Por ALEJANDRO VARDERI
El ruido siempre se ha impuesto en mi vida desde la infancia;
todo lo que he escrito en mi vida lo he hecho contra el ruido de los demás.
El pasado mes de julio se cumplieron ocho décadas del nacimiento de Reinaldo Arenas. Un nacimiento signado por el abandono paterno y la pobreza campesina, si bien en la amplitud del campo hizo suyo el esplendor que la obra espejeó, al ser producto de las continuas penurias puestas a signar su existencia. De tal precariedad surgió una obra luminosa, dable de desafiar las estrecheces del entorno y empinarse por encima de las persecuciones del régimen de Fidel Castro, hasta su salida de Cuba a través del puente del Mariel en 1980. Ello, para llegar a Estados Unidos, donde no solo encontró desencanto y explotación, sino la muerte como consecuencia del virus del sida, empezando a hacer estragos cuando Arenas pisaba suelo norteamericano.
Extranjero en Miami
Iniciándose la década de los ochenta comenzó también para él la vida de exilado en Miami, donde nunca se sintió cómodo, al percibir la ciudad como una caricatura de Cuba. Desde allí se programó no obstante un tour literario, que lo trajo entre otras ciudades a Caracas para promocionar El palacio de las blanquísimas mofetas de reciente edición en Monte Ávila. Elías Pérez Borjas me llevó a una cena en casa de unos amigos donde estaba Reinaldo, y entre otras anécdotas nos contó las peripecias para sacar sus manuscritos de Cuba y las humillaciones sufridas para poder escapar de la Isla, no como escritor sino como homosexual, falseando además el apellido a fin de no ser descubierto y vuelto a encarcelar. Todo ello encontraría lugar en Antes que anochezca, autobiografía y documento del terror de la dictadura, que Julian Schnabel adaptó a la pantalla con gran éxito de público y crítica. Esto, cuando ya el autor se había extinguido entre carencias, odios y resentimientos, producto de una existencia signada por el acoso y la falta de libertades, que el espejismo de la prosperidad occidental no desvaneció sino agudizó, hasta hacerle añorar lo dejado atrás con la huida geográfica y activar su proceso de huida interior.
Y es que la obra de Reinaldo Arenas se estructura desde la fuga y el repudio a un sistema que se esperaba hubiese desmantelado el aparato capitalista de producción, a favor de una colectivización de la plusvalía del capital, que por extensión debería haber privilegiado una apertura hacia los grupos marginados por la idea burguesa de modernidad, dándoles un mejor futuro en un marco de independencia y progreso. Esto, sin embargo, no lo ha logrado ningún país donde tal régimen se ha enquistado, arruinándolo más bien y condenando a la ciudadanía a la indigencia, el asedio y el exilio. Autores contemporáneos a Arenas como Severo Sarduy y Guillermo Cabrera Infante pudieron exilarse durante los primeros años de la revolución, y otros ya consagrados como José Lezama Lima optaron por el aislamiento. Ello, al interior de paraísos artificiales, pero que contrariamente a los de Baudelaire se arman desde una escritura activa, de reapropiación tanto del barroco —cual contrapunto a lo que Lezama llamó “cansancio clásico”— como del modernismo puesto a arropar las complejas construcciones verbales de Proust, Joyce y Borges. El carácter combativo de Arenas, no obstante, lo llevó a distanciarse de ambas corrientes, y abrazar la disidencia y la denuncia abierta de la condena castrista a las diferencias, especialmente sexuales, asumidas por el autor con toda franqueza. “En Cuba hay cinco leyes represivas contra los homosexuales: desde la llamada Ley de Peligrosidad, hasta la Ley del Desarrollo Normal Sexual de la Juventud y de la Familia, que pueden condenar a la persona homosexual de un año a la pena de muerte”, asentó, en una entrevista publicada cuando ya su último viaje había concluido definitivamente.
El primer Viaje a La Habana
Publicada póstumamente, esta novela nos habla de un primer viaje que paradójicamente resultó ser el último, al haber sido escrito desde el recuerdo cuando su tiempo ya estaba a punto de agotarse. En los personajes de Eva y Ricardo volcó las constantes del desarraigo, movido por la nostalgia hacia el mundo de afuera que ambos sienten aislados en Cuba. Con ellos el lector recorre la cotidianeidad de la Isla, desde las postrimerías de la dictadura de Batista hasta los años setenta de la dictadura de Castro. Ello, a partir de ciertos iconos de la cultura popular, que si en un principio la radio y el cine pusieron a su alcance, violentamente se les hurtarán hasta que solo la memoria y la inventiva queden para afrontar una realidad hostil y asfixiante. Al perder la posibilidad de expresarse, el paisaje se vive como prisión; y como Reinaldo mismo, también Eva y Ricardo deberán inventar, a través de su obsesión por la moda, un paraíso artificial que si bien no tiene la riqueza léxica de los de Lezama, derrocha ingenio para poder hacerse con las telas, botones y lentejuelas con los cuales mantenerse a salvo del exterior. Contra la represión castrista enarbolar un “traje de mostacillas azules con tachones a punto bajo”.
La simulación enmarcada por el pastiche tecno-tropical se convierte entonces en la única arma posible para atacar el régimen. De ahí que las alusiones a la música de Bola de Nieve, Pat Boone, Massiel, Rita Pavone o Luisito Aguilé; los films como La Dolce Vita, Suddenly Last Summer y Cleopatra; y los escándalos de Liz Taylor a Mary McCarthy se imbriquen con el cuerpo personal y el del poder, que Eva y Ricardo cubren con un doble tejido. En tanto el horror se agudiza y la escasez material se impone, más desmesurado se vuelve; como si el exceso del lenguaje y el vestido pudiesen ocultar el miedo, hasta mimetizarlo con la red trenzada por los personajes y el autor. Ello, en una anamorfosis de irrisión y extravagancia, observable especialmente en aquellas escenas donde realidad y simulación se superponen, buscando darles a los hechos una nitidez excesiva que los lleva al hiperrealismo. El desfile del Primero de Mayo, el Festival de la Canción de Varadero o el último carnaval del batistado se convierten así en cuadros de un mismo trompe-l’oeil dable de representar la historia de Cuba sobre un escenario plus vrai que nature. La exageración de los vestidos y gestos de Eva y Ricardo, al combinarse con lo sanguinario de las fuerzas castristas revelan una idiosincrasia espontáneamente inclinada al cachondeo y el humor, la exuberancia y el placer, que las llamadas fuerzas del orden buscan estrangular en tanto ocultan las diferencias.
Revertir tal proceso fue uno de los propósitos fundamentales de la escritura de Arenas; esto mediante personajes que recrean su biografía y enarbolan un heroísmo de la resistencia, poco dado a emular los trabajos de Ulises o Don Quijote. Ni Eva ni Ricardo están para heroicidades, pero son héroes por antítesis: “Donde todo el mundo es héroe, el único que realmente lo es, es el que no quiere serlo”. Y estas palabras de Ricardo, que Eva recuerda cuando ya el vacío del otro se ha instalado irrevocablemente en ella, alegorizan los restantes desdoblamientos del escritor; ya sea Arturo, reconstruyendo en el sueño lo que se había vuelto irrepresentable en la realidad (Arturo, la estrella más brillante), o un Fray Servando desmitificado de su rol de prócer de la independencia mexicana, a favor de la pequeña historia del hombre y sus peripecias (El mundo alucinante). Igualmente, se incluye a las mujeres de la casa, que movilizan la costumbre y barren sin tocar el suelo, sostienen con el dedo a la hija muerta (El palacio de las blanquísimas mofetas), y hablan del espanto en monólogos y diálogos imbricándose tanto con boletines informativos sobre los avances de la revolución, como con folletos de consejos de belleza, anuncios para laxantes, obras teatrales y películas de estreno.
Nueva York antes que anochezca
Si todas estas obras evidencia la puesta en juego de una estrategia donde lo diegético oblitera la mímesis del texto hasta que los personajes establecen una relación muy cercana con el autor, Antes que anochezca los devora; pues como cuerpo autobiográfico se empina por encima de la red intertextual de ambigüedades, rupturas y desplazamientos que constituyen la ficción, para exponer abiertamente su yo, en tanto acusa al régimen castrista. Aquí es Arenas quien hace de la petite histoire testimonio público de condena y repudio a la Cuba de Fidel Castro. Perversamente alude a la literatura de compromiso, pero su fuerza imaginativa rebasa y supera dicha literatura, hasta el punto de que su autobiografía se lee como ficción. La precariedad que ello conlleva estalla en un lenguaje puesto, como en Proust, a demorar la muerte; por eso lo autobiográfico se arma desde la explosión de un yo escribiéndose literalmente contra el tiempo, para intentar recuperarlo antes de que la pluma se apague.
Una vez en el exilio, Arenas se constituyó en juez de quienes no siguieron su ejemplo y se doblegaron o pactaron con el aparataje castrista. Opuestamente a muchos exilados, quienes vieron en países más prósperos y democráticos la oportunidad para hacerse con lo que habían dejado o nunca tuvieron, Reinaldo Arenas desde la disidencia se mantuvo apegado a un margen que la ficción siguió transgrediendo y su devenir continuó poniendo a prueba. Ello, hasta que la enfermedad acabó por destruirlo, en un momento cuando el propio deseo había hecho aflorar en él el instinto de muerte, llevándolo a racionalizar lo insoluble, es decir, el hecho de que ya no era objeto del deseo de los otros. “Hace unos meses había entrado a un urinario y no se había producido esa sensación de expectación y complicidad que siempre se había producido. Nadie me había hecho caso, y los que allí estaban habían seguido con sus juegos eróticos. Yo ya no existía. No era joven”.
Si bien tras aquel primer encuentro en Caracas volví a conversar con Reinaldo en Miami, durante la promoción de los libros del Premio Letras de Oro a mediados de los ochenta, fue en Nueva York, cuando trabajaba en Antes que anochezca, que pude compartir más extensamente con él. La editorial Pantheon, para la cual yo escribía informes de lectura sobre novelas en español, se interesó en la edición inglesa de La vieja Rosa y me pidió contactar al autor a fin de explorar la posibilidad de traducirla y editarla. Nos citamos en su casa: un apartamento en Hell’s Kitchen cerca de Times Square, antes de transformarse en un barrio para ricos, a donde se llegaba tras subir muchas escaleras, y en el rellano Reinaldo invitándome a pasar.
Más que casa, aquel típico apartamento de los llamados tenements o casas de vecindad, era un sobrio refugio donde aislarse, con una salita sin muchos muebles u objetos de decoración y al fondo un cuarto pequeño con una tabla entre dos ficheros y encima la máquina de escribir. Allí, en un ambiente cargado de intemperie, siguió brotando resplandeciente la obra. Un espacio espejeando los hoteles de paso más que un hogar, lo cual reiteraba su destino de vivir en tránsito y fuga permanente; si bien entonces solo le quedaba escapar de sí mismo, volcándose en el yo autobiográfico saturado de toda la amargura que me hizo ver, desde la queja contra la dureza de Nueva York y la inconsistencia del mundo literario, en especial los editores, pagándole sus derechos mal y a destiempo.
El libro no llegó a publicarse en inglés hasta años después y en otra editorial, pero aquella conversación fue el principio de otras donde pude calibrar mejor el temple del escritor y la vulnerabilidad del hombre, tras el rostro del combatiente en su “lucha por la libertad de Cuba”, tal cual consignó en una carta de despedida antes del fin. Muy pocos asistieron a su entierro, aunque muchos han capitalizado después su nombre en la literatura y el cine; pero la obra se alza por sobre tales desventuras y sigue iluminándonos, como la estrella más brillante de un autor cuyas últimas palabras escritas fueron para su país y su destino, una vez que el ruido había cesado definitivamente. “Cuba será libre. Yo ya lo soy”.
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