En estos días de tanto ruido y tantas voces que se alzan opuestas, sin escucharse unas a otras, cuando todos tomamos partido a muerte desde que ocurrieron los actos de odioso terrorismo ejecutados por Hamás en contra de pobladores israelíes indefensos, seguidos, como respuesta, por el castigo indiscriminado y cruel en contra de la población civil de Gaza, trato de poner el oído en tierra y escuchar a los que nadie escucha, judíos y árabes que piensan que, pese a todo, el entendimiento y la convivencia deberían ser posibles y que la guerra, lejos de representar una salida, no es sino entrar de vuelta en el mismo túnel sin fin.
“Estos ciclos de violencia no tendrán vencedores, sólo derrotados. Es estremecedor y el que no sea derrotado militarmente acabará siéndolo moralmente”, me escribe desde Tel Aviv mi viejo amigo Shlomo Ben Ami, historiador y diplomático, por años empeñado en las negociaciones de paz, entre ellas la de Camp David en 2000.
Mucho abundan las opiniones y análisis sobre el conflicto, y más abundan las tomas de posiciones. No agregaré otros. Estas voces en las que me busco entre tanta disonancia ruidosa son extrañas porque llaman al entendimiento y la cordura, cuando pareciera que no hay más que espacio para el enfrentamiento, y que la escalada es inevitable. Ojo por ojo, diente por diente.
Daniel Barenboim, el gran director musical judío que junto con el escritor palestino Edward Said creó la orquesta West-Eastern Divan con jóvenes de ambos pueblos, escribe: “No hay justificación para los bárbaros actos terroristas de Hamás contra civiles, incluidos niños y bebés. Debemos reconocer este hecho y hacer una pausa. Pero el siguiente paso es, por supuesto, la pregunta: ¿y ahora qué? ¿Nos rendimos ante esta terrible violencia y dejamos “morir” nuestra búsqueda de la paz, o seguimos insistiendo en que debe y puede haber paz?”.
“Estaba lamentando los asesinados por Hamás cuando me vinieron a recordar la situación de Palestina”, escribe la novelista de origen marroquí Najat El Hachmi. “Reconocí al instante este mecanismo de la dialéctica bélica: no llores nunca los muertos del enemigo. ¿Pero cómo va a ser el enemigo una gente que estaba en una fiesta? ¿Una niña llena de vida? ¿Una turista alemana? ¿Una anciana que sacan de su casa antes de incendiarla?”.
Admiro al escritor David Grossman por su vida, por su consecuencia valiente, y por su obra literaria; su hijo Uri murió en 2006 en un combate durante la segunda guerra del Líbano, y el dolor no lo hizo belicista. Ahora su firma encabeza un manifiesto de intelectuales y académicos israelitas dirigido a la izquierda en el mundo, a aquellos que se niegan a condenar, o justifican, los actos terroristas cometidos por Hamás, “incluso hay algunos —no pocos— para quienes el día más oscuro de la historia de nuestra sociedad fue motivo de celebración”; y les recuerdan que “no hay contradicción entre oponerse firmemente a la subyugación y ocupación de los palestinos por parte de Israel y condenar inequívocamente los brutales actos de violencia contra civiles inocentes”. Un acto de valentía, porque hablar de subyugación y ocupación debe sonar a traición para quienes hacen sonar los tambores de guerra clamando venganza.
Otro gran escritor judío a quien igualmente admiro, Amos Oz, no dejó de hablar un solo día, hasta su muerte en 2018, de la necesidad de la paz y la concordia entre palestinos y judíos, aún en medio de los conflictos más sangrientos, por lo que fue acusado de traidor por sus propios compatriotas, mientras, a su vez, había palestinos radicales que no lo toleraban. Al recibir el premio Goethe en Alemania en 2005, dijo que imaginar al otro es un antídoto poderoso contra el fanatismo y el odio. No simplemente ser tolerante con los otros, sino meterse dentro de sus cabezas, de sus pensamientos, de sus ansiedades, de sus sueños, y aún de sus propios odios, por irracionales que parezcan, para tratar de entenderlos.
Y no se puede entender al otro sin compasión. “La humanidad es universal y el reconocimiento de esta verdad por ambas partes es el único camino. El sufrimiento de personas inocentes en ambos bandos es absolutamente insoportable”, insiste Barenboim. Y Edit Bruck, sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz, adonde fue llevada de niña con sus padres y sus hermanos, nos dice con iluminada lucidez a sus 92 años: “soy judía, defiendo a Israel…todos esos niños, jóvenes inocentes, mujeres asesinadas, es algo espantoso, una barbarie. Solo he visto cosas similares durante el nazismo. Me quedo atónita ante el plan ofuscado, frío de Hamás, que preparó el ataque durante años de la forma más cruel que se pueda imaginar…”. Pero agrega: “la venganza, la revancha, no sirven de nada, solo empeoran la situación”.
He querido rescatar estas voces entre el ruido que no nos deja oírnos, porque buscan alzarse por encima de los odios ciegos, cuando las cerradas alineaciones políticas o ideológicas, como nos recuerda el manifiesto encabezado por David Grossman, nos hacen perder el sentido de humanidad, y el dolor humano, según de donde venga, nos empieza a parecer ajeno. Justificamos la crueldad, o la olvidamos, cuando se ejecuta en nombre de la causa con la que nos identificamos, porque el dolor del que consideramos del lado enemigo, aunque sea un niño, deja de ser dolor. Es una manera atroz de compartimentar los sentimientos, y una manera, abierta o solapada, de odiar.
Cuando solo vemos lo que nuestros prejuicios políticos nos permiten ver, y llegamos al punto de escoger a las víctimas que merecen nuestra compasión, hemos quedado moralmente tuertos. Si el niño judío asesinado en el kibutz en su pequeña cama no nos conmueve igual que el niño palestino que agoniza en su pequeña cama del hospital de Gaza, herido en los bombardeos indiscriminados, hemos quedado tuertos y pronto quedaremos moralmente ciegos.
Hay que defenderse de quienes pretenden arrebatarnos la capacidad de compadecernos de las víctimas, nos recuerda Najat El Hachmi. Las víctimas no tienen bando.
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