Hace algunos años -2007 si no me equivoco- volvió a colocarse de moda la obra de Sebastián Haffner: Historia de un alemán, memorias 1914-1939. En dicho libro, el autor iniciaba su narrativa con este párrafo: “(…) La historia que va a ser relatada a continuación versa sobre una especie de duelo. Se trata del duelo entre dos contrincantes muy desiguales: un Estado tremendamente poderoso, fuerte y despiadado, y un individuo particular pequeño, anónimo y desconocido. Este duelo no se desarrolla en el campo de lo que comúnmente se considera la política; el particular no es en modo alguno un político, ni mucho menos un conspirador o un enemigo público. Está en todo momento a la defensiva. No pretende más que salvaguardar aquello que, mal que bien, considera su propia personalidad, su propia vida y su honor personal. (…) Dicho Estado exige a este particular, bajo terribles amenazas, que renuncie a sus amigos, que abandone a sus novias, que deje a un lado sus convicciones y acepte otras preestablecidas, que salude de forma distinta a la que está acostumbrado, que coma y beba de forma distinta a la que le gusta, que dedique su tiempo libre a ocupaciones que detesta, que ponga su persona a disposición de aventuras que rechaza, que niegue su pasado y su propio yo y, en especial, que, al hacer todo ello, muestre continuamente un entusiasmo y agradecimiento máximos (…)”.
Creo que todo lector encontrará gráficos símiles con realidades íntimas de lo que viene ocurriendo en Venezuela desde 1999. Profundizar en su explicación, consideramos, sería un ejercicio pueril de masoquismo, pues, todos en cierta forma hemos padecido estas patologías totalitarias, con su toque tropical. Sin embargo, nuestro interés en este momento en resaltar las vivencias de Haffner no se enfilan hacia una reflexión o refugio de un idílico “Tagtraum”. Lo que realmente subyace del texto transcrito es la permanente distracción al ser humano que vive en Venezuela, ello con el único fin de apostar siempre por la anticiudadanía, que es en el fondo, el mejor combustible para sostener regímenes nada democráticos en el poder. En fin, no hacemos mención a lo que siempre hemos combatido, como es el nefasto pensamiento dialéctico que todo lo divide, que todo lo polariza.
Un Estado se construye por ciudadanos. Este principio requiere no sólo de condiciones materiales, jurídicas y políticas para hacerlo. Exige más que todo de ciudadanos presentes en los diferentes niveles y esquemas tanto de la vida pública como de la privada, siempre, sin coacción y con absoluta libertad de elegir. La ciudadanía implica reconocer virtudes, principios y valores comunes, que lleva por nombre el término “ethos”. Cada sociedad posee un ethos diferente, lo que hace que, no pueda hablarse de sociedades superiores o inferiores, así como tampoco, mejores o peores. Sencillamente el ethos es nuestra realidad valórica, que, dependiendo de condicionantes socio-históricos, terminan moldeando lo que ya no se habla: la idendidad nacional. Por otra parte, el ciudadano debe convencerse de su identidad individual (no individualista), de su capacidad para elegir y de las dificultades que siempre encontrará para lograr su propio proyecto vivencial. La combinación de ambos componentes nos facilitará más o menos, un mapa valórico del país del cual, sin mayores ambiciones, debe proyectar sus gobernantes para apuntalar una nación moderna.
Ahora bien, en aquellos casos donde una ciudadanía es fuerte, en el entendido que sabe hacia dónde debe marcarse un camino, no por la calidad de su pasaporte o cédula de identidad; los Estados tienden a robustecerse hasta lograr niveles óptimos de democracia, operatividad de los servicios públicos, calidad en los estándares de la justicia y el Derecho, así como un clima propicio para la prosperidad de toda índole. Este ciclo debe repetirse una y otra vez, de generación en generación, para evitar los accidentes históricos por donde se cuelan gobiernos de tinte dictatorial, abusivos y hasta de ciertos condicionantes favorecedores del terrorismo. Es en estas grietas donde personajes y grupos asaltan el poder, que en el pasado, para sostenerse allí, apelaban a las brutales medidas de estirpe nazi que requería de un ejército para la tortura y una mordaza de sangre para evitar la disidencia.
Hoy en día las cosas no son tan bizarras, aunque exista uno que otro régimen como el de Corea del Norte con este sello. Son peores los mecanismos de nuestro tiempo. Se apela a la permanente distracción, al mareo institucionalizado que evita la sedimentación de anhelos y convicciones en cada ciudadano. Surge así la anticiudadanía, cuyas prácticas son propiciadas desde los mecanismos gubernamentales para que, en una gran samsara de altibajos sentimentales, se corte toda capacidad reflexiva sobre la realidad, el estado de las cosas y la visualización del futuro. Para ello, los medios son más sutiles pero con una profundidad de perversión que hasta los grandes tiranos jamás habrían soñado. Consideramos que son tres los pasos de este penoso método que hunden en Sargazos cualquier proyecto vital, tanto individual como colectivo.
Primero, se resalta el concepto dialéctico de la vida personal y social. Las diferencias se transforman en palancas para la toma de las decisiones, haciendo del ciudadano un permanente ser que valora conceptos y sus anticonceptos. Acá el término “bueno” y “malo” se elevan hasta peligrosos pedestales con el único fin de identificar quién está conmigo y quién contra mí. La energía que se dispensa para este pensamiento dialéctico llega a ser tan grande, que se escabulle y escurre dentro de la propia vida familiar. El resultado es polarizar una sociedad para generar un estado de crispación. Segundo, la polarización, a pesar de su ruido e impacto, por sí sola no puede distraernos. Para ello se apela a la puesta en el horizonte de “temas” supuestamente de “relevancia” tanto para el individuo como la sociedad. Esos temas varían en forma diaria, o inclusive, hasta en horas de un mismo día. Con la aparición de las redes sociales, la tiranía del “hashtag” y las “tendencias” son el mejor indicador que la distracción funciona. No queda tiempo para el debate sobre lo que pudo costar hasta sangre por defender posiciones, todo porque esas tendencias cambiaron en un abrir y cerrar de ojos.
Tercero, si lo anterior no resulta, se siembra el desasosiego para que las prioridades ciudadanas sean las que el gobierno impongan que así se cumplan. Si la opinión pública encuentra que ciertas prácticas corruptas gubernamentales, por ejemplo, deben sancionarse; entonces, utilizan eufemísticos “planes de administración de cargas” para hacer cortes eléctricos “quirúrgicos” y de esta manera resetear al ciudadano para comenzar el ciclo vicioso. He allí entonces nuestro reto, destruir este Estado de la distracción que solo crea anticiudadanos.
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