista, finalmente tomé la determinación de desoír esa máxima de dudosa veracidad, que afirma que el canto coral daña las voces. De modo que, tras una sencilla prueba donde se me pidió la interpretación de una pieza, preferiblemente del repertorio barroco, a los pocos días era citado para ir a ensayar con la Camerata Barroca de Caracas.

No habrían transcurrido veinte minutos de ese primer ensayo —recuerdo la alegría de comenzar en esta agrupación con la lectura del motete Jesu, meine Freude, de Juan Sebastián Bach—, cuando, impresionado por las dotes de Isabel Palacios, la fundadora, directora y esencia vital del grupo, íntimamente me preguntaba por qué había dejado pasar tanto tiempo antes de venir, y casi al mismo tiempo me daba, con carácter de reflexión, la siguiente respuesta: «Esto te pasa por estar haciéndole tanto caso a las pendejadas que habla la gente».

Para el momento del descanso, la profunda impresión derivada del carisma, el dinamismo y la increíble musicalidad de Isabel, ya no era tal, pues eso se había transformado en algo cuya naturaleza no supe definir en ese momento, aunque, transcurrido un tiempo, sí conseguí hacerlo, y no era otra cosa sino la sensación de haber sido embrujado.

Telas grises

Junto a esta vaga noción, aparte de su presencia física y conocida elegancia, que no se veían disminuidas por la extrema sencillez de un vestir cercano al desaliño, cuanto más me sorprendió de aquel conjunto tan atractivo fueron sus manos, de un preocupante matiz grisáceo que hacía pensar en algún problema de salud.

Por espacio de un rato la curiosidad propició la búsqueda de respuestas a la duda, que llegó, no como producto de la tal actividad, sino al momento en que Isabel, junto a varios integrantes de «la Barroca» —casi todos mejores cantantes que yo, a pesar de llevar varios años expuestos a los «efectos nocivos del canto coral»—, salió al jardín de Artemisa, la vieja casa familiar que aún hoy sigue siendo la sede de la Camerata, y comenzó a manipular el contenido de varias palanganas llenas de un líquido dudoso, de muy mal aspecto, en el que no provocaba sumergir las manos.

Me aparté a una distancia prudencial —no se les ocurriera solicitar mi colaboración—, aunque no tanto como para no poder observar en detalle, que se trataba ese asunto en el que bajo el mando «la maestra», como tantos la llaman a pesar de tener con ella una confianza de familia, se pusieron a trabajar durante el rato que duró el descanso.

Se la veía en «su salsa», dando indicaciones como solo pueden hacerlo quienes saben perfectamente hacia dónde quieren ir, mientras, cual si fuera una sencilla lavandera en las riberas de algún arroyo, una más entre sus compañeras de oficio, estrujaba con vigor aquellas grandes telas que estaban siendo teñidas para, a los pocos días, ser utilizadas en la escenografía y vestuario de un concierto de la Camerata Renacentista de Caracas.

A la vista de semejante actividad, más propia de un taller de artes plásticas  que de un conjunto musical, el significado del término Camerata, fresco todavía en mi memoria después de haberlo estudiado años atrás, se me presentó bajo la certeza de que aquí, si bien no estábamos en la Florencia de principios del siglo XVII, no solo se cumplían esos preceptos que regían aquellos espacios pensados para la interpretación musical y la gimnasia intelectual a través del debate de las ideas, sino que se incorporaban otras prácticas, como mancharse las manos y la ropa de pintura.

Años de formación

Hija de Gonzalo y Luisa Palacios, él creativo publicitario y ella pintora, Isabel, la hermana menor de María Fernanda Palacios, fue quien finalmente acabó, primero como juguete, y luego sirviéndose del mismo como puerta de entrada al mundo de la música, de aquel piano que, en su momento, fue un regalo para la hermana mayor.

Así pues, en medio de una familia cuyas principales cabezas eran personas cultas, sensibles y de un reconocido temperamento artístico, Isabel, desde la cuna, a través de la epidermis, comenzó a recibir de sus papás y de esa pléyade de amigos intelectuales que habitualmente visitaban su casa y el vecino «taller» (que años más tarde sería el TAGA), un cúmulo de información que con el tiempo —más aún después de un viaje mágico a Italia, en el que siendo una niña fue expuesta a la «locura renacentista»— acabaría convirtiéndola en terreno abonado para terminar siendo quien es hoy en día. No obstante, al  ser la suya una familia de meros amantes de la música, pero no músicos, es de justicia reconocer en personas como Gerty Haas, Gonzalo Castellanos, la inolvidable Fedora Alemán y otras figuras ilustrísimas, la maternidad y la paternidad de Isabel Palacios, al menos en cuanto a su faceta musical se refiere.

Guiada por ellos, para quienes ha conservado una lealtad a prueba de todo en su memoria, esencialmente en la Escuela Nacional de Música Juan Manuel Olivares, transcurrieron sus años de formación en Venezuela: lugar que al poco tiempo de ingresada,  también se convirtió en el sitio donde un buen día, casi «de carambola», daría el primer paso consciente para hacerse cantante. Y lo califico de esta manera, pues Isabel siempre relata cómo, a fuerza de oír a Morella Muñoz en grabaciones, sin darse cuenta, no solamente aprendió a impostar la voz, sino que recibió las bases para acabar cantando tan bien, que quienes la escuchaban hacerlo de manera informal no podían menos que pensar que esa era su principal actividad. Por tal razón, en algún momento de su andadura por «la Olivares», cuando tuvo que escoger un instrumento complementario al piano, en demostración de ya había sido inoculada por el mosquito de la música antigua, se decidió por el fagot, descendiente directo del bajón, pero cuando quiso inscribirse en dicha cátedra se encontró con que una compañera, de esas que intuían que «los tiros» iban por el lado de la voz, decidiendo por ella, ya había tenido la feliz idea de apuntarla con la profesora Carmen Teresa Hurtado, quien más tarde se constituiría en otra de sus queridísimas mamás musicales.

Desde ese instante, sin relegar el piano, dio inicio un intenso trabajo vocal que luego derivaría hacia las manos de Fedora Alemán para, en no mucho tiempo, convertirse en esa fina mezzosoprano a tiempo completo, cuya curiosidad y amplitud de miras siempre la han llevado a moverse «como pez en el agua» en los diversos campos de la música por donde ha transitado.

En esos años de formación en Caracas sucedió un rico período, ya como profesional del canto lírico, comenzó a volar con plena autonomía a través de la voz. De esta época data su fructífera actividad con la Schola Cantorum de Caracas, donde, bajo la guía de Alberto Grau, se atiborra de canto coral, para de allí pasar, a mediados de los años setenta, a Guildhall School of Music and Drama, en Londres,  donde continuaría su perfeccionamiento vocal con Vera Rozsa, profesora húngara de muy reconocida trayectoria.

De vuelta a Venezuela

Al final del período londinense, de vuelta en Caracas, no fue que le tocó comenzar de cero, pero sí tuvo algo de eso, pues dio inicio a una búsqueda que, tal vez sin tenerlo muy claro, la empujaba a algo todavía más grande que el simple hecho de intentar desarrollar una carrera de cantante. En tal sentido, las circunstancias, quizás la suerte, colocaron en su camino ciertos elementos que, en definitiva, marcarían la ruta a seguir y harían cuajar lo que para entonces era tan solo una idea vaga.

De esta época, Ruth Gosewinkel y la Asociación Cultural Música Antigua, pero muy especialmente Sylvia Soublette y su Ars Musicae, se atravesaron en esa exploración de Isabel, que al tiempo ya tenía un objetivo bien marcado.

La participación en ambas agrupaciones le sirvió para reafirmarse en la idea de que el núcleo duro de su actividad como cantante radicaba en la Música Antigua, es decir, compuesta desde mediados del siglo XVIII hacia atrás, aunque fue la profesora Soublette, quien contribuyó de manera más notable a perfilar eso que defino como algo más amplio, que el simple hecho de hacerse una carrera en el mundo del canto.

Una especie de movimiento

A mediados de los años setenta, gracias a un convenio cultural con la UNESCO, un pequeño grupo de músicos chilenos, liderado por Sylvia Soublette, se radicó en Venezuela con el propósito de fomentar la práctica de la música  anterior a 1750.

Tal movimiento, el de la reinterpretación de la música antigua, comenzó entonces y al día de hoy no solamente continúa activo, sino que dentro del campo de la música académica, tal vez sea uno de los más frescos y atractivos. No obstante, fue antes, en los años sesenta cuando eclosionó, cobrando matices de revolución, y empezaron a proliferar los registros discográficos con versiones historicistas que a unos encantaban por novedosas, en otros despertaban sentimientos cercanos a la abominación por ser tan distintos a cuanto estaban acostumbrados a escuchar, pero que a pocos de los interesados en la música clásica dejó indiferentes.

Junto a este redescubrimiento de una forma de interpretar, además de florecer el sentido original de las obras de esos compositores como Bach o Händel, vueltos a tocar desde finales del siglo XIX, pero según el gusto y los parámetros propios del Romanticismo, no solamente regresaron al repertorio muchas obras casi olvidadas, sino que han ido desempolvándose otras que ni siquiera en su tiempo habían sido tocadas.

Un trabajo magno y apasionante, al cual, para el momento en que Isabel Palacios se dio de bruces con la señora Soublette y el grupo de músicos chilenos. Con ellos retomó la relación con algún repertorio que ya le era conocido desde la época de «la Schola», y tales fueron las dotes e interés que la directora apreció en Isabel, que a los dos años de actividades en Venezuela, cuando el grupo se disolvió y la mayoría de sus integrantes volvieron a Chile, le sugirió, si no mantenerlo vivo, al menos crear uno nuevo que siguiera la senda que se habían trazado.

Un camino propio

Así pues, un buen día, sin sede ni presupuesto, tampoco instrumentos, pero con las ideas claras y los posibles integrantes del grupo en ciernes en su mente, Isabel Palacios comenzó a sentar las bases de lo que con el tiempo, según lo ha demandado siempre el temperamento creativo que la caracteriza, después de Gonzalo y Diego, sus dos hijos, vino a convertirse en la tercera criatura más querida dentro del orden de sus afectos.

Al principio, un poco bajo el esquema y formato de Ars Musicae, fue la Camerata Renacentista de Caracas la encargada de tomar el testigo de la recién desaparecida agrupación. Dentro del repertorio del Renacimiento y el Temprano Barroco, con resonante éxito, fueron sucediéndose esos programas donde predominaba la música europea, para luego, progresivamente, ir dedicándose cada vez más a la música de los Virreinatos en América y la Península Ibérica propiamente dicha.

Junto a esta actividad exclusivamente musical, básicamente para Isabel —desde sus inicios el gran motor de la Camerata—, también comenzó la desgastante labor de ir «tocando puertas» de institución en institución, públicas o privadas, con el propósito de conseguir apoyos financieros.

Ya en 1978 —año por el cual hoy celebramos los cuarenta y cinco años de la fundación de la Camerata—, para cuando «la renacentista» cuajó y dejó de ser un mero proyecto, obtuvo su primer soporte económico del Estado, lo cual se materializó en forma de un cierto presupuesto que, sin demasiadas holguras, de ahí en adelante, al menos por un tiempo, les permitiría ir avanzando.

Admirable recorrido

Desde ese momento, más en virtud del talento y la mística que de la seguridad financiera, como suele ocurrir con las grandes obras, arrancó un camino cuesta arriba donde los sinsabores no han logrado eclipsar los muy satisfactorios logros de este reconocido grupo de instrumentistas y cantantes.

Como he dicho antes, el hecho de que el grupo se llamara «Camerata», no obedeció a un capricho o al simple deseo de ser designados con un nombre sonoro y de notable reconocimiento. Si se le bautizó así, fue porque desde el momento de su gestación, siempre, la agrupación ha funcionado, o al menos así ha pretendido seguir haciéndolo en los tiempos más adversos, como la Camerata de Giovanni de’ Bardi en la Florencia del siglo XVII. En tal sentido, permanentemente abierta al aprendizaje y la divulgación de conocimientos, no han sido pocas las figuras internacionales de gran prestigio dentro de la Música Antigua que se han involucrado en su día a día. De éstas, sin duda, una de las de mayor provecho para la institución fue René Clemencic, músico austríaco con tantos laureles que, si pretendiese reseñarlos, duplicaría la longitud de este escrito. Fue Clemencic quien, en su momento, le sugirió a Isabel la necesidad de contar con un coro —entre veinte y cuarenta personas— y una orquesta pequeña para poder montar óperas del temprano al tardío barroco, cantatas y oratorios.

Así, en 1985, fue creada la Camerata Barroca de Caracas, coro encuadrado dentro del formato recomendado por Clemencic, que habitualmente es acompañado por esa agrupación instrumental que con el tiempo pasaría a llamarse Collegium Musicum Fernando Silva-Morván, en memoria al violagambista chileno, único de los miembros de Ars Musicae que permaneció en Venezuela al disolverse el grupo.

Desde ese momento, bien con obras emblemáticas del repertorio «internacional» como L’Orfeo de Claudio Monteverdi, el oratorio El Mesías de Georg Friedrich Händel, o el Requiem de Wolfgang Amadeus Mozart, por solo dar unos pocos ejemplos del mismo; también con un extenso catálogo de trabajos del repertorio español y latinoamericano de la Colonia, ambas Cameratas (renacentista y barroca) no han hecho sino acumular un vasto número de producciones de memorable impacto donde quiera que se presenten, bien sea en Venezuela o el exterior.

Hoy, a la Fundación Camerata de Caracas no solamente se adscriben «la renacentista» y «la barroca», sino  la compañía de ópera Memoria de Apariencias; y si la adversidad de los tiempos no hubiese golpeado tan duro desde todo punto de vista, también seguiría estando allí la Camerata Infantil, junto a estos tres grupos que, contra viento y marea, principalmente gracias al inconmensurable tesón de Isabel Palacios, se empeñan en seguir subsistiendo.

Siempre más allá

Llegados aquí, me veo empujado a volver sobre ese punto relativo a su necesidad de ir más lejos, por encima del simple hecho de labrarse una carrera en el mundo del canto lírico.

El asunto es simple, no hay que darle muchas vueltas, y en esencia se vincula a dos elementos fundamentales de la personalidad de Isabel: su natural temperamento creativo, y esa necesidad, ligada siempre a sus orígenes, de edificar una obra en la que mucho más allá que interpretar música con altos niveles de excelencia, pueda desarrollar una escuela, al tiempo que indaga en esa densa trabazón de influencias en cuya mezcla radica la fórmula del mestizaje cultural que nos ha hecho como somos.

La Camerata, no es preciso decirlo, es esa obra de amplia proyección, y en la cual, a su vez, ha desarrollado gran parte de su trayectoria de cantante. Pero como sucede a los padres con los hijos, cuando sin pensárselo dos veces anteponen las necesidades de la prole a los propios intereses, a lo largo de su existencia como institución cultural, los distintos componentes de la Fundación Camerata de Caracas han demandado de Isabel sacrificios y renuncias en virtud de los cuales su carrera particular algunas veces ha salido damnificada.

Paralelamente a su grupo, insisto en la cuestión, Isabel se ha construido una destacada trayectoria de cantante. Es ese aspecto de su vida para el que adoptó el apelativo —no se lo puso ella, otros comenzaron a decirle así y a la larga le pareció bien— de «la Palacios». Se trata de una faceta en la cual, con el propósito de defenderse, aunque más ajustado sería decir: reafirmar su condición de artista en la soledad de los escenarios, donde los cantantes líricos, sin un instrumento tras el cual parapetarse se ven expuestos como ningún otro músico a la desnudez de su condición, igual que tantos compañeros de gremio, decidió enfundarse el traje de diva.

Un pianista podrá estar muy nerviosa al momento del concierto, y sin duda alguna la calidad de su interpretación, si al final no logra sujetar las emociones, se verá afectada, pero aun así el piano sonará. Sin embargo, para los cantantes la cosa no es tan sencilla. El instrumento de una mezzosoprano como Isabel está dentro de su cuerpo, por lo cual, de no mantener el foco y la cabeza fría, irremisiblemente fallará el apoyo de la columna de aire necesaria para la emisión de la voz y a la larga todo se irá al traste.

Que esto suceda es la cosa más fácil del mundo y, en tal sentido, el divismo sirve para recordarle a los profesionales del canto que sobre las tablas son los reyes y las reinas, divinos a más no poder, y a sus pies todos han de rendirse.

«La Palacios» siempre lo ha sabido muy bien. Dicho recurso, no en pocas oportunidades, le ha añadido un plus a los elementos de verdadero peso en el secreto de sus éxitos como solista, aunque con la particularidad de ser «un traje de quita y pon», que nada más utiliza en dichas oportunidades, es decir, las «extra Camerata».

Una vez concluidas  tales presentaciones, de esas en las que llega, ensaya, canta y se va (lo cual para nada quiere decir que sean inferiores en calidad y profesionalismo), vuelve a salir a la calle la «todoterreno» de siempre; la que disfruta arremangándose y dejándolo todo perdido de pintura; la que en la Camerata es Isabel, Isa, la maestra,  también la profe; esa que a pesar de ser la voz cantante, la directora, instrumentista, promotora, la que consigue los presupuestos y, en fin, el centro neurálgico de la institución, nunca le da cancha a su fama y dilatadísima trayectoria para que afecten la complicidad casi infantil con la que siempre ha gustado de colorear la relación con los músicos y cantantes que, para el momento, se encuentran bajo su tutela.

La Camerata de Caracas, su obra, es el espacio donde siempre se han materializado, sin desestimar otras muy importantes producciones y trabajos de Isabel a lo largo del tiempo, esos fogonazos que no con poca frecuencia surgen de la convulsión de ideas que habitualmente lleva en la cabeza. Allí, en 1989, tuvieron lugar la génesis y gran parte de los ensayos de La fábula de Orfeo, ópera de Claudio Monteverdi que tal vez constituya el hito más notorio de los muy resonantes hitos de la Camerata. Momento único e inolvidable durante el cual cristalizó como nunca una conjunción de energías que le dan ese sello tan particular a la principal creación de Isabel, y en donde, según las memorias y los testimonios de quienes participaron en aquello, no fue únicamente el éxtasis de por primera vez estar interpretando en Venezuela una obra tan fundamental para el devenir de la música de nuestros días lo que marcó la diferencia, sino que a esa maravilla también contribuyeron una serie de factores tan particulares como el hecho, por ejemplo, de que al llegar a donde se reunían a trabajar (todavía «Artemisa» no se había convertido en la sede de la Camerata), así, de pronto, uno podía  encontrarse a José Ignacio Cabrujas ensayando con el actor a quien tocaría declamar los prólogos que él mismo escribiera para cada acto de la ópera, mientras unos teñían telas, otros estudiaban sus partes instrumentales, e Isabel se aplicaba en hilar, a partir de un montón de pulpa de tela desechada tras el incendio de un telar en Caracas, las hilas con las que luego  confeccionaría el vestido de Eurídice.

Y es en base a esta imagen que nunca atestigüé, cuando aparece otra a mi mente, no menos evocadora, en la cual se me presenta de una manera fantástica, sentada en el suelo -lugar a donde no tiene ningún reparo en ir a parar si ello sirve para explicarle algo a sus alumnos de canto) mientras se dedica a entretejer un lienzo infinito para el cual se sirve de muchas hilas, cada una de ellas representativa de las distintas vertientes que alimentan nuestra hermosa, rica y mestiza esencia cultural.

Es la estampa imaginaria en la cual consigo sintetizar el fabuloso legado de su obra a lo largo de estos últimos cuarenta y cinco años. Trabajo inmenso en cuya realización hay algo «olímpico», pues al evocar la magnitud de sus logros, siempre presente en ellos un elemento épico, algo me induce a compararlos con los de aquellos atletas que consiguen colgarse «el oro» en las Olimpíadas, a costa de unos sacrificios extremos que por el camino dejan mucho sudor y lágrimas.

Cierro el retrato

En sí, son dos aspectos fundamentales que, a su vez, por extraño que parezca, complementan el retrato de nuestro personaje.

De primero menciono, así sea muy por encima, el aspecto beisbolero, futbolero y, lo que es peor aún… ¡¿a quién se le ocurre…?!, el enorme gusto de Isabel por la Fórmula 1, lo cual no hace sino evidenciar la amplitud de gustos y miras de una persona, amante de la hermosura y la excelencia en todas sus formas, que puede apreciar tanto la perfección de las coloraturas de «la Deutekom» como la magia de un regate cualquiera de Leo Messi.

En segundo lugar, tal vez más importante que el rasgo anterior, aparece una realidad incontestable según la cual me veo en la obligación de desmentir eso de que nunca ha hecho deportes, pues caigo en la cuenta de que existe una disciplina, el «nado a contra corriente», donde ha logrado niveles de excelencia remarcables. Especialidad cuya práctica, además de enormes satisfacciones, suele provocar altísimos niveles de agotamiento físico y emocional, rabia, frustración, desazón y, cuando se lleva muchos años en semejante actividad, serios quebrantos de salud.

Isabel, como es de suponer, siempre se ha visto aquejada de tales incordios, y si a ello le sumamos su manera desmesurada de dar, en la cual el término dosificación siempre ha ocupado un plano inferior al secundario, no es de extrañar la elevada factura que su generosa entrega ha supuesto.

Gasto enorme que debería soportar sin siquiera sentir cosquillas, esa a quien he pintado como la estatua de una santa heroína, demasiado alta en su pedestal, pero que en realidad es un ser falible y vulnerable, provisto de las  habituales aristas que pueblan el carácter de los santos y sin cuya presencia no sería el bello ejemplar de la especie humana al que tanto admiramos.

Para ir concluyendo, en la seguridad de que a «la maestra» no hay nada en el mundo que la traiga más sin cuidado, una última declaración grandilocuente  que, además de tonta, raya en lo frívolo: si Isabel hubiese nacido en Inglaterra, desde hace rato sería Dame Isabel Palacios.

En Venezuela, después de independizarnos y pasar a ser una República, ya no tuvimos títulos o dignidades nobiliarias, y ni falta que nos hicieran. Sin embargo, como en cualquier país del planeta, existen reconocimientos oficiales para sus hijos más notables, y en tal sentido es posible que Isabel haya recibido alguno que, con bastante seguridad, habrá sido insuficiente frente a la magnitud de la obra que le ha obsequiado al país.

No obstante, creo estar seguro de ello, dicha circunstancia le importa todavía menos que el hecho de no ser Dame Isabel Palacios; y en tal sentido, la certeza de haber tocado con la magia de su «duende» las fibras más sensibles de varias generaciones de músicos, también el alma de innumerables oyentes, constituye para ella esa incomparable satisfacción gracias a la cual se ha ganado a pulso el derecho de pertenecer a un no muy concurrido club en el que hay que realizar numerosos y verdaderos méritos para ser admitido : el de los grandes venezolanos.

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